Robben Island es una pequeña formación rocosa de cinco kilómetros cuadrados, situada en la bahía de la Mesa, apenas siete kilómetros de la costa de Ciudad del Cabo, en Sudáfrica. Cuando Nelson Mandela fue trasladado hasta allí en la mañana del 13 de junio de 1964, la isla llevaba ya tres siglos sirviendo como cárcel para presos comunes y presos políticos. El mundo quedaría allá lejos, tras esa estrecha franja de agua. Y a él le unían solo dos cosas: las visitas y las cartas. Al futuro Nobel de la Paz, percibido entonces como un peligrosísimo criminal, se le permitía una visita cada seis meses y una carta de tan solo 500 palabras, también cada seis meses. Las autoridades tardaron casi diez años en dejarle escribir y recibir seis cartas al mes. Echen cuentas: los cientos de misivas redactadas desde la celda por el que sería luego presidente del país que le encarcelaba son testigo, primero, de su largo cautiverio. Pero no solo. En las 255 que edita ahora el sello Malpaso se pueden leer, en un trazo ordenado y suelto, el dolor, la rabia y la capacidad de resistencia.
No todas las cartas llegaron. Algunas desaparecían misteriosamente sin que sus destinatarios las leyeran nunca, otras nunca abandonaron la prisión, y algunas lo hacían tan mutiladas por la censura que apenas eran una sombra de lo que habría deseado su autor. Por eso, el metódico Mandela llenaba libretas y libretas con copias de sus textos, para poder reescribirlos fácilmente si los guardias le indicaban que debía cambiar una frase o todo un párrafo. Igualmente, guardó un registro de sus comunicaciones. Lo hizo hasta el 11 de febrero de 1990, el día de su liberación, 10.052 días después del comienzo de su encarcelamiento. Aquel fue un día feliz, y un día soñado. El día al que hacía referencia Nelson Mandela en sus cartas, mientras su pelo se encanecía. Aquel "algún día". Uno que bien podía no llegar: condenado a cadena perpetua, el líder del Congreso Nacional Africano sabía que esa perpetuidad era mucho más que una calificación jurídica.
Las libretas. Aquellas libretas fueron clave para la composición de un libro-archivo que ha tardado diez años en nacer. En 1971, los agentes le requisaron dos cuadernos en las que había registrado los borradores de decenas de cartas. Mandela se quejó de ello a las autoridades, seguramente con más ánimo combativo que esperanza. Los creía perdidos. Los olvidó. Pero el carcelero encargado de vigilar los escritos del prisionero 466/64 había empezado a dudar de las bondades del apartheid. Donald Card dimitió. Pero, por un error administrativo, los papeles que tenían que dejar de llegar, aquellos que ya no quería descifrar y medir, los que ya no creía enviados por un terrorista, siguieron llegando. Y, en lugar de destruir las libretas, las guardó en un armario de su casa. En 2004, Card consiguió contactar con el ya expresidente y se los devolvió. Otras cartas tienen una historia menos luminosa: la mayoría provienen del archivo oficial, que conservaba incluso misivas que los censores jamás enviaron, que los familiares que las esperaban jamás abrieron. Muy pocas pertenecen a colecciones personales: aquellos mensajes quemaban, y los destinatarios no se arriesgaban a conservarlos.
En el volumen de 654 páginas se leen pequeñas escenas de la vida en prisión. Mandela —que siempre firma como N. R. Mandela, por Rolihlahla, su verdadero nombre de pila— solicita que le hagan una revisión oftalmológica, que se haga el giro necesario para continuar con sus estudios de derecho. Pero también verdaderos episodios de resistencia política: su esfuerzo por continuar formándose, estudiando incluso afrikáans, la lengua de sus adversarios; las cartas con mensajes en clave que trató de hacer salir de Robben Island, o su batalla cuando trataron de inhabilitarle como abogado alegando que había sido miembro del Partido Comunista, ilegalizado en los cincuenta.
Pero son también un retrato del dolor que le acompaña durante décadas. El de la muerte de su madre, a la que recuerda alejándose de él y de la prisión por última vez, consciente de que no volvería a verla. No le dejaron acudir a su funeral. O el del fallecimiento de su hijo mayor, poco después, al que no veía desde hacía más de cinco años. "Perder a una madre y al primogénito, y tener a tu compañera de vida [Winnie Mandela] encarcelada por tiempo indefinido, y todo en un período de diez meses, es una carga demasiado amarga para que un hombre la pueda soportar, incluso en los mejores tiempos", escribe a su mujer. Mandela está solo. Pide noticias de unos, de otros. Trata de hacer bromas, de dar consejos, de seguir los chistes. Trata de ser el padre al que sus hijos apenas recuerdan, y que no verán hasta que cumplan 16 años, cuando las autoridades les permitan al fin visitarle en prisión. Los fantasmas de lo no vivido, de la existencia relativamente plácida que tuvo que dejar a un lado, le persiguen a lo largo de los años. En 1971 escribe:
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¿Es aceptable que uno descuide a su familia por intervenir en cuestiones mayores?, ¿está bien que uno condene a sus hijos pequeños y a sus padres cada vez más mayores a la pobreza y a la inanición con la esperanza de poder salvar a las multitudes miserables de este mundo? ¿Es que no es el bienestar público algo remoto y secundario al de la familia de uno? ¿Es que el principio de que la caridad empieza en casa no debe aplicarse a las cuestiones sociales?
La que es seguramente su última carta escrita en prisión, pocas horas antes de su puesta en libertad, está teñida por el gris de la costumbre. En ella, se queja al director general de Prisiones de que la noche anterior le realizaron unas fotografías sin su consentimiento, y le indica que no autoriza su uso. Una última demostración de entereza como preso, antes de las que llegarían como hombre libre y político en activo. Y abajo, como el primer día, "N. R. Mandela".
Robben Island es una pequeña formación rocosa de cinco kilómetros cuadrados, situada en la bahía de la Mesa, apenas siete kilómetros de la costa de Ciudad del Cabo, en Sudáfrica. Cuando Nelson Mandela fue trasladado hasta allí en la mañana del 13 de junio de 1964, la isla llevaba ya tres siglos sirviendo como cárcel para presos comunes y presos políticos. El mundo quedaría allá lejos, tras esa estrecha franja de agua. Y a él le unían solo dos cosas: las visitas y las cartas. Al futuro Nobel de la Paz, percibido entonces como un peligrosísimo criminal, se le permitía una visita cada seis meses y una carta de tan solo 500 palabras, también cada seis meses. Las autoridades tardaron casi diez años en dejarle escribir y recibir seis cartas al mes. Echen cuentas: los cientos de misivas redactadas desde la celda por el que sería luego presidente del país que le encarcelaba son testigo, primero, de su largo cautiverio. Pero no solo. En las 255 que edita ahora el sello Malpaso se pueden leer, en un trazo ordenado y suelto, el dolor, la rabia y la capacidad de resistencia.