"Ilsa la de la Telefónica": un testimonio desde el corazón de la Guerra Civil

Cuando Ilsa Barea-Kulcsar (Viena, 1902-1973) pensaba en la Guerra Civil española, ya en la relativa protección del exilio inglés, veía sobre todo luz. La luz del mediodía, dibujando sombras afiladas en "los feos edificios de Madrid", la luz del atardecer, que los transforma en "bloques fantásticos delante de los montes del ocaso", la luz sobre la fachada de la Telefónica, entonces el rascacielos más alto de España, alzado en plena Gran Vía. La Telefónica, cuenta, era "la atalaya y símbolo de Madrid en aquellos primeros meses de sitio" en los que ella llegó a la capital. Entonces parecía que la República no llegaría a finales de 1936, acechada por la primera ofensiva del ejército fascista. Por eso aquel edificio tocado por la metralla y en permanente ataque parecía un símbolo de resistencia. 

La Telefónica, centro de prensa e inteligencia, se convertiría en el hogar de la política austriaca, que llegó a la ciudad como periodista y pasó pronto a trabajar para la censura republicana. No era la única: el rascacielos de la estadounidense IT&T, tomado por el Gobierno republicano, era un hervidero de corresponsales extranjeros e intrigas políticas. Pero también era un espacio, como todos, en el que se luchaba por sobrevivir. "Este destino común de la vida y la muerte al que nadie podía sustraerse", escribiría, "creó una cálida unión en el interior de los elevados muros de hormigón de la Telefónica, porque los que trabajaban y vivían allí se sentían como la avanzadilla de la muerte". La periodista retrataría ese ambiente en Telefónica, su única novela, escrita entre 1938 y 1939, publicada por entregas en un periódico austriaco una década después y editado ahora, por primera vez en castellano, por la editorial Hoja de Lata. 

 

"Nadie sabía de la existencia de este texto, se había olvidado", dice Georg Pichler, profesor de Filología Moderna en la Universidad de Alcalá y responsable de la edición. Ilsa Barea-Kulcsar jamás logró publicarlo en vida como libro, aunque trató de hacerlo en varias ocasiones, y las 70 entregas publicadas en el periódico socialista austriaco Arbeiter-Zeitung entre marzo y junio de 1949 fueron amarilleando en los archivos sin que nadie les prestara atención. Él, de hecho, llegó al texto de casualidad, gracias a la mención un tanto oscura de la escritora estadounidense de no ficción Amanda Vaill, que le guio hasta el original. "No era conocida como escritora, aunque sí como traductora", explica Pichler. Tampoco le sirvió su carrera política, siempre en la sombra, entre el trabajo de inteligencia y la formación de las bases. Ni el nombre de Arturo Barea, su segundo marido, autor de la mítica La forja de un rebelde pero "poco conocido en el entorno de lengua alemana". 

Barea y Kulcsar —este era el apellido de su primer marido, y con él aparecería en los documentos oficiales de la época— se conocieron precisamente en la Telefónica el 16 de noviembre del 36. "Llegué como periodista con periodistas, no muy bien recibida por el censor al cargo", recuerda en un texto titulado Madrid, Otoño de 1936. Ese censor sería Arturo Barea, que se convertiría tres días después en su superior en el servicio de censura, y más tarde en su pareja. John dos Passos hablaría luego de "los censores de prensa, un español cadavérico y una mujercita austriaca rolliza y de voz agradable". Estas breves memorias que relatan su estancia en Madrid las escribió Ilsa Kulcsar ya en 1965, por invitación del escritor alemán Hans-Christian Kirsch, que las incorporó parcialmente a la antología La Guerra Civil española según testigos oculares, publicada dos años más tarde. La versión completa, según el manuscrito original de 18 páginas, se publica en la edición de Hoja de Lata por primera vez. 

