Al otro lado del teléfono, Fatoumata Diawara (Bougouni, Mali, 1982) atiende a su hijo y da indicaciones de qué carretera seguir mientras contesta a la entrevista. Entre el ruido, su voz, pausada y decidida, parece manejar el caos con eficacia. Su nombre puede resultar ajeno aún al público español, aunque su concierto el próximo martes para presentar el álbum Fenfo, en el marco del festival Músicas del Mundo Madrid, la primera vez que pisa la capital, está a punto de agotar entradas. Actuó en la última gala de los Grammy, donde optaba a dos estatuillas. Su canción "Nterini" fue la número 8 entre las 65 mejores del pasado año para The New York Times. Se ha convertido en una de las principales figuras de la cultura africana, y sabe lo que eso conlleva: "La música es lo primero, y la voz de la mujer que quiero defender", dice con aplomo.
Las credenciales artísticas de Diawara son impresionantes: en 1999 debuta en el cine con GénesisGénesis, del cineasta Cheick Oumar Sissoko, que se hace con el premio Un certain regard del Festival de Cannes, a donde volvería con Timbuktu, de Abderramahne Sissako, que competiría por la Palma de Oro. Su paso por el teatro estuvo marcado por dos de las compañías más prestigiosas de Francia, la troupe Royal de luxe y el teatro Bouffes du Nord, en París. Su entrada en la música sería también por la puerta grande, colaborando con Dee Dee Bridgewater, Herbie Hancock, Cheikh Lô y Oumou Sangaré, la dama de la música maliense, que se convierte en su mentora. La nombra a ella y a Angélique Kidjo, otra de las grandes figuras de la música africana: "La libertad se paga caro. Exige muchísimo compromiso. Siempre intentan hacerte caer… Son mujeres verdaderamente fuertes, muy, muy fuertes".
Y ella es consciente de pertenecer a la misma estirpe. Habla de una infancia dura: a los 10 años, sus padres, que entonces vivían en Costa de Marfil, la mandaron a vivir con su tía en Bamako. En casa veía lo que le esperaba: su padre tenía 26 hijos con 4 mujeres distintas; su tía, 15. Rechazó un matrimonio concertado, se fugó de casa para girar con Royal de luxe y, al instalarse en Francia, cortó sus lazos familiares. Actúa, canta, toca, compone, y en bambara, su lengua materna. No le pesa ser un referente: "Viendo el tamaño del continente, el número de mujeres libres que pueden aportar su voz… No somos tantas. Me gusta ser un ejemplo". Ha elegido, dice, un mundo particularmente difícil para luchar. En Mali, desde luego, no hubiera sido sencillo abrirse paso. Pero pronto se dio cuenta de que en Europa tampoco: "El mundo de la música es muy difícil para una mujer, somos supervivientes".
La guitarra fue su amuleto. "Me dio mi libertad, porque sin la guitarra dependía de los músicos y sus golpes bajos. Me decían que podían acompañarme y luego desaparecían, debía anular conciertos solo por esa dependencia de los demás", recuerda. Con las seis cuerdas llegó la autonomía: la composición solitaria, "un soplo de libertad": "Fue la continuación de mi vida privada, porque en mi vida privada, como mujer, siempre me he peleado por ser libre, y en la música debía encontrar esa libertad". Porque con la voz no bastaba: allá donde iba, le insistían en que debía hacer reggae, o soul, o funk... "Pasaba más tiempo discutiendo sobre lo que quería hacer que trabajando", protesta, todavía con cierta exasperación. La guitarra le abrió la puerta a su estilo, a partir de la música wassoulou. No es reggae, no es soul, no es funk. "Es universal", dice con orgullo.
Pero la batalla no terminó ahí. Critica que "no se confía en las mujeres en tanto que instrumentistas, en ninguna parte del mundo": "Hay una mayoría de hombres en la música, así que no tienes un sitio, no va a ser a ti a quien llamen la primera, sino a sus colegas. Eso desmotiva, porque te dices que incluso siendo una virtuosa no vas a poder vivir de tu trabajo". Pero ella no iba a quedarse tocando para otros: es "una líder". "Cuando tienes tu propio proyecto, tienes otra energía, otra mentalidad, otra fuerza. Es difícil ser líder. Se nace líder, no se aprende. Lo tienes o no lo tienes", se lanza sin falsa modestia. Y no todas las mujeres lo tienen, dice, pero tampoco todos los hombres. "Y aun así el mundo de la música sigue siendo masculino. En Estados Unidos quizás vaya mejor", valora, "pero en Europa y en África es muy complicado".
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El ámbito de influencia de Diawara no ha sido nunca estrictamente musical o creativo. En 2013, mientras las tropas malienses y las tropas francesas luchaban contra los islamistas, que habían tomado el norte, y con la amenaza de la guerra civil en la nuca, la música dio un paso al frente. Reunió a 40 de las voces más relevantes de la música del país para grabar una canción, "Mali-ko", que significa pazpaz, con un mensaje: "¿De verdad queremos matarnos los unos a los otros? ¿De verdad queremos traicionarnos los unos a los otros? Recordemos que somos los hijos de la misma madre patria". En un país en el que la tasa de analfabetismo pasa del 70%, y donde la música supone un importante vehículo de educación e información, el tema se convirtió en un himno. Lo es aún, con la intervención militar francesa todavía en marcha y los sucesivos ataques islamistas. "Visto que nos empujan a ir hacia el genocidio desde hace varios años, esa amalgama de la sociedad de Mali, en esa canción, invita a la gente a reflexionar", cuenta. "Es una canción que ha marcado la historia de Mali y la gente aún me lo agradece".
Su compromiso público la ha ligado también a la lucha feminista, a la que no le reprocha, como sí han hecho otras mujeres racializadas, una ceguera más allá de los intereses de las mujeres blancas. "Son las mujeres africanas las que no están listas. Algunas sí, desde luego, pero no la mayoría. Viven en sociedades donde tienen otras prioridades, se preocupan de la cuarta o quinta mujer con la que su marido va a casarse, o por que una mujer divorciada sea mal vista...", reflexiona. "El movimiento ha influido mucho en mi generación, pero la generación anterior ha sufrido tanto… Los problemas son los mismos, pero no hay allí una voz política para sostener esta lucha, todavía no". En Youtube, los vídeos de sus actuaciones están jalonados de los comentarios de sus fans, muchas de ellas mujeres, muchas de ellas africanas, muchas de ellas de Mali. Fatoumata Diawara dice: "Todavía".
Al otro lado del teléfono, Fatoumata Diawara (Bougouni, Mali, 1982) atiende a su hijo y da indicaciones de qué carretera seguir mientras contesta a la entrevista. Entre el ruido, su voz, pausada y decidida, parece manejar el caos con eficacia. Su nombre puede resultar ajeno aún al público español, aunque su concierto el próximo martes para presentar el álbum Fenfo, en el marco del festival Músicas del Mundo Madrid, la primera vez que pisa la capital, está a punto de agotar entradas. Actuó en la última gala de los Grammy, donde optaba a dos estatuillas. Su canción "Nterini" fue la número 8 entre las 65 mejores del pasado año para The New York Times. Se ha convertido en una de las principales figuras de la cultura africana, y sabe lo que eso conlleva: "La música es lo primero, y la voz de la mujer que quiero defender", dice con aplomo.