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Literatura

El cuento (fascista) de nunca acabar

A la derecha, con boina y gafas, el escritor falangista Rafael Sánchez Mazas, junto a políticos franquistas en 1939.

Y Gallimard tiró la toalla. El editor, que con ardor había defendido su propuesta, renunció a un proyecto que había suscitado controversias y levantado ampollas, encontrado defensores acérrimos y detractores tenaces. "En nombre de mi libertad de editor y de mi sensibilidad con mi época, suspendo este proyecto, al juzgar que las condiciones metodológicas y memoriales no se dan para contemplarlo de manera serena", se justificó Antoine Gallimard al anunciar su renuncia.

Hasta ese momento, y desde el instante en el que la venerable editorial anunciara su intención de recuperar (tras un repentino cambio de opinión de la viuda del escritor, la centenaria Lucette Destouches) tres panfletos antisemitas de Louis-Ferdinand Céline (Bagatelles pour un massacre, de 1937; L’Ecole des cadavres, de 1938 y Les Beaux Draps, de 1941), el mundo literario y político francés andaba convulsionado.

En diciembre, Frédéric Potier, al frente de la Delegación Interministerial para la Lucha contra el racismo, el antisemitismo y la LGBTfobia, convocó al citado Gallimard y al escritor Pierre Assouline, responsable de la edición. Más recientemente, el propio primer ministro, Édouard Philippe (autor, por cierto, de novelas policiacas), se pronunció al respecto: "Hay excelentes razones para detestar al hombre, pero no podemos ignorar al escritor ni su puesto relevante en la literatura francesa".

Unas palabras que provocaron la reacción inmediata de, entre otros, Serge Klarsfeld, abogado francés y cazador de nazis que siendo un niño, durante la ocupación, tuvo que ser escondido para salvar la vida. "Es probable que el primer ministro no haya leído ni una sola página de esos abyectos panfletos antijudíos", reprochó en un comunicado, "si no, no habría utilizado el argumento del puesto relevante de Céline en la literatura francesa para aceptar la publicación de estos panfletos". En su opinión, no es admisible que la clase política admita la difusión de "unos textos que llevaron a nuestros padres a la muerte".

"¿Se debe reeditar estos torrentes de injurias, contraverdades, sofismas, acusaciones delirantes, mentiras propagandísticas, visiones paranoides, llamamientos al odio y al asesinato?" se preguntaba el filósofo y politólogo Pierre-André Taguieff. Más aún cuando quien quiera leerlos puede hacerlo, porque están en Internet y han sido objeto de numerosas ediciones piratas mientras las organizaciones antirracistas admiten su impotencia.

"También se puede, muy legítimamente, estar preocupado por el aroma de respetabilidad que se conferiría a estos textos por su publicación en Gallimard. El ciudadano consciente de lo que está en juego es asaltado por imperativos contradictorios". Taguieff se preguntaba, además, si es deseable tratar esos textos como objetos históricos dotados de un valor documental y necesitados de una edición crítica.

El eterno retorno

¿Se puede detestar al Céline ciudadano y disfrutar de su obra? ¿Se puede separar al artista del ser humano? ¿Se debe? ¿Hay que juzgar la obra por la catadura moral de quien la genera? ¿Hay que renunciar a Wagner? ¿Hay que ver las películas de Polanski o Woody Allen?

Es la discusión interminable, también en España.

En 1983 y 1984, cuando, como diría Juan Manuel Bonet, publicar a según quién implicaba "excomunión automática por parte de algunos", Trieste, cuyo director literario era Andrés Trapiello, recuperó Las aguas de Arbeloa y Rosa Krüger, del escritor y falangista Rafael Sánchez Mazas.

Una década más tarde, la obra redimida (por Planeta) fue Madrid, de corte a checa, de Agustín de Foxá. Las crónicas reflejaron las discrepancias: Juan Marsé abominó de la "baba repugnante" que destilaba, en tanto que Pere Gimferrer o el mismo Trapiello defendieron la recuperación de estas obras de acuerdo a sus méritos literarios.

"Creo que la beatería de izquierdas no es peor ni mejor que la de derechas", declaró Trapiello. "Es la misma. Hace diez o doce años, en España podía uno haber editado a Unamuno, a Jiménez Fraud, a María Zambrano, a Ramón Gaya o a Gutiérrez Solana, pero como se te ocurriera editar las obras literarias de Sánchez Mazas o publicar un artículo sobre Agustín de Foxá, ibas aviado. Si te acercabas a ellos, siempre había un demente, medio catedrático medio comisario político, que te quería colgar a ti el sambenito de fascista".

Sabía de qué hablaba. Su labor editorial le valió a Trapiello (que es también autor del imprescindible Las armas y las letras, publicado originalmente en 1994 y posteriormente reeditado, remozado y aumentado), ser incluido por el recientemente fallecido Julio Rodríguez Puértolas en su Literatura fascista española (Akal, 1986, reeditado luego bajo el título Historia de la literatura fascista española), una "monumental disección de las cloacas de nuestra cultura, que levantó alguna polémica en el momento de publicarse", en definición de Alberto Olmo.

Seguían ambos, cada uno desde su perspectiva y experiencia, el camino que otros habían ya transitado. Entre ellos, José-Carlos Mainer, historiador de la literatura que en 1971 se atrevió con Falange y literatura, un trabajo también reeditado años más tarde. "La antología reúne, entre otros, textos de Julián Ayesta, Agustín de Foxá, Dionisio Ridruejo, Rafael Sánchez Mazas o Ernesto Jiménez Caballero ―apuntó Luis García Montero en su reseña―. A la hora de hacer recuento de historia literaria del falangismo, reconocemos algún hallazgo, alguna ráfaga de genialidad personal, un fondo sociológico de interés y poco más. La Literatura con mayúscula, pese a las sesgadas reivindicaciones que a veces se intentan alentar desde el pensamiento equidistante o desde las ideologías más reaccionarias, estaba en otra parte. No siempre en otro bando, pero sí en otra parte".

En el curso de estos años, ha habido un cambio en el tratamiento que la democracia da a la literatura y los escritores del fascismo español. "No sé si hay una relación estrecha y directa con la publicación de la novela de Javier Cercas, Soldados de Salamina (2001) ―escribió Jordi Gracia―, creo que no, pero lo que indica ese éxito formidable, social y no sólo literario, de una novela que trata de la guerra, y de un fascista cobarde [Sánchez Mazas], y del instinto de la virtud, es que había más gente pensando en lo mismo, o curioseando en cosas semejantes". En su opinión, "desde el fin de siglo se ha consolidado el tratamiento histórico y estético de una materia literaria que estuvo todavía maniatada por la hipoteca política heredada de la historia real, y también de la lectura (legítima) que había hecho el antifranquismo".

Lo cual no ha impedido el surgimiento de conflictos. En 2009 se cumplieron 50 años de la muerte de Foxá, y dos asociaciones culturales deseosas de rendirle homenaje literario solicitaron al Ayuntamiento de Sevilla un salón de actos. Petición que fue atendida. Y luego revocada para (según relato de Carlos Javier Galán) "evitar que se convierta 'en un acto de apología del franquismo' y –cómo no― 'por respeto a la ley de memoria histórica'". Como suele ocurrir, el efecto fue el contrario al deseado: "La prohibición expresa ha rescatado la figura de este escritor. Ayer, decenas de columnas periodísticas hablaban de Foxá".

Galán denunciaba, además, la doble vara de medir: "Alberti escribió poemas a lo más granado del totalitarismo criminal de su época, pero es un poeta como la copa de un pino y sólo un cenutrio discutiría su legado literario. ¿Qué miope renunciaría a que en su vida estuvieran presentes los versos de amor de Neruda por el hecho de que éste hiciera en una época apología del estalinismo?".

Y tampoco ha anulado las discrepancias. En 2015, David Becerra, en las páginas de La Guerra Civil como moda literaria, escribía: "La frase de Trapiello –ganaron la guerra, pero perdieron las páginas de los manuales de la literatura– se ha convertido en el buque insignia de los redentores por la vía de la estética que defienden la pervivencia del valor literario de los textos fascistas por encima de la Historia y las ideologías". Y a Jordi Gracia le reprochaba que, para él, "la ideología no se tiene en cuenta, solo vale el genio".

Leyendo a los lectores

Leyendo a los lectores

Preguntado al respecto de esas afirmaciones, Becerra respondía: "Reivindico una lectura histórica y materialista de la literatura. Nociones idealistas, y estáticas, como es la de genio, entendido como un individuo que es capaz de trascender su momento histórico, y asimismo la noción de arte como un discurso autónomo, neutral e independiente de la coyuntura histórica en que se produce, no me interesan en absoluto".

Defendía Becerra la necesidad de que el lector sea activo y crítico, que tenga que saber leer históricamente los textos, cuánta historia hay en un texto, incluso en un poema de amor. "Si solamente nos detenemos a medir la calidad literaria de un texto –que alguien tendrá que explicar en algún momento cómo se mide–, perdemos buena parte del sentido de ese texto. Por lo tanto, tratar de redimir a escritores fascistas poniendo en valor sólo su supuesta calidad literaria, y olvidando lo que esos textos dicen y legitiman, me parece un ejercicio intelectualmente muy pobre y poco honesto". En su opinión, hay que leer a los escritores fascistas, "pero sin desfascistarlosdesfascistarlos, sin desplazar de la lectura su sentido histórico y político, viendo cómo opera la literatura en la legitimación de un golpe de Estado. Si me paro sólo a contar metáforas, a celebrar el estilo, perderé buena parte del sentido del texto".

Hay tarea histórica y crítica para rato.

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