El ligero cambio de título de Anatomía de una caída con respecto a su gran referente ya ilustraba a la perfección las intenciones de Justine Triet. Otto Preminger había dirigido Anatomía de un asesinato más de 60 años antes, así que el cambio de “asesinato” por “caída” ya implicaba, digamos, una suspensión ontológica. El abogado interpretado por James Stewart tenía claro que lo que se juzgaba era un crimen. El sistema judicial de su país podía ser incapaz de aclarar al 100% quién lo había cometido, pero al menos contaba con la seguridad de que, bueno, se había cometido. En la película de Triet no. Incluso terminando el metraje, no había certezas fuera de esa caída.
Anatomía de un asesinato tampoco concluía de forma satisfactoria pues cuestionaba que el aparato institucional pudiera divisar una verdad última frente a las complejidades de los actos humanos, mientras que ese aparato institucional en Anatomía de una caída solo era uno de tantos ruidos de fondo, equiparables a los vapuleos mediáticos y los prejuicios culturales. Película absolutamente clave de nuestra contemporaneidad, Anatomía de una caída se resignaba a que ante esa opresiva ambigüedad solo pudiéramos proponer verdades a medida, “relatos” con los que navegar las contradicciones del mundo actual deseando, a la desesperada, que fueran convincentes.
Este 2024 también se ha vuelto sobre un clásico del cine judicial de Hollywood. Mientras que Triet matizaba a Preminger, los 12 hombres sin piedad de Sidney Lumet han reaparecido en Jurado Nº2, la última película de Clint Eastwood. Pero aquí ha ocurrido algo. Este film, aun asumiendo la misma ambigüedad que atormentaba a Triet, sostiene que no por ello el individuo tendría que eludir responsabilidades. Debería abrazar una verdad que no fuera necesariamente cómoda, pero sí “justa”, y apechugar con ella. Jurado Nº2 ha abrazado por tanto una firmeza ética bastante inaudita en los tiempos que corren, sin que —en sintonía a los tiempos que corren— se haya librado por ello de esa contradicción irónica que pueda desactivarlo todo, y que aquí alude a Eastwood como resiliente votante de Donald Trump. El principal abanderado, por supuesto, de la posverdad.
Es todo muy complejo, pero puestos a extraer alguna conclusión de entre las correspondencias de todos estos (magníficos) films, quizá podríamos hablar de un tipo particular de posmodernidad. Una que aun asumiendo todos los presupuestos de este marco se lamenta por ello: es una posmodernidad angustiada, añorando la solidez y hasta cierto punto invocándola de forma fallida, con dolor. No cuesta entonces imaginar un reverso para esta preocupación, y podríamos proponer como nombre posmodernidad autosatisfecha. No cuesta imaginarla porque es la expresión generalizada, y la que trabaja François Ozon con absoluta comodidad en Cuando cae el otoño.
Cuando cae el otoño se centra en la vejez de Michelle (Hélène Vincent): una que podría ser totalmente placentera de no ser por los problemas que impone su odiosa hija (Ludivine Sagnier), y las dificultades aparejadas de pasar más tiempo junto a su queridísimo nieto. Al igual que ocurre en Anatomía de una caída y Jurado Nº2, la película se concentra casi por entero en la subjetividad de la protagonista, sin que esto implique un seguimiento metódico y diáfano de la misma. Lo intuimos rápido, cuando un extraño incidente con setas venenosas compromete a Michelle. Y lo confirmamos cuando poco después una discusión violenta donde no está presente se produce una brusca elipsis, y seguidamente se nos informa de que ha habido otra sospechosa… caída.
