Spider-Man: Un nuevo universo nos dio esperanzas. La película, estrenada en 2018, amplió los horizontes de innovación de la animación mainstream, ensanchó las miras de toda una industria y trasladó con eficacia, quizá por primera vez en la historia, el auténtico espíritu de los cómics del Hombre Araña a la gran pantalla. Sin embargo, un lustro después, Spider-Man: Cruzando el multiverso, la secuela que llega a los cines este fin de semana, se ha empeñado en llevar esa revolución animada —que, en parte, salió de la mente de un español— de vuelta al redil. Debimos verlo venir.
El cine de imagen real ha dado tumbos durante décadas en busca de la fórmula idónea para plasmar la esencia de las aventuras del superhéroe creado por Stan Lee y Steve Ditko en 1962. No había manera de dar con la tecla: las sucesivas versiones de Spider-Man, que no por ello dejan de ser buenas, salían siempre demasiado adultas, demasiado infantiles, demasiado guais, demasiado nerds, demasiado dependientes del resto de justicieros de Marvel o no lo suficiente…
Al final, la clave resultó estar en el tejido. Ese espíritu, tan abstracto, era una cuestión de sinestesia. Las cruzadas de Spider-Man pertenecieron desde su origen a un terreno ambiguo entre lo irreal y lo impreso, lo inasible y lo puramente táctil: el tebeo. Y recuperando a través de la animación no solo la gramática, el sentido del espacio y el ritmo visual de los cómics, sino también su textura, fue como Spider-Man: Un nuevo universo se consagró como una de las adaptaciones audiovisuales más eléctricas del superhéroe.
Con esa clave dio un grupo multitudinario de creativos y técnicos desplegados alrededor de Phil Lord y Christopher Miller, productores —y guionista, en el caso del primero— de la película original. De forma algo contraintuitiva, el trío de realizadores responsable de ella ha sido sustituido por otra terna en Spider-Man: Cruzando el Multiverso, que sí vuelven a producir y escribir Lord y Miller y que continúa y amplía lo propuesto por el filme original, pese a los cambios en los nombres tras la dirección.
Resulta que, más allá de la dupla de productores, al ideólogo de la rompedora identidad visual de esta nueva estirpe de películas animadas del lanzarredes hay que buscarlo en España. Alberto Mielgo, natural de Torrelodones, es el artista que supo tocar la tecla adecuada para hacer de la bilogía lo que es ahora. Contratado para dirigir únicamente un par de pruebas de animación, el madrileño infectó la primera cinta con su inventiva pictórica tan profundamente que su influencia sigue pudiéndose detectar por momentos en la secuela.
Spider-Man: Cruzando el multiverso es el recordatorio de la fuerza con que permanece agarrada a la serie de películas de Sony Pictures Animation esa promesa de un futuro imaginativo, fiero y auténticamente libre que la visión de Mielgo vislumbró para el cine animado mainstream. Al mismo tiempo, nos señala lo ingenuos que fuimos al pensar que esa utopía podría materializarse en una cinta de superhéroes.
Esta secuela recupera a Miles Morales, el Spider-Man negro y de ascendencia puertorriqueña que conocimos en la primera película. Miles lleva un año tratando de compaginar su actividad superheroica con su vida adolescente —el clásico conflicto arácnido— cuando Gwen, la Spider-Woman de una realidad paralela con la que hizo migas en 2018, regresa para arrastrarlo a una nueva peripecia entre universos que involucra a cientos de versiones posibles del Hombre Araña.
Poco más se puede contar sin chafar alguna sorpresa, más allá de que el drama personal de Miles se pliega tanto sobre lo que significa para él ser portador de la máscara como sobre las historias de todas las demás encarnaciones del justiciero, cuyos destinos resultan estar enredados en una única y gran telaraña del devenir. En consonancia con el cine Marvel de live action más reciente, que también se obceca en el problema de las dimensiones alternativas, Spider-Man: Cruzando el multiverso es una odisea de casi dos horas y media armada sobre un único prefijo: lo meta.
Discernir entre forma y fondo no tiene sentido, si es que alguna vez lo tuvo, a la hora de desgranar las Spider-Man animadas de Sony Pictures. La pareja de películas —que en 2024 será una trilogía— establece un diálogo especialmente directo entre su trama y su efervescencia estética: cada personaje y su mundo están contados según una tradición pictórica distinta y a una velocidad diferente, un capricho visual que, mantenido durante dos cintas completas, acaba por convertirse en proeza vanguardista. Pero, además de todo ello, Spider-Man: Cruzando el multiverso es también un comentario sobre su propia existencia como producto.
Al prolongar su tratado sobre la textura como elemento crucial a la hora de percibir culturalmente a Spider-Man, la secuela puede pasar fácilmente por una simple extensión de la cinta original. Sin embargo, si Un nuevo universo abundaba en las potencias colectivas de un mito como el del justiciero a un nivel primario, Cruzando el multiverso es el testimonio de cuán fácil ha sido para la charcutería de Marvel supeditar esos poderes narrativos a meras dinámicas de mercado.
El desfile de referencias, hipervínculos y Funko Pops que es la trama de la secuela atraviesa la película a toda prisa y no sabría decir si estimula o adormece. Los efectos anfetamínicos de la desquiciada artesanía multimedia de Spider-Man: Cruzando el multiverso producen una agradable tumefacción y esta, a su vez, parece haber atado la recepción crítica de la película a dos supuestos: que la cinta combate al algoritmo y que para su inventiva no hay límites.
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En cuanto al primer enunciado, es el propio Miles Morales quien se rebela en la trama contra una idea rígida de cómo deben transcurrir las historias de todo Hombre Araña existente en el multiverso. De hecho, los lanzarredes alternativos hacen referencia a la necesidad de salvaguardar “el canon”, un concepto directamente prestado de los fans. En este sentido, se puede tomar la propia película como un Miles de la industria de la animación, enfrentada a las frías ecuaciones matemáticas que levantan el audiovisual mainstream de hoy. Pero ¿no es Spider-Man: Cruzando el multiverso simplemente la intensificación de determinadas virtudes de la película original, detectadas como categorías a explotar y sujetas a ese fatum trágico del cine de Marvel, es decir, su propio algoritmo?
El segundo supuesto se contesta solo. El embrujo de Spider-Man: Cruzando el multiverso está diseñado expresamente para generar la sensación de que, durante dos horas largas, no existe al otro lado de las puertas de la sala nada más que el mundo construido por la película, con sus propias reglas sacadas del libro gordo del marketing transmedia y donde no hay límites físicos ni psíquicos. No obstante, tan pronto como las luces del cine se encienden, dicho escenario se revela como un campo de juegos vastísimo y flexible pero indudablemente cercado por los lindes de hierro de la propiedad intelectual.
Esas dos falacias visten esta secuela, autora de la improbable hazaña de encontrar un tremendo conformismo en la ruptura. Mucho más emparentada con Spider-Man: No Way Home, otro oasis del cameo, de lo que sus creadores querrían reconocer, la cinta se esfuerza sin demasiado éxito en sincronizar el tiempo cultural y el ritmo de la vida moderna. Spider-Man: Cruzando el multiverso se desvive por acelerar el primero al ritmo del segundo, pero, en cuanto la película se acaba, regresamos con desazón a la realidad: que seguimos atascados en el mismo sitio de siempre.
Spider-Man: Un nuevo universo nos dio esperanzas. La película, estrenada en 2018, amplió los horizontes de innovación de la animación mainstream, ensanchó las miras de toda una industria y trasladó con eficacia, quizá por primera vez en la historia, el auténtico espíritu de los cómics del Hombre Araña a la gran pantalla. Sin embargo, un lustro después, Spider-Man: Cruzando el multiverso, la secuela que llega a los cines este fin de semana, se ha empeñado en llevar esa revolución animada —que, en parte, salió de la mente de un español— de vuelta al redil. Debimos verlo venir.