‘Los que se quedan’, un cuento de Navidad con el que Alexander Payne demuestra estar en forma

A Alexander Payne se le acabaron pronto las ganas de hacer sátiras. A lo largo de Election se iba notando en tiempo real cómo perdía interés por criticar la política estadounidense —a través de unas elecciones escolares— en favor del profesor de Matthew Broderick, cuyas miserias acababan devorando la película basada en la novela de Tom Perrotta. Desde entonces Payne no se alejaría de este tipo de perfiles, y quizá fuera lo apropiado: su entendimiento de la sátira, empezando por su debut Ruth, una chica sorprendente, suscribía un distanciamiento nihilista y conservador muy propio de esos años 90 donde su cine despuntaba. Pero Payne prefería hablar de personajes. Personajes que le importaran, cuya profundidad comprometiera los asépticos resortes del discurso satírico.

Así ocurrió que, cuando Payne quiso volver a ser ambicioso y trazar con Una vida a lo grande una reflexión de alcance social en 2017, nadie entendió muy bien qué pretendía. Los grandes éxitos de crítica y público habían llegado gracias a propuestas intimistas, conducidas por personajes que bastante tenían con entenderse a sí mismos como para encima discutir algún asunto de interés sociológico, y la mala recepción de esta comedia de ciencia ficción (o lo que fuera) con Matt Damon quizá explique que haya necesitado seis años para volver a dirigir, de cara a Los que se quedan. Es decir, Payne suele tomarse tiempo entre proyecto y proyecto. Pero el que Rose McGowan le acusara en 2020 de haber abusado sexualmente de ella quizá hiciera aún más aconsejable tomarse un tiempo para pensar.

El caso es que Payne vuelve con Los que se quedan, y no es que vuelva con lecciones aprendidas o algo así. Más bien es uno de esos personajes que tanto le gusta escribir y dirigir, al final de sus mejores películas, habiéndose reconciliado con la imagen de sí mismos que la voz en off describía al inicio. Siendo consciente de sus carencias, habiendo interiorizado lo que Una vida a lo grande expresaba de su propia subjetividad —un hombre diminuto buscando su lugar entre los devenires de la historia y el apocalipsis—, y replegando sus preocupaciones hacia un espacio que pudiera controlar. Al parecer la idea de Los que se quedan se le ocurrió viendo Merlusse, una comedia de Marcel Pagnol de los años 30. Recurrió al guionista David Hemingson, y ambos decidieron ambientar la historia en 1970.

Por entonces Payne tenía apenas 9 años, así que no sería de recibo valorar la factura de Los que se quedan —mimética con respecto al cine setentero en fotografía y logos— desde el prisma nostálgico. No estamos frente a un Licorice Pizza, o a cualquier otro espacio edénico de cineastas de mediana edad descontentos con el tiempo que les ha tocado vivir. O no exactamente, al menos, porque en realidad no se trata de un espacio rememorado, sino del feliz fin de una búsqueda particular. La que Payne lleva dos décadas desarrollando en pos de un lugar tranquilo y atemporal donde sus personajes —lo más preciado que tiene— puedan relacionarse para dar lo mejor de sí mismos. Los que se quedan es ese lugar.

O, más concretamente, lo es la Academia Barton de Nueva Inglaterra —una región donde Payne dice que “los cambios llegan muy despacio”, y que por eso habría sido tan fácil aclimatar a la iconografía setentera— durante la Navidad. El estricto profesor Paul Hunham (Paul Giamatti volviendo a trabajar con Payne tras la aclamada Entre copas) debe quedarse en el centro en plena festividad para vigilar a un alumno, Angus Tully (el debutante Dominic Sessa), que por culpa de su familia desestructurada no puede disfrutar de las vacaciones como quería. Les acompaña la cocinera de Barton, Mary Lamb (Da’Vine Joy Randolph), y a lo largo de su reclusión todos se irán abriendo y compartiendo traumas.

El argumento de Los que se quedan es tan simple como este, abonado a que Payne se recree en su oído para el diálogo, en sus estallidos de humor vitriólico y en sus pasajes de música lánguida. La ambientación, invernal y festiva, se da la mano con lo ocurrente del argumento para hacer de Los que se quedan una experiencia sumamente placentera, en torno a la cual ir contemplando sin prisa cómo los personajes —perfectamente interpretados los tres, aunque hacía mucho que Giamatti no reafirmaba de esta forma su talento portentoso— abandonan el caparazón y desvelan vulnerabilidades mientras construyen un núcleo algo así como familiar. En su soledad y desvalimiento —y contextualizados por las mejores fechas para ello—, Paul, Angus y Mary se encuentran, se conocen y se quieren progresivamente. 

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Y no ocurre mucho más, salvo las verdades existenciales que de sus charlas y tonterías podamos extraer. En este sentido Los que se quedan es una de las mejores películas de Payne no tanto por la cuidadosa delimitación de estos caracteres —de una sensibilidad que deja sin habla—, como por la energía con la que se proyectan a un cierto lecho literario, capaz de fluir hacia todo lo que de universal puedan conciliar nuestras existencias particulares. Tiene Los que se quedan una rara cualidad de historia “que siempre ha estado ahí”. Podría haberse rodado igual tanto en 2023 como bastante antes de 1970, y esto quizá se deba al poso J.D. Salingerel coming of age primigenio, antes de que fuera una etiqueta comercial— del que indudablemente beben tanto Payne como Hemingson.

La vida como una hermosa confusión, como una promesa amenazante, que se erige frente a cualquier ser humano sin importar su edad y experiencia —los tres protagonistas deberán aprender algo, y deberán saber al final que aún les queda mucho por aprender—, y que finalmente marida a la perfección con otras preocupaciones del guion en cuanto al valor de la enseñanza y la integridad. También marida, todo hay que decirlo, con una cursilería ocasionalmente indigesta, y con la constante sensación de que la película está tan encerrada en ciertas frecuencias apolilladas como lo están sus personajes. 

Porque, en fin, Los que se quedan no cuenta nada nuevo. Es una baratija con sabor a tradición y familia nuclear, alérgica a toda variable que pueda existir fuera de sus márgenes. Pero, ¿no es precisamente lo conocido, lo familiar, aquello que tanto disfrutamos cada Navidad?

A Alexander Payne se le acabaron pronto las ganas de hacer sátiras. A lo largo de Election se iba notando en tiempo real cómo perdía interés por criticar la política estadounidense —a través de unas elecciones escolares— en favor del profesor de Matthew Broderick, cuyas miserias acababan devorando la película basada en la novela de Tom Perrotta. Desde entonces Payne no se alejaría de este tipo de perfiles, y quizá fuera lo apropiado: su entendimiento de la sátira, empezando por su debut Ruth, una chica sorprendente, suscribía un distanciamiento nihilista y conservador muy propio de esos años 90 donde su cine despuntaba. Pero Payne prefería hablar de personajes. Personajes que le importaran, cuya profundidad comprometiera los asépticos resortes del discurso satírico.

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