Como tantos corresponsales, Ilsa Barea-Kulcsar se había desplazado a España siguiendo una vocación tan militante como periodística. No es extraño que al poco de llegar acabara incorporándose a la censura de prensa operada por la República. Primero, por su conocimiento de al menos cuatro lenguas: además de su alemán natal, dominaba el inglés, francés y, con menos soltura, el italiano, a los que terminaría sumando el español. Pero la reportera observaba, además, que "los censores españoles (...) estaban en pie de guerra con la prensa", en parte por su desconocimiento del inglés y en parte por su férreo control, que provocaba que los corresponsales extranjeros acabaran enviando artículos a escondidas, en ocasiones erróneos, en otras, peligrosos, y en el mejor de los casos muy nocivos para la imagen de la República. En Madrid, Otoño de 1936, la autora da algunas lecciones de propaganda y comunicación de crisis, como su estrategia para dar a conocer las Brigadas Internacionales, sus visitas guiadas al frente o sus constantes disputas con sus superiores, particularmente con los mandos soviéticos. 

 

Ilsa Barea-Kulcsar, en la casa de Middle Lodge, en Eaton Hastings, durante su exilio. / HOJA DE LATA

En Telefónica, la novelista se sirve de estos conocimientos —la protagonista es un evidente alter ego de la autora, una corresponsal extranjera recién llegada a Madrid—, así como de su experiencia previa en la militancia antifascista en Austria, a caballo entre el Partido Obrero Socialdemócrata (SDAP) y el Partido Comunista (KPÖ), lo que le otorgaba una mirada lúcida sobre las abundantes intrigas políticas del frente madrileño. Pero la escritora relata también el día a día de los trabajadores y habitantes del edificio, desde las obreras a las clases dirigentes republicanas, que nunca le pasó desapercibido. "Cuando las mujeres de la limpieza empezaron a ofrecerme comida sin que yo la hubiese pedido o a darme toquecitos en el hombro", escribía en su texto autobiográfico, "supe que iba a obtener la ciudadanía dentro de la Telefónica". Así, el volumen se convierte en testimonio de la vida cotidiana de una ciudad que seguía viva bajo los bombardeos y la cercanía de las tropas sublevadas. No solo como organización popular de la retaguardia, a lo que Barea-Kulcsar dedica parte de su atención, sino como un enjambre que se empeña en continuar con sus tareas cotidianas, incluso bajo la amenaza de la muerte. 

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"Este es un texto que no busca ser literario, sino que cuenta una hazaña a los lectores para animarles a seguir el ejemplo. Como tantos otros de la época, es un texto de formación política", apunta Pichler. Por eso la autora termina con una nota de esperanza, confiando aún como lo hacía en que la democracia, frente al horror fascista, fuera un estadio que diera lugar más tarde a la utopía socialista. No es de extrañar que finalizada la II Guerra Mundial aquel relato de resistencia popular no resultara de interés: "Trata la Guerra Civil desde el punto de vista republicano, durante la Guerra Fría, y eso no era algo que se quisiera publicar". No en vano Barea-Kulcsar indica que "los corresponsales extranjeros (...) en su mayoría no eran tan favorables a Franco como hostiles al frente social y revolucionario de la Guerra Civil". Aquello no cambiaría tanto.

Barea y Kulcsar se instalarían definitivamente en Reino Unido, cerca de Oxford, asediados por las deudas —la familia dependía del empleo de Ilsa—, con una carga de trabajo insoportable, arrastrando ambos una mala salud, debido en parte a su carácter de fumadores compulsivos, y en el caso de ella también a su paso por prisión. Él moriría en 1957, debido a un infarto causado por un cáncer no diagnosticado. Ella lo haría en 1973, dejando inacabado su proyecto de publicar en forma de libro aquella novela, nacida de la luz y de las sombras que proyectaba con el atardecer el edificio de la Telefónica. 

 

Cuando Ilsa Barea-Kulcsar (Viena, 1902-1973) pensaba en la Guerra Civil española, ya en la relativa protección del exilio inglés, veía sobre todo luz. La luz del mediodía, dibujando sombras afiladas en "los feos edificios de Madrid", la luz del atardecer, que los transforma en "bloques fantásticos delante de los montes del ocaso", la luz sobre la fachada de la Telefónica, entonces el rascacielos más alto de España, alzado en plena Gran Vía. La Telefónica, cuenta, era "la atalaya y símbolo de Madrid en aquellos primeros meses de sitio" en los que ella llegó a la capital. Entonces parecía que la República no llegaría a finales de 1936, acechada por la primera ofensiva del ejército fascista. Por eso aquel edificio tocado por la metralla y en permanente ataque parecía un símbolo de resistencia. 

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