Cultura
Un enjambre de violencia, robos y delaciones: así fue la represión golpista en los pueblos
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El 31 de agosto de 1936, Luis Rivas Molina, maestro de Torremayor (Badajoz) y miembro de Izquierda Republicana, escribió a su cuñado Pepe, que esperaba noticias en el barrio sevillano de Triana: "Cuando se sepa la triste odisea de los pueblos de esta provincia se vendrá en conocimiento de que este ha sido el único pueblo que despreciando insinuaciones, órdenes, coacciones y amenazas se ha comportado con el espíritu de la más alta civilidad, pues aquí no se ha dado ni un solo caso de detención ni saqueo ni siquiera amenaza, por eso hoy el pueblo es libre en completa tranquilidad y sosiego". El pueblo de menos de 1.000 habitantes se mantenía en calma pese al caos que había estallado en la región con el golpe de Estado. Pero no duraría. El 2 de septiembre, un grupo de sublevados entraba en casa del maestro, la saqueaba y se lo llevaba detenido.
Esta es solo una de las 58 historias tristes, aterradoras y rabiosamente injustas recogidas en Por la sagrada causa nacional(Crítica), el último libro de Francisco Espinosa, uno de los principales investigadores de la represión militar en el suroeste durante la Guerra Civil, autor de libros como La justicia de Queipo (2000, ampliada en 2009) o La columna de la muerte. El avance del ejército franquista de Sevilla a Badajoz (2003). Este libro nace, como gran parte de su investigación, del Archivo del Tribunal Militar Territorial Segundo de Sevilla, que guarda lo poco que se ha conservado sobre los procesos militares abiertos tras el levantamiento militar de 1936. Es "la punta del iceberg", cuenta a este periódico, una pequeñísima parte de los muchos crímenes que se cometieron y que la dictadura fue eficaz borrando del mapa. Pero sí permite trazar un retrato fiel de la represión golpista en 49 pueblos de la provincia de Badajoz y, por extensión, delimitar el modus operandi de la represión en el mundo rural.
Porque el maestro Luis Rivas se equivocaba. Torremayor no era libre, solo esperaba. El falangista Victoriano Aguilar Salguero, uno de los jefes locales de Falange, tardaría solo unos días en presentarse con un pequeño grupo y llevarse de paseo al optimista Luis. El maestro no era el único que viajaba en el coche que les llevaba a Mérida, eran tres los detenidos. Pero a medio camino, en el cementerio de La Garrovilla, el dirigente falangista y un compañero requeté decidieron que hacer un camino tan largo era absurdo, y les fusilaron allí mismo. Cuando Luisa Gutiérrez, hermana de Pepe, se enteró de la muerte del marido, no tardó en fallecer ella misma. El cuñado acudió al rescate de las dos hijas del matrimonio, de 4 años y 21 meses, y cuando se enteró de lo ocurrido no dudó en denunciar los hechos para certificar la muerte del cuñado, del que no se tenían noticias, y que las niñas pudieran cobrar su pensión. La respuesta de Aguilar: él actuó "a tenor de las órdenes recibidas de fusilar a todos los individuos dirigentes o de marcada significación izquierdista". El caso se archivó en enero de 1939 sin que nadie asumiera ningún tipo de responsabilidad.
Una "pantomima" borrada de la historia
"El sistema de justicia militar no es solo que se mantenga hasta el final de la guerra, sino que —excepto en un momento que parece que se detiene, al final de la II Guerra Mundial, cuando no saben si van a ir a por ellos— dura hasta 1953. Es un periodo larguísimo", apunta Espinosa. En el libro señala cómo la justicia militar, que define como una "pantomima", fue un pilar esencial de la represión, justificando los crímenes cometidos y dándoles una pátina de legalidad y ética. En ocasiones, el proceso dependía de "la impresión que en el Tribunal produjese la cara de los procesados", según contó en 1937 el propio fiscal de la Audiencia Provincial de Cádiz. Por eso, no es que la documentación militar sirva por sí misma como documento fiel de la realidad histórica, porque Espinosa señala los juicios como actos "de parte" encaminados a defender siempre a los golpistas y, como mucho, depurar alguna manzana podrida, pero sí que sirven para analizar el sistema represivo que se fue poniendo en marcha desde aquellos días de julio.
Existe en el imaginario popular la idea de que la represión durante la Guerra Civil tuvo un cariz diferente en los pueblos, que fue más vengativa o violenta que en las ciudades, una idea generada en parte por la leyenda de la España negra. Francisco Espinosa lo niega: "Se fue igual de duro tanto en pueblos como en ciudades. Sí que se diferencian en que en los pueblos todo estaba más controlado, todo el mundo se conocía. Pero es verdad que esto sucedía también en ciudades como Badajoz o Huelva, pequeñas capitales de provincia". Y hay otra distinción: las fuentes documentales son aún más escasas en el caso de los pueblos. El historiador cuenta que fueron los militares los encargados de hacer un registro de los sucesos, sobre todo de las muertes, y que esta información se envió directamente a Madrid, donde acabó desapareciendo casi toda. "No sé cuándo llegaremos a saber la verdadera dimensión de la masacre", se lamenta. Hay algunos pocos casos donde los responsables militares decidieron, sin que se conozca por qué, inscribir en el Registro Civil los desaparecidos por bando de guerra. En Badajoz hay solo una veintena de municipios donde se dio esta situación. El resto es silencio.
