Los archivos del Pentágono, la última película de Steven Spielberg, protagonizada por Meryl Streep y Tom Hanks, se ha convertido en mucho más que en una de las grandes protagonistas de la temporada de premios que llevará a los Oscar. El filme (el 19 de enero en los cines españoles) ha sido recibido como un retrato de las preocupaciones y desafíos de Estados Unidos en la era Trumpera Trump. Aunque esa fórmula resulta engañosa: ni los temas tratados en el nuevo trabajo del director de La lista de Schindler se ciñen al último año, ni tienen relevancia solo dentro de las fronteras de la superpotencia. Y la guionista debutante Liz Hannah –apoyada más tarde por el veterano Josh Singer– lo consigue, además, con una historia situada en 1971. Pero la urgencia del filme, su conexión con la actualidad, está clara: Spielberg le dio preferencia ante sus numerosos proyectos, y apenas pasó un año entre el primer borrador del guion hasta su estreno en cines. Si hay que ver en la película un espejo del combate entre los medios y el Ejecutivo que se libra en Estados Unidos, la moraleja está clara: cuidado, Trump, los buenos acaban ganando. buenos
Los archivos del Pentágono siguen a los dos máximos responsables de The Washington PostThe Washington Post (el título original es The Post) cuando deben tomar la decisión de si publicar o no unos documentos que pueden costarles una demanda por parte del Gobierno. Así que es una película sobre el duelo entre poder y prensa libre en un año en que el presidente de los Estados Unidos ha llegado a decir que "es francamente asqueroso que la prensa pueda escribir lo que quiera". Pero también es un filme sobre el primer gran combate entre seguridad nacional y libertad de información, que sigue librándose en casos como el de Edward Snowden. Y, en la medida en que se construye en torno a Katharine Graham, histórica editora del periódico, es también el relato de una mujer que trata de abrirse paso en un mundo de hombres. O en varios.
Los papeles del Pentágono es el nombre popular del informe titulado Relaciones Estados Unidos - Vietnam, 1945-1967: Un estudio elaborado por el Departamento de Defensa, filtrado por el analista Daniel Ellsberg, precursor de la figura del whistleblower que hoy asociamos a Snowden o a Chelsea Manning –y que Wikileaks honra en su página web–. El documento fue preparado bajo el mandato del entonces secretario de Defensa Robert McNamara con el fin, según él mismo argumentaba, de servir a los historiadores del futuro. Quedaban vedado, sin embargo, a los del presente, a la prensa y a los votantes con un claro “Top Secret”. Para Ellsberg, que en la película se presenta como un trabajador tan idealista como ególatra, el informe suponía la “prueba de que cuatro presidentes y sus administraciones estuvieron mintiendo, durante 23 años, para encubrir planes y acciones de asesinatos masivos”. El personaje, interpretado por Matthew Rhys, cita al estudio –más de 7.000 páginas en 47 volúmenes– para explicar que la guerra se mantenía en un 10% para proteger a los sudvietnamitas, en un 20% para contener a China y en un 70% para evitar la humillación de perderla.
Ellsberg no filtró esos documentos, fotocopiados noche tras noche durante meses, a The Washington Post, sino a Neil Sheehan, reportero de The New York Times. El 13 de junio, y después de tres meses de trabajo, el diario neoyorquino publicó la primera portada sobre el tema. Para horror de Ben Bradlee, director ejecutivo del Post interpretado por Hanks, el diario de Washington solo pudo copiar y citar a la competencia. ¿Por qué contar entonces esta historia desde el punto de vista del segundón, concediéndole incluso el título del filme? En gran medida, por su editora. En el origen de la historia, explicaba la guionista Liz Hannah, no estuvo el seguimiento en prensa de los papeles del Pentágono, sino Una historia personal, las memorias de Katharine Graham editadas en 1997 y publicadas en España en 2016 por Libros del KO. En ellas, Hannah encontró material para “10.000 películas”, pero eligió centrarse en la semana que siguió al estallido del escándalo. En aquel momento, el Post se preparaba para convertirse en la gran cabecera nacional que acabaría siendoPost, y Graham se jugaba tanto el futuro de la empresa familiar, que había caído en sus manos tras la muerte de su padre y el suicidio de su marido, como el respeto de sus empleados, que la veían como una advenediza.
Un día después de la portada de los papeles del Pentágono, el Times recibió una advertencia de la Casa Blanca: el material publicado afectaba “a la defensa de los Estados Unidos” y su publicación estaba prohibida por las leyes de espionaje. El diario se negó a autocensurarse y el Gobierno le denunció ante los tribunales, que tomaron la medida cautelar de detener la publicación. El 16 de junio, primer día en que se hacía efectiva la orden judicial, el Post consiguió los archivos originales y Graham tuvo que decidir: ¿los publicaban, arriesgándose a ser juzgados no solo por los delitos que le achacaban al Times, sino también por desacato, y acabar en la cárcel; o se doblegaban ante el poder de Nixon, arriesgándose también a perder su prestigio? A finales de junio, el Tribunal Supremo se pronunciaba, por 6 a 3, a favor de los periódicos.
