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'La democracia y sus derechos. La legislatura que cambió España'

Portada de 'La democracia y sus derechos'

A los veinte años de la presidencia de José Luis Rodríguez Zapatero, La democracia y sus derechos (Editorial Península) es un repaso a las leyes que definieron su gobierno y cambiaron España. Su nombramiento como presidente en 2004 marcó el comienzo de un ejecutivo que transformó el país y lo hizo pionero en materia de derechos sociales. En la presente obra, los autores, todos ellos juristas, analizan el legado legislativo del gobierno de Zapatero, que permitió avances en materias como la igualdad, la identidad sexual, la protección jurídica de las familias, el reconocimiento de las víctimas de la violencia política o la protección de las personas dependientes. Unas leyes que supusieron una profunda disrupción en un contexto social todavía anclado a los imperativos conservadores del pasado y que pusieron el foco, por primera vez, en temáticas que todavía hoy están en disputa.

Ante el avance de discursos políticos que abogan por un retroceso en los derechos conquistados, este libro es la reivindicación de una mejor política, la que prioriza el bienestar de los ciudadanos y los protege contra la discriminación, la intolerancia y la precariedad. Además del prólogo introductorio del presidente José Luis Rodríguez Zapatero y del epílogo de la socióloga Belén Barreiro -que adelanta infoLibre en exclusiva-, el libro cuenta con la participación de doce reconocidos juristas y políticos: María Ángeles Alcalá Díaz, Luis Arroyo Zapatero, Juan María Bilbao Ubillos, Francisco Caamaño Domínguez, Ana Carmona Contreras, Marina Echebarría Sáenz, Juan Fernando López Aguilar, Paz Mercedes de la Cuesta Aguado, Fernando Rey Martínez, Ana Ruiz Legazpi, María Esther Seijas Villadangos y María Solanas Cardín.

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Epílogo - «Cómo hemos cambiado...»

Belén Barreiro, fundadora y CEO de 40dB, expresidenta del CIS

Un legado para la sociedad. El Partido Socialista Obrero Español (PSOE) ganó las elecciones de marzo de 2004 con un programa que mostraba un claro cambio de prioridades con respecto al pasado: si en los años de Felipe González el énfasis se había puesto fundamentalmente en la modernización económica del país, con Rodríguez Zapatero fueron los/as propios/as ciudadanos/as los/as que adquirieron el máximo protagonismo y vieron cómo sus derechos y libertades se ensanchaban en muy poco tiempo. Así, mientras que entre 1982 y 1996 la única reforma que se abordó en materia de derechos fue la del aborto, con una ley moderada que despenalizaba la interrupción voluntaria del embarazo en supuestos puntuales, entre 2004 y 2011, se hicieron reformas de gran calado sobre los derechos de las minorías sexuales y la igualdad de género.

La agenda del Gobierno de Rodríguez Zapatero, con la clara impronta del republicanismo cívico (inspirado en el filósofo Philip Pettit), representaba también una renovación de la socialdemocracia con respecto a los proyectos que otros líderes progresistas de los países más avanzados habían tratado de poner en marcha desde finales de los años noventa, como Tony Blair en Gran Bretaña, Gerhard Schröeder en Alemania o Bill Clinton en Estados Unidos. Más que encarnar una Tercera Vía, como el laborismo británico, el socialismo del nuevo presidