Sofía Otero ganó el Oso de Plata a Mejor interpretación protagonista en el Festival de Berlín, y entonces fue inevitable acordarse de Alcarràs. Justo un año antes, el segundo largometraje de Carla Simón había hecho historia alzándose con el premio a Mejor película en el mismo certamen alemán, preludiando una cosecha alrededor de la cual crítica y prensa se movilizarían para alabar el excelente estado de salud de nuestro cine. As bestas de Rodrigo Sorogoyen, Cinco lobitos de Alauda Ruiz de Azúa o Pacifiction de Albert Serra —aunque los aplausos por esta última no fueran mucho más allá de Cannes— les dieron la razón. Y ahora 20.000 especies de abejas, de Estibaliz Urresola, mantendría la racha.
Solo que el clima percibido en los meses restantes ha sido más apacible. Han seguido llegando las películas y las loas, pero no se ha duplicado la narrativa de 2022 como gran año del cine español. Narrativa que, en su momento, ya había quien pudiera cuestionar por los motivos recurrentes, más algunos nuevos: la angustia por proyectar una imagen prestigiosa como compensación al desinterés del público general —dulcemente matizada por la taquilla del film de Sorogoyen— o la necesidad de un afán vindicativo tras los duros meses de la crisis pandémica, aún frescos. Todo esto espoleaba una euforia (quizá una performance) agotadora, ante la cual era inevitable que acabara asomando el escepticismo. ¿Tanta diferencia había con otros años? ¿Tan excepcional había sido 2022?
En 2023 no ha sido necesario hacerse estas preguntas. 20.000 especies de abejas, tras su victoria en la Berlinale, ha avanzado por circuitos festivaleros hasta ganar el Forqué a Mejor película y ser frontrunner para los Goya, con 15 nominaciones. La conversación despertada en este tiempo ha girado sobre asuntos que ya va siendo hora de analizar —la afloración de un ruralismo aburguesado, el hecho de que quienes lo practican sean sobre todo mujeres jóvenes—, y otros contrapuntos más optimistas. La protagonista de 20.000 especies de abejas es una niña trans en un momento donde la identidad de su colectivo es fuertemente cuestionada en la tribuna pública, lo que no le ha impedido recabar simpatías académicas.
Paralelamente una película como Te estoy amando locamente —sobre el movimiento LGTBIQ+ andaluz de los 70— ha sido un pequeño fenómeno de público, manteniéndose durante meses en carteleras. Puede que casos como estos, ilustrativos de un conjunto que no deja de mirar alrededor y desarrollar discursos novedosos, sean más interesantes que el hecho de si en España se hace cine bueno o qué. Que claro que se hace.
Ocho apellidos nevados
Hay una asunción común, que 2023 no ha llegado a desafiar, de que en nuestro país el cine “que ve la gente” va por un lado y el cine “que la gente debería ver” va por otro. Las razones son complejas, pero igualmente nos conducen a una taquilla donde los films más exitosos nunca son los mejor posicionados para los premios. Y esto a pesar de que el endeble tejido industrial fuerce a la prensa a tratar con más consideración de la que merecen producciones cortadas por un patrón rígido y sobado. En este sentido cabe reconocer que este año apenas ha habido necesidad de proclamar que Santiago Segura ha salvado la taquilla patria o algo así. Eso es positivo. Vacaciones de verano y La Navidad en sus manos han ganado lo que tenían que ganar y le han gustado a quien le tenían que gustar, dentro de una plácida transacción que ya no hay que vender como victoria. Solo como algo que pasa.
Lo mismo ha ocurrido con Ocho apellidos marroquís —curioso ejemplo de picaresca franquiciable, convirtiendo a última hora una película independiente en la nueva entrega de una saga rompetaquillas—, Mari(dos) o desde otra liga Campeonex de Javier Fesser: película más taquillera del año que esta vez no tendrá por qué extender sus triunfos a otros ámbitos ajenos a lo económico. El caso de Momias quizá dé más pena: esta película de animación ha llevado a mucha gente a los cines, pero en una frecuencia similar a lo que acostumbra a lograr Illumination con Minions o Super Marios. Frente a ella, una película que verdaderamente podría suponer un paso adelante para el medio en nuestro país, como Robot Dreams, acaso haya sido percibida como demasiado intelectual y adulta. Sin ser nada de eso.
En cualquier caso, los éxitos en taquilla han sido tan consistentes como para refrendar la comedia familiar como modelo estrella, sazonado con intervenciones algo más tibias en otros ámbitos que suelen funcionar —el thriller, representado por Asedio de Miguel Ángel Vivas y Todos los nombres de dios de Daniel Calparsoro—, o un cine de terror que ha cobijado el anecdótico regreso de Carlota Pereda tras Cerdita (en La ermita) o el estreno de Hermana Muerte de Paco Plaza bajo contrato con Netflix. Lo que nos lleva a una ambigüedad extraña pues el gran blockbuster del año, el que podría alinear a crítica y público según el estándar hollywoodiense, ha sido igualmente producido por Netflix y apenas ha podido contar con copias en las salas: La sociedad de la nieve de J.A Bayona.