La película de Ozon está llena de oclusiones e instantes desconcertantes, que puntúan un desarrollo ciertamente áspero. El director parisino sigue siendo un virtuoso de los giros de guion pero aquí llegan sin demasiadas ceremonias, como estallidos controlados dentro de la cotidianidad de Michelle. La planificación es asimismo rígida, concebida para que las fugas de entendimiento que orquesta el libreto semejen descuidos. Salvo que la jugada, por supuesto, no es descuidada en modo alguno. El aparataje visual incluso hallaría concomitancias con la filosofía tras Anatomía de una caída, solo que en sentido inverso: los movimientos de cámara, los cambios de formato y perspectiva, los flashbacks fulminantes, sumaban ruido a la odisea desesperada de Sandra Hüller.
En el caso de Cuando cae el otoño la puesta en escena de Ozon ejerce una labor de vaciamiento de todo ese ruido. No hay forma de que las imágenes nos engañen, no nos queda otra que asistir estólidos a la lenta evolución de la vida de Michelle notando el tiempo, el ritmo lánguido que subraya un otoño con visos de eterno. La operación es inversa con respecto a Anatomía de una caída al tiempo que los resultados son similares: la sensación de que nada importa demasiado y la condena del ser humano a no entender nada es irremisible. La clave de Cuando cae el otoño no obstante es que, a diferencia del personaje de Hüller, Michelle está bien con ello. Se hace cargo.
Eso lo cambia todo. El esfuerzo distante de Ozon —que conduce a interpretaciones tan monocordes como la de Pierre Lottin, incomprensiblemente galardonado en San Sebastián con la Concha de Plata— manufactura un nihilismo no por apagado menos autosatisfecho, en sintonía a la posmodernidad preferida. Con lo que Cuando cae el otoño es una película a su modo tan actual como los títulos con los que baila, si bien convendría en este punto despiezar sus ingredientes y calibrar las condiciones de posibilidad de este manifiesto. O, lo que es lo mismo, sus miopías.
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Que el thriller de Cuando cae el otoño tenga lugar durante la tercera edad de la protagonista —y formule su estrecha tesis desde este contexto— da a entender que solo es posible tal actitud en la tercera edad susodicha. Cuando hay tanto un hartazgo de las imposturas de la madurez como un alejamiento de las imposiciones sociales, y el individuo se ve sentimentalmente capaz de apartarse de toda una vida agachando la cabeza. Michelle puede sentirse como se siente y conseguir lo que quiere en Cuando cae el otoño porque está de vuelta de todo, y Ozon entiende que es lo razonable. Cómo no estar de vuelta de todo cuando superamos los 60 años y solo hemos sufrido desengaños.
Aún así, ¿no es una forma derrotista de observar la vejez, de suscribir la condescendencia con que se la mira en nuestras sociedades? ¿No es deshumanizante? ¿No parece una gracieta fácil, a la altura de cómo se aborda en Cuando cae el otoño el pasado de Michelle como trabajadora sexual? La película de Ozon es interesante, al cabo, porque ejemplifica las concepciones monolíticas y prejuiciosas de la posmodernidad autosatisfecha. Revela finalmente que esa “moral líquida” que la caracteriza, esa moral a la medida de un individualismo orgullosamente aislado, podría tener propiedades mucho más clásicas, y articularse como la moral burguesa de toda la vida.
Es en esa moral donde se ubica Ozon, y es en ese terreno donde su aserto se antoja tan egoísta como funcional a la ideología de nuestra época. Que, para qué nos vamos a engañar, no está siendo la mejor de las épocas.
El ligero cambio de título de Anatomía de una caída con respecto a su gran referente ya ilustraba a la perfección las intenciones de Justine Triet. Otto Preminger había dirigido Anatomía de un asesinato más de 60 años antes, así que el cambio de “asesinato” por “caída” ya implicaba, digamos, una suspensión ontológica. El abogado interpretado por James Stewart tenía claro que lo que se juzgaba era un crimen. El sistema judicial de su país podía ser incapaz de aclarar al 100% quién lo había cometido, pero al menos contaba con la seguridad de que, bueno, se había cometido. En la película de Triet no. Incluso terminando el metraje, no había certezas fuera de esa caída.