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La chica número 31 en el Edificio de las 100 ventanas

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Cuando el tren se adentra en la ciudad de Düsseldorf (casi 600.000 ciudadanos de uno de los países más ricos del mundo), el viajero se ve asaltado por una imagen extraña. En las ventanas de un edificio vecino, numeradas, se exhiben chicas jóvenes de distinta procedencia. El viajero quizás no lo sepa (o quizás pueda averiguarlo pronto), pero bastaría con dirigirse a ese edificio de fachada impoluta, decir la cifra de la mujer elegida y pagar una cantidad acordada para subir a esa habitación. Por la estación pasan cada día miles de viajeros. Qué escaparate para los captores. 

Captores. Eso es lo que denuncia la escritora Teresa Ruiz Rosas (Arequipa, Perú, 1956) en su libro Nada que declarar. El libro de Diana (Turpial), que se presenta el 21 de octubre en Barcelona. Que las mujeres que se pasean tras los cristales del Edificio de las 100 ventanas están en cautiverio y que los viajeros deciden ignorarlo cada día. "La primera vez que lo vi me impresionó muchísimo. Ni siquiera vi una historia, sino que me impactó su cercanía física. Que existe esto, se sabe, pero otra cosa es que lo tengas a siete metros, tras la ventanilla del tren", cuenta la autora de novelas como El copista (finalista del premio Herralde 1994), La falaz posteridad o La mujer cambiada. Más de 2,5 millones de personas son víctimas de trata cada año, según la Organización Internacional del Trabajo, "captadas a través del engaño, amenazas, fuerza, abuso de situaciones de vulnerabilidad y otras formas de coacción". En Europa, la cifra ha aumentado un 28% en tres años, según datos de 2012 de Eurostat. "Se sabe". 

El trabajo de Ruiz Rosas consiste en darle voz a Diana Postigo Dueñas, víctima ficticia que podría ser cualquiera de las reales. Cuando Diana conoce a Murat Bulladar —"o Ballentino, o como mierda se llame el mierda"—, todo son palabras dulces y promesas de una nueva vida. Su marcha a Europa desde Lima, recién alcanzada la mayoría de edad, pasa de ser un nuevo comienzo a convertirse en una cárcel. No solo era mentira el amor sin límites que le juraba su carcelero, no solo no tenía el trabajo prometido, con el que pensaba enviar dinero a su familia. Además había contraído una deuda de 10.000 dólares. Para saldarla, debía trabajar en la habitación número 31. Quizás al lector le suene la historia. Aunque este no sea real, Amnistía Internacional da cuenta de casos similares en todo el mundo

La escritora no pudo entrevistarse con ninguna víctima, aunque sí con varios trabajadores de distintas organizaciones que las atienden, protegen y guían en sus posibles caminos judiciales y hacia la reinserción. Pero, para Ruiz Rosas, la presencia del edificio de Düsseldorf, mirándola en cada uno de sus viajes por Alemania, donde reside, era una llamada. "Pensé en que en ciertas culturas la gente que sabe escribir se convierte en un altavoz de los que no. Con este libro, más que escritora, era como una escriba que se siente en la obligación moral de trasladar la historia de alguien que necesita y pide que se sepa", cuenta.

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Dentro de la novela, otra mujer hace lo propio con Diana. Silvia es el álter ego de Teresa, escritora y traductora como ella. Juntas, y con el apoyo de otras voces, mayoritariamente femeninas, Diana abandonará el sobrenombre que ha adoptado en el edificio (Dianette, como un tipo de zapato) para volver a ser la que fue antes de llegar a Alemania y vengarse, como una Medea moderna, de los engaños de Jasón. Es Silvia a través de la cual se cuenta la historia. "Ese personaje es útil para alejarme del melodrama y poder ser más libre en mi recreación. La historia es contada por alguien ajeno a ella, como yo, me ataba menos a la veracidad", explica. Estaba el riesgo de caer en el paternalismo, en el cliché. ¿Cómo evitarlo? "Bueno, basta con ponerse en su lugar". 

El terreno en el que se adentra Ruiz Rosas es pantanoso. El debate entre defensores de legalizar la prostitución para proteger a la víctima y partidarios de prohibirla y persegurla con más dureza por la misma razón sigue vigente. Fueron muchas las organizaciones que pidieron a Amnistía Internacional que se retractase de su recogida de firmas a favor de legalizarla el pasado agosto, mientras que colectivos de trabajadoras del sexo (y Ciudadanos) lo reivindican como la solución más efectiva a su desprotección. "La legalización en ciertos países se entiende que es algo positivo, desde el punto de vista de las víctimas, pero en la práctica ha abierto la puerta a un abuso mayor de estas personas", dice la escritora. Su relato, que cuestiona la supuesta libertad con la que algunas víctimas elegirían esa profesión, parece servir a la prohibición. Pero ni siquiera ella tiene una respuesta firme.  

Lo que no entiende, lo que no es capaz de entender la escritora, es la demanda. "Mi generación ha sido heredera del Mayo francés, ha habido una revolución sexual en Europa, todo el mundo puede tener acceso a una vida sexual plena", observa con amargura, "¿Por qué tiene que seguir habiendo este tráfico? Mientras la sociedad avanza y progresa por otros lados, por este no".

Cuando el tren se adentra en la ciudad de Düsseldorf (casi 600.000 ciudadanos de uno de los países más ricos del mundo), el viajero se ve asaltado por una imagen extraña. En las ventanas de un edificio vecino, numeradas, se exhiben chicas jóvenes de distinta procedencia. El viajero quizás no lo sepa (o quizás pueda averiguarlo pronto), pero bastaría con dirigirse a ese edificio de fachada impoluta, decir la cifra de la mujer elegida y pagar una cantidad acordada para subir a esa habitación. Por la estación pasan cada día miles de viajeros. Qué escaparate para los captores. 

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