La sociedad de la nieve es cine con vocación de multitudes, que en lugar de desbordar las fechas navideñas tendrá que conformarse con las líquidas cifras del streaming o los premios. Como su caso dista de ser aislado -las dudas sobre cómo encajar a Netflix en los sistemas de valor tradicionales son globales-, no termina de comprometer la sensación de que el cine popular español ha emprendido una dinámica regular y provechosa, con un flujo monetario resistente a paternalismos o pretensiones de legitimación. Hay que alegrarse por él, y restarle importancia a que películas más valiosas ni se acerquen a lo que pueda lograr el amiguete Segura en un fin de semana. Ahora ocupémonos de esas películas.
Nuevas voces, viejas voces
La victoria de 20.000 especies de abejas en Berlín se alinea con un momento provecto para las voces femeninas, sean estas nuevas o viejas. En el primer apartado Itsaso Arana quiso independizarse de Jonás Trueba el mismo día en que otro actor español estrenaba su debut a la dirección —el 25 de agosto Arana presentó Las chicas están bien mientras Mario Casas hacía lo propio con Mi soledad tiene alas—, para que meses después Laura Ferrés ganara la Espiga de Oro en la Seminci con La imatge permanent. Otras cineastas, en cambio, tuvieron que mantener su credibilidad en nuevos y acaso irregulares asaltos.
Arantxa Echevarria volvió al cine social de Carmen y Lola con Chinas, Paula Ortiz estrenó dos películas con escasas semanas de margen —Al otro lado del río y entre los árboles con producción británica y Teresa— e Isabel Coixet salió indemne de su difícil adaptación de Un amor de Sara Mesa, hasta el punto de recibir algunas de las mejores críticas de su trayectoria. Pero, sobre todo, asistimos al unísono a las consagraciones de Clara Roquet como guionista y Elena Martín como cineasta: la primera escribió Que nadie duerma dándole un personaje memorable a Malena Alterio, además de co-firmar el libreto del film que Martín pudo enseñar dentro de la Quincena de Cineastas de Cannes.
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El audiovisual español tuvo una ruidosa presencia en la Croisette, pues fue asimismo el lugar donde Pedro Almodóvar estrenó su western de corta duración con estrellas de Hollywood, Extraña forma de vida. Los elogios tampoco le faltaron a Creatura, segundo largometraje como directora de Martín tras Júlia ist y prodigioso salto de gigante. Si el cine español puede presumir de año es por los logros categóricos de Creatura, que trascienden cualquier academicismo en pos de articular una mirada propia hacia rincones en principio ignotos, pero tan ridículamente cercanos como la articulación femenina del deseo. Uno forjado entre lo psicológico y lo cultural, entre lo naturalista y lo inefable, que sirve de prueba definitoria de lo enriquecedor que ha sido ampliar las subjetividades del aparato audiovisual.
Sin apartarnos de fenómenos festivaleros que difícilmente llegarán al gran público (pese a la generosidad de su comunicación) podríamos reparar en la pequeña Upon Entry, ejercicio de cámara que ha hallado las simpatías de los estadounidenses Independent Spirit al tiempo de rascar nominaciones principales en los Forqué y los Feroz. Así como, desde otros registros, el distanciamiento de una cierta norma lingüística sin que esto afecte a la proyección industrial. Saben aquell, hablada casi íntegramente en catalán (como Creatura), probando a través de la figura de Eugenio que el cine español con vocación popular domina el biopic. O corno, hablada en gallego, ganando la Concha de Oro en San Sebastián. Paul Urkijo, en Irati, continuando su exploración del folclore del País Vasco tras Errementari.
Y por último, sí, ha vuelto Víctor Erice. Aunando los aplausos académicos con la crítica especializada: esa que ha permitido a Cerrar los ojos liderar lo mejor del año según Cahiers du Cinéma y el British Film Institute —que también ha coronado Samsara de Lois Patiño, otro espíritu libre— al compás de la fiesta de la cinefilia. Pues no hay otra forma de valorar su nueva (¿última?) obra maestra más que desde los cauces de esa fiesta. La fiesta de la memoria —con una Ana Torrent que ha hecho doblete en Sobre todo de noche de Víctor Iriarte—, la fiesta de la imagen, la fiesta de un legado fílmico que emborrona fronteras. Todo confluyendo en Manolo Solo, con una guitarra, rememorando el Río Bravo de Howard Hawks para la mejor escena del cine de 2023. Sin necesidad de distinguir nacionalidad.
Sofía Otero ganó el Oso de Plata a Mejor interpretación protagonista en el Festival de Berlín, y entonces fue inevitable acordarse de Alcarràs. Justo un año antes, el segundo largometraje de Carla Simón había hecho historia alzándose con el premio a Mejor película en el mismo certamen alemán, preludiando una cosecha alrededor de la cual crítica y prensa se movilizarían para alabar el excelente estado de salud de nuestro cine. As bestas de Rodrigo Sorogoyen, Cinco lobitos de Alauda Ruiz de Azúa o Pacifiction de Albert Serra —aunque los aplausos por esta última no fueran mucho más allá de Cannes— les dieron la razón. Y ahora 20.000 especies de abejas, de Estibaliz Urresola, mantendría la racha.