El tono de Spielberg se acerca más a Todos los hombres del presidente, en la que Alan J. Pakula abordaba, ya en 1976, el caso Watergate –y a la que homenajea el final del filme– que a la más reciente Spotlight –de la que Singer fue guionista–, una historia sobre periodismo más interesada en el tedioso trabajo diario que en la épica. Aquí el gran villano es Nixon que, encerrado en su torre de marfil del Despacho Oval, lanza improperios contra los periodistas en una clara referencia al actual presidente. Los héroes son los reporteros, capaces de ejercer una sana competencia y una leal camaradería, movidos por el servicio público y el amor por el oficio. Los archivos del Pentágono dibuja como triunfo la sentencia favorable de los tribunales, que en realidad estuvo muy disputada y que de la que la propia Graham dice: “En realidad, la sentencia era limitada y ambigua, porque, aunque afirmaba que el gobierno no había demostrado contundentemente que la publicación fuera un peligro para la seguridad nacional, no establecía una posición clara respecto a la libertad de prensa en general, y dejaba abierto el camino a un procesamiento criminal posterior”.
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En sus memorias, Graham deja ver aquel combate como un antecedente claro de los que nos ocupan en la era del espionaje global: “Para nosotros, su publicación no sólo no fue, como decía el gobierno, una violación de seguridad, sino que fue una aportación a los intereses nacionales, la obligación de un periódico responsable”. Sin embargo, Spielberg y Streep han sido un tanto ambiguos sobre el lazo entre el caso Ellsberg y el caso Snowden, insistiendo en que Ellsberg no puso en peligro la vida de los soldados con sus acciones –los documentos se referían, sobre todo, al pasado– y en que este último tiene que demostrar que tampoco lo ha hecho.
Igual de inequívocamente optimista es Spielberg al abordar la igualdad de género, un tema de indiscutible actualidad encarnado en la lucha de Graham, que pasa en el transcurso del filme de ser una dubitativa ejecutiva temerosa de “parecer estúpida o ignorante” a una firme defensora de las propias ideas, incluso frente a sus colaboradores más fieles. Ese proceso de despertar, por supuesto, fue más lento, y la editora habla de él honestamente en sus memorias: “Mis opiniones sobre las mujeres no se alteraron en un momento concreto y espectacular; más bien, empecé a prestar atención a los problemas reales y, aunque fui lenta en aprender, acabé adquiriendo conciencia e involucrándome en ellos”. En el filme, la editora aparece ya como un referente para las generaciones de feministas más jóvenes; una imagen de la realidad un poco edulcorada, ya que para entonces Graham no tenía clara su propia postura, y en 1972 recibiría una enérgica carta de las 59 mujeres empleadas por el Post: solo ella y Meg Greenfield, responsable de Opinión y confidente de la editora, ocupaban puestos de responsabilidad. Quizás ve Spielberg en aquel rugido creciente del feminismo de los setenta un precursor del de hoy. Si así fuera, cabe ser pesimistas: hoy en día, entre los diarios generalistas españoles, únicamente Público está dirigido por una mujer.
Es curioso que Hannah seleccionara, de entre todos los episodios contenidos en Una historia personal, uno al que Graham le dedica apenas 20 páginas. En las memorias de Bradlee, ocupa un cuarto del espacio dedicado al Watergate. Pero la editora sí le concede un peso: el de abrirles los ojos ante “la actitud autoritaria de la Casa Blanca, que pensaba que sólo el gobierno tenía poder para determinar qué debía saber el pueblo norteamericano”. Podrían comprobarlo de nuevo más tarde, durante el caso Watergate. Y todavía un poco más tarde: durante la última campaña presidencial, Donald Trump revocó los pases de prensa de los reporteros del Post. A Nixon no le funcionaron sus ataques contra la prensa. Spielberg sugiere que tampoco lo harán ahora.
Los archivos del Pentágono, la última película de Steven Spielberg, protagonizada por Meryl Streep y Tom Hanks, se ha convertido en mucho más que en una de las grandes protagonistas de la temporada de premios que llevará a los Oscar. El filme (el 19 de enero en los cines españoles) ha sido recibido como un retrato de las preocupaciones y desafíos de Estados Unidos en la era Trumpera Trump. Aunque esa fórmula resulta engañosa: ni los temas tratados en el nuevo trabajo del director de La lista de Schindler se ciñen al último año, ni tienen relevancia solo dentro de las fronteras de la superpotencia. Y la guionista debutante Liz Hannah –apoyada más tarde por el veterano Josh Singer– lo consigue, además, con una historia situada en 1971. Pero la urgencia del filme, su conexión con la actualidad, está clara: Spielberg le dio preferencia ante sus numerosos proyectos, y apenas pasó un año entre el primer borrador del guion hasta su estreno en cines. Si hay que ver en la película un espejo del combate entre los medios y el Ejecutivo que se libra en Estados Unidos, la moraleja está clara: cuidado, Trump, los buenos acaban ganando. buenos