‘La semilla de la higuera sagrada’, el adictivo thriller por el que Mohammad Rasoulof huyó de Irán
La sutileza es un privilegio. Una retórica fácil de emplear desde la confianza de que se está predicando a conversos, o dentro de un entorno seguro donde se aplaudirá la capacidad artística para decir las cosas sin decirlas y “colársela” a los agentes opresores. Si a Mohammad Rasoulof le hubiera interesado ser sutil en algún momento de su carrera, es posible que no hubiera ingresado en prisión repetidas veces durante los últimos 15 años. Metido a menudo en los mismos jaleos que su compañero Jafar Panahi, a Rasoulof se le ha prohibido rodar y salir de su país, acusado de hacer propaganda contra el sistema. El sistema: la dictadura islámica de Alí Jameini, que gobierna Irán.
Los intereses de Rasoulof como cineasta son, por tanto, eminentemente políticos. Entiende el cine como denuncia frontal a una injusticia terrible y palpable, y además —en lo que seguramente más irrite a sus detractores— lo entiende de una forma tremendamente arrogante. No se contenta con explicitar las brutalidades que sufre su país mediante ficciones rabiosas, sino que además suele tejerlas a través de personajes que no ceden: que se mantienen firmes ante el horror y, por tanto, contribuyen a que este horror empequeñezca y gruña impotente. Un hombre íntegro, se titula uno de sus últimos films. La vida de los demás, con el que ganó el Oso de Oro en Berlín, se componía de varias historias de hombres que se negaban heroicamente a ejercer la pena de muerte.
Llevando esta cuestión a un ámbito mucho más intrascendente, el cine de Rasoulof propone algo así como un desafío crítico. Su aparato formal es tosco, siempre está gritando, y no teme usar unos efectismos que llegaron a extremos incómodos en La vida de los demás, donde los condicionantes de los verdugos se revelaban a través de giros de guion que harían ruborizarse a Shyamalan. Es un cine, por decirlo así, bastante vulgar. Que de hecho gusta de ponernos en un aprieto si se pretende haber consolidado una cierta sensibilidad estética —el único proyecto serio al que puede y debe aspirar un crítico cualquiera—, y a la vez ser consciente de habitar un mundo donde hay cosas mucho más importantes que debates sobre la abyección de las imágenes y cosas así.
Es un cine de la urgencia, de la saturación de las convenciones estéticas —todas ellas de índole claramente burgués—, que al final no conduce a otra cosa que a la exigencia de tomar partido. Con La semilla de la higuera sagrada esta situación ha llegado a un posible punto de no retorno.
Rasoulof la rodó poco después de su enésimo encarcelamiento en 2022, al calor de unas protestas multitudinarias en Irán que habían comenzado por el derrumbe de la Torre Metropol y se solaparon con lo ocurrido con Mahsa Amini, joven arrestada por no llevar el hijab y muerta a causa de la brutalidad policial. Rasoulof salió de la cárcel en medio de unos disturbios históricos, que ponían el régimen de Jameini contra las cuerdas, y rodó la película de forma encubierta como él y el citado Panahi ya se habían especializado en hacer. Más tarde, cuando se supo que el Festival de Cannes la había clasificado para competir por la Palma de Oro, el cerco volvió a estrecharse sobre Rasoulof.
El director decidió huir del país llevándose consigo el metraje rodado de La semilla de la higuera sagrada, y lo editó en Hamburgo añadiendo imágenes reales de las protestas (y su represión) por la muerte de Amini. Con lo que Rasoulof se plantó en Cannes —y posteriormente en la carrera de premios, con una nominación al Globo de Oro a Mejor película extranjera— como un héroe que nos desafiaba a seguir esgrimiendo nuestros prejuicios estetas frente a la aguijoneante verdad por la que ha resuelto sacrificar su vida y su arte. La semilla de la higuera sagrada es, entonces, tan basta y grosera como sus films previos, solo que de una forma novedosa por ahora plegarse, toda ella, a una gigantesca metáfora. Casi tres horas de claustrofóbico drama familiar, nos propone.
Este drama familiar, pretende Rasoulof, encauzaría las dinámicas sociales de Irán a través de unos pocos personajes de constitución necesariamente simbólica. El ascenso de un padre (Missagh Zareh) como juez exige que su esposa y sus dos hijas alteren su convivencia según el deseo de aparentar un apego total al régimen, bastante complicado por cuanto ambas hijas son adolescentes y el país está inmerso en el caos por la terrible muerte de una joven. La primera mitad de La semilla de la higuera sagrada cubre entonces una tensión doméstica que no deja de crecer, para que a la segunda un brusco viraje la propulse al terreno de la metáfora, donde la desaparición de la pistola reglamentaria del padre interna la ficción en trasnochadas lindes freudianas.
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La repulsa hacia la opresión religiosa y el patriarcado marca La semilla de la higuera sagrada desde el principio —con un retrato muy sugerente de las interioridades del régimen a través de oraciones nocturnas e imágenes congeladas de los gobernantes—, pero va haciéndose más histérica a medida que avanza la trama, y los giros parecen más caprichosos por obedecer a una lógica discursiva y no narrativa. Sin embargo, y aquí está la clave por la que La semilla de la higuera sagrada es pese a todo un film magnífico, Rasoulof es lo suficientemente hábil como para no perder el foco. Al contrario de lo que pasaba en trabajos previos, donde la reivindicación era una losa inamovible que aplastaba a los protagonistas, aquí sabe que para mantener la convicción debe dejarles espacio.
Es entonces cuando brillan dolorosamente, imponiéndose a su calculada representatividad, las contradicciones de los personajes. El padre como timorata criatura superada por su deshumanizante trabajo y el rol masculino al que debe ajustarse. La madre (Soheila Golestani) confundiendo constantemente los límites entre ser madre, esposa o mujer iraní. Las hijas, desorientadas entre el miedo a lo desconocido y el arrebato emancipador. La semilla de la higuera sagrada, aunque esté a punto de hundirse en un clímax demasiado disparatado hasta para las tragaderas del europeo con las mejores intenciones, sabe sobreponerse a las rigideces de su aparataje a fuerza de narración pura.
Rasoulof, así, se consolida como narrador superdotado, llevando al espectador a donde quiere mediante diálogos afilados o absorbentes planos sostenidos —impresionante el que registra la pérdida de la pistola y las primeras pesquisas del padre—, y logrando que el abultado metraje pase en un agitado suspiro. La semilla de la higuera sagrada resulta ser entonces, antes que una metáfora esperpéntica, un ejercicio de suspense épico donde el febril empeño de meter toda una cultura en una burbuja es solo uno de los rasgos. Prima más el emocionar, el entretener, el cautivar, y hacerlo sin olvidar nunca el potencial político de tales verbos.