Jessica Chastain brilla en ‘Memory’, la película más optimista del cruel director de ‘Nuevo orden'

El Festival de Cannes de 2017 trajo el hundimiento crítico de Michael Haneke pero, como en la misma edición Ruben Östlund ganó la Palma de Oro, no fue el fin para esa forma de entender el cine institucionalizada por el austríaco. Su Happy Ending se leyó como el agotamiento total de un modelo y sin embargo ahí estaba el triunfo de The Square, como astuto relevo que aseguraba su pervivencia. El cine de la crueldad, el cine abyecto o como queramos llamarlo —celebrado según la capacidad para remover traseros burgueses en los asientos— ni se crea ni se destruye, solo se transforma. Surgen herederos, nuevas fórmulas expandiéndose a través de las cinematografías, y si encumbrando algo después El triángulo de la tristeza Cannes no podía caer más bajo, fue solo por la suerte de que el Festival de Venecia ya se hubiera encargado antes de premiar Nuevo orden.

La película más polémica del mexicano Michel Franco, Gran Premio del Jurado en Venecia, venía a suscribir la moda del eat the rich y las sátiras anti-elitistas: una moda que ha asaltado Hollywood y el mainstream televisivo Succession y The White Lotus frente a Puñales por la espalda, El menú o la más reciente Saltburn— pero que, de forma en absoluto casual, antes había estallado en los circuitos europeos con Parásitos. El bueno de Bong Joon-ho, aunque fiel a los pálpitos que habían guiado su carrera desde el principio, descubrió un filón con esta Palma de Oro de 2019 al inyectar nueva vida a los escandalosos exabruptos contra la burguesía que llevaban décadas copando cierto cine de autor. El eat the rich parecía de repente más combativo y democrático. Y aún así, dentro de sus ligas seguían capaces de hacer el agosto tipos como Östlund.

La trayectoria de Franco se ha desarrollado en esta órbita. Declarándose admirador de otros nombres de prestigio cannois como Lars von Trier, ha perseguido desde su estética y planteamiento narrativo ser identificado con Haneke, e integrado junto a Östlund una tormenta perfecta de autocomplacencia cínica. La Fuerza mayor con la que el sueco había empezado a ser conocido latía en Sundown. El triángulo de la tristeza ofrecía a su vez un reflejo más manejable para Nuevo orden, luego de que Franco en 2020 hubiera tenido que lidiar con agrias críticas en su país natal por el retrato despectivo de esas clases bajas que se revolvían contra los ricos. Aunque supuestamente la película denunciara la opresión gubernamental y militar, Franco respondió a estas críticas asegurando que él mismo, comowhitexican, había sufrido en México el “racismo inverso”. 

Esta penosa actitud no deja de encajar, al final, con la verdadera naturaleza de gran parte de este cine. Hablamos de un cine sin un pensamiento realmente complejo que lo impulse, cuyo mayor ingenio pasa por leer tesituras históricas y encajarse en las ventanas de explotación más convenientes, que vienen a ser las susceptibles de recompensar unas formas concretas de crueldad. Pablo Caldera, en El fracaso de lo bello, asociaba a Haneke la “crueldad inyectada” como reverso de la “crueldad objetiva” que André Bazin rastreó en el cine de Luis Buñuel. Mientras que dentro de la segunda lo que es cruel es el mundo (no el director), en la primera es al revés.

La crueldad inyectada “incide entre representar la crueldad o performarla, entre ver crueldad o crearla, entre la imposibilidad de no ser cruel y la necesidad de serlo”. Haneke, y quien dice Haneke dice Östlund o Franco, “hace ejercicio de esta crueldad inyectada homogeneizando al espectador y al personaje, presuponiendo siempre lo peor de ambos”. La crueldad inyectada es lucrativa, en efecto, pero solo hasta un punto determinado y dentro de unos escenarios particulares. Si alguien quiere ir más allá de la culpabilidad burguesa que tan bien rinde en Europa, más le vale abrir un poco el foco y coquetear con el humanismo. Esto le ha salido bien a Yorgos Lanthimos, por ejemplo, pero también le salió muy bien al propio Haneke con Amor (segunda Palma de Oro y Oscar a Mejor película de habla no inglesa), y el espabilado Franco ahora lo intenta con Memory.

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Memory es una película hablada en inglés y protagonizada por actores de Hollywood como Jessica Chastain y Peter Sarsgaard (ganador de la Colpa Volpi en Venecia). Franco deja aquí de lado cualquier comentario de clase para, siguiendo la jugada de Haneke, ceñirse a una historia de amor asediada por la tragedia. Sarsgaard interpreta a Saul, un hombre aquejado de demencia e incapaz de mantener sus recuerdos. Chastain es Sylvia, una trabajadora social acechada por dolorosísimos traumas de su niñez y adolescencia. Mientras uno se obstina en intentar recordar, otra preferiría no hacerlo. Esta contraposición es de lo más jugosa a efectos dramáticos, y en consecuencia Franco permite brillar a sus intérpretes. Ambos están apabullantes. Le otorgan a Memory parte de la fluidez que Franco le escatima con unas estrategias que se resisten a morir.

Porque Memory sigue siendo una película de Michel Franco. Esto implica contención, estatismo y un ritmo pausado que no se altera por mucho que los personajes tomen decisiones descabelladas. También una pensada administración del shock, que al lidiar ahora con un tipo de historia distinta lleva a momentos muy logrados como el primer encuentro de Sylvia y Saul en una fiesta, y lo que sucede después. Esos minutos hacen malabares con la ambigüedad, el horror y un novedoso asomo de ternura, que justifican a Memory como una propuesta eficaz y, sin mucho problema, como el film más estimulante dentro del tremendista corpus del director mexicano.

Pese a todo las deficiencias de Memory —o, lo que es lo mismo, las limitaciones de su artífice— se evidencian tanto cuando quiere plantar más distancia de los recursos habituales, como cuando se zambulle sin sonrojo en ellos. En el primer apartado, la costumbre de Franco de no usar música como énfasis emocional da paso al ridículo abuso de un leitmotiv para los amantes, la conocida canción A Whiter Shade of Pale de Procol Harum. En el segundo, el propósito de lidiar desde la calidez con personajes heridos solo dura hasta que tiene la oportunidad de meter un sobrecargado giro dramático o un ruidoso enfrentamiento verbal, y entonces vuelve con todo su pedestre esplendor el Franco que conocíamos: ese que demuestra que la razón última por la que la crueldad es tan exitosa reside en que, simplemente, es lo más fácil.

El Festival de Cannes de 2017 trajo el hundimiento crítico de Michael Haneke pero, como en la misma edición Ruben Östlund ganó la Palma de Oro, no fue el fin para esa forma de entender el cine institucionalizada por el austríaco. Su Happy Ending se leyó como el agotamiento total de un modelo y sin embargo ahí estaba el triunfo de The Square, como astuto relevo que aseguraba su pervivencia. El cine de la crueldad, el cine abyecto o como queramos llamarlo —celebrado según la capacidad para remover traseros burgueses en los asientos— ni se crea ni se destruye, solo se transforma. Surgen herederos, nuevas fórmulas expandiéndose a través de las cinematografías, y si encumbrando algo después El triángulo de la tristeza Cannes no podía caer más bajo, fue solo por la suerte de que el Festival de Venecia ya se hubiera encargado antes de premiar Nuevo orden.

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