Adiós, Varguitas: admiro su obra, condeno su deriva política

Qué difícil es despedirse de Mario Vargas Llosa siendo feminista, siendo peruana, siendo poeta, porque sus errores y desaciertos de los últimos años han sido enormes y porque vivimos un tiempo extremo, de retorno de fascismos y líderes abiertamente misóginos, xenófobos y cruentos.

Con la muerte del Nobel, los post en redes se multiplicaron, fanáticos y detractores, escritorxs y políticxs le dedican su admiración o rechazo. Claro, es el Nobel y el último del boom latinoamericano. Hace poco también murió en Lima Guillermo Gutiérrez, poeta excéntrico y antiguo miembro del grupo poético Kloaka (1980-1982), y quien hasta el momento —según leo en redes— no ha podido ser enterrado, pues no hay familiar directo que lo reconozca, mientras Vargas Llosa será velado en privado. A Gutiérrez, como al poeta vanguardista Carlos Oquendo de Amat (Puno, Perú, 1905 - Guadarrama, España, 1936), lo conocen solo sus amigxs. Sin embargo, cuando Vargas Llosa recibió el Premio Rómulo Gallegos en 1967 por su novela La casa verde, le dedicó su discurso al poeta Oquendo de Amat, quien publicara el magnífico 5 metros de poemas (Minerva, 1927). Amigo de José Carlos Mariátegui, fue perseguido por sus ideas de izquierda y murió de tuberculosis en un hospital de Guadarrama, España, en pleno inicio de la Guerra Civil, razón por la que permanecería anónimo por muchísimo tiempo. Ese es el Vargas Llosa que me gusta: el que amaba la justicia y admiraba a los poetas, el que honraba a sus muertos.

Escondiéndome de mis propias creencias, me he despedido de Varguitas, del ciudadano que creyó en la literatura como medio y expresión de las tensiones sociales, del que se afirmó en su arte, del que alguna vez pensó que otro mundo menos desigual era posible

No se puede escribir de Vargas Llosa sin condenar abiertamente sus ideas políticas. En una columna aparecida en el diario El País el año 2018 afirmaba que “el más resuelto enemigo de la literatura es el feminismo”, convirtiendo la literatura en un lugar intocable, romantizándola, como si en ella no se reprodujeran estereotipos de raza, clase y género, que son la base de nuestra educación sentimental. Lo que era una crítica política, él lo entendió como una censura. Más vergonzoso aún fue el Vargas Llosa que se asentó, en los últimos tiempos, entre ricachones, duquesas y señoras Preysler, y que salía en reality shows.

Y luego, aún más grave, su apoyo a políticos de derecha extrema en América Latina como Bolsonaro, Milei o Kast, enemigos abiertos de los derechos de las mujeres. Más aún, en el Perú, convertido en perseguido y enemigo político de Alberto Fujimori en los años 90, abandonó el país, pero en 2021 apoyó, en un gesto insólito, a la hija de este, Keiko Fujimori, contra el presidente Castillo, y posteriormente a Dina Boluarte, actualmente en el poder. Los peruanos vivimos el resultado: un país en crisis, cargado de corrupción, con un liderazgo desastroso que carga con la impunidad de más de 50 muertos. Ese Vargas Llosa es el que condenamos.

Pero el Vargas Llosa que recuerdo está en la estantería de mi casa familiar. Recuerdo las viejas carátulas de Los cachorros, La ciudad y los perros, Historia de Mayta, Conversación en la catedral, La casa verde, La guerra del fin del mundo, La tía Julia y el escribidor, El hablador, Pantaleón y las visitadoras. Todas novelas que hablaban sobre ser hombre en el Perú, y sobre lo difícil que es nacer en un país con tantas diferencias sociales, porque si en algo fue consistente Vargas Llosa en ese tiempo, fue en su rechazo al autoritarismo, que provenía de una relación profundamente confusa y abusiva con su padre, a quien por mucho tiempo creyó muerto. Por lo que resulta terriblemente indignante su apoyo a las dictaduras de derecha, sobre todo, después de haber escrito un libro como La fiesta del Chivo.

Los libros de Vargas Llosa con los que crecí me son inolvidables. Luego en la universidad no hacíamos sino buscar incansablemente Gabriel García Márquez: historia de un deicidio, libro censurado por él mismo después de su distanciamiento con Gabo. En la universidad también entendí que otro Vargas Llosa se mostraba en textos como Lituma en los Andes o el Informe Uchuraccay (sobre la matanza de ocho periodistas en 1983 en pleno enfrentamiento con Sendero Luminoso), en los que ensaya esa dicotomía que lo perseguiría toda la vida en sus escritos: civilización y barbarie. Para Vargas Llosa, que no comprendió a José María Arguedas aunque lo admiraba, los campesinos ignoraban la modernidad o se convertían en bárbaros asesinos o caníbales.

De algún modo, escondiéndome de mis propias creencias, me he despedido de Varguitas, del ciudadano que creyó en la literatura como medio y expresión de las tensiones sociales, del que se afirmó en su arte, del que alguna vez pensó que otro mundo menos desigual era posible. De ese cuyos libros estaban en los estantes de la casa familiar, del que hablaba con lxs jóvenes sin mirarlos por encima, del que abogaba por otros escritores, a pesar de sus diferencias políticas. De ese ciudadano me despido hoy, y al otro, mi repudio.

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Victoria Guerrero-Peirano, escritora, activista feminista y Fundadora del colectivo Comando Plath. 

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