El papel de Falange
Hay otro mito que el libro de Espinosa desmonta: la idea de que Falange fue la única responsable de la mayoría de tropelías cometidas durante la Guerra Civil y la posguerra, hasta el punto de llegarse a pensar que los represaliados corrían mejor suerte cayendo en manos militares que en manos falangistas. El historiador subraya que, en la práctica, eran las mismas manos. Porque es verdad que ahí están los miembros de Falange, robando gallinas y faenas de habas y de avena en Las Rocillas, pero en el mismo sitio estaban los militares apropiándose de los mismos animales y cosechas. En Santa Amalia se señala a los mandos militares como responsables del saqueo de una casa, y era incluso la Policía Municipal la que en Fuente de Cantos denunciaba a un vecino por asegurar que pronto los rojos ganarían la guerra, y era el comandante militar de Ribera del Fresno el que procesó a una vecina por comentar la toma de Málaga.
Por la sagrada causa nacional da cifras: si en noviembre de 1932, el partido nazi obtuvo en Alemania el 33% de los votos, en España Falange no pasó en febrero de 1936 del 0,4% de los votos. La presencia de la organización fascista antes del golpe de Estado era mínima, explica Espinosa, y aunque creció tras el 18 de julio los falangistas nunca podrían haber controlado por sí solos el territorio conquistado. En Badajoz, en 1936 ni siquiera hubo candidatura falangista. Los camisas azules se encargarían de la formación de las milicias, explica el historiador, pero los mandos militares procuraron que estas estuvieran siempre a sus órdenes, y de hecho persiguieron los casos en los que los falangistas o los matones de distinto tipo no lo cumplían. "En los setenta, [el ministro Rodolfo] Martín Villa ordena la destrucción de los archivos del Movimiento. Entonces se empieza a crear el discurso que responsabiliza a Falange de todos los crímenes cometidos, porque total, ya nadie era de Falange, a nadie le importaba", explica Espinosa. "Pero cuando miras la documentación militar te das cuenta de que en Falange eran cuatro gatos. ¿Y qué hacían? Pues recibir órdenes de los militares, que vieron que también les convenía tener un brazo político".
Saqueos y violaciones
En los casos militares rescatados de los archivos quedan numerosos registros de lo que nadie quiso que se recordara: el saqueo de falangistas, militares y milicias, que arrasaron con los bienes de todos aquellos que quedaron etiquetados como rojos. Dinero en efectivo, animales, cosechas, joyas, cuentas bancarias, coches, ultramarinos, aperos de labranza, bragas, servilletas y colchas... Todo fue arrebatado por la fuerza o mediante coacciones. "Iban a quedarse con todo lo que podían. Y a menudo se hacía en subastas que eran controladas por la Guardia Civil", señala el autor. O por supuestas suscripciones populares igualmente organizadas por los militares que tenían muy poco de voluntarias. Detrás de estos delitos, como de las muertes violentas y del maltrato, estaba también a menudo una institución informal conocida como "Consejillo", una reunión de las fuerzas vivas de la localidad fuerzas vivasintegrada por los propietarios de la tierra, capataces, mandos militares, sacerdotes y en ocasiones alcaldes o concejales. "Ese Consejillo muy poca gente sabía quién lo componía, porque se cuidaban de que así fuera, pero esos eran los que decidían quién iba a caer tal día o tal otro", defiende el historiador. "Los militares salían de allí con una lista". Estos Consejillos, claro, tampoco figuran en los archivos.
Como tampoco suelen dejar rastro las violaciones y los abusos contra las mujeres, hechos habituales durante toda la Guerra Civil y la posguerra que apenas fueron perseguidos por la justicia militar. En el libro, Espinosa cuenta cómo, ante una denuncia, se pedían primero recomendaciones sobre la víctima, y solo se investigaba si esta tenía un buen historial como mujer conservadora y católica, o en casos verdaderamente especiales. "Sabemos por fuentes diversas que la violación fue una práctica habitual en la época, en el avance de las columnas desde Sevilla hasta Madrid", dice el investigador. Aquí solo recoge dos casos, que fueron perseguidos por motivos diversos. En el primero, en Villafranca, la agredida fue una viuda de 76 años y el criminal, un soldado sublevado proveniente de Cádiz, por lo que la justicia local tuvo menos remilgos en condenarle. En el segundo, la denuncia de una mujer "izquierdista" de Montijo contra un falangista —mal considerado en el pueblo y por los mandos militares—, que se saldó con el sobreseimiento. "En prácticamente todos los casos se les quitaba importancia, y no han llegado muchas denuncias", dice Espinosa.
Los procesos recopilados por Francisco Espinosa en este y otros libros le llevan también a una conclusión: "Todas las sentencias que se dictaron por motivos políticos tienen que ser anuladas". Y tiene un caso cercano que explica el porqué. Manuel Iglesias Ramírez, abuelo de Pablo Iglesias, era de su mismo pueblo, Villafranca de los Barros. En una de sus investigaciones, dedicada a esta localidad, recogió gracias a los archivos militares las acusaciones de los golpistas contra él como militante del PSOE: le responsabilizaban de distintos crímenes cometidos en Madrid y Úbeda, incluidos incendios, robos y agresiones. Fue condenado a muerte, aunque finalmente recibió el perdón del Gobierno. Y fue precisamente esa información la que Hermann Tertsch utilizó para acusar al abuelo del vicepresidente de "la caza de civiles inocentes desarmados". El periodista acabó siendo condenado por un delito contra el honor del fallecido, pero Espinosa señala que "no se puede dejar que se tomen como referencia los consejos de guerra y las sentencias de aquella época". Espinosa cree que no puede sacarse otra conclusión de su trabajo en los archivos: "Hay que quitarle la validez judicial a estos documentos, se lo debemos a quienes fueron injustamente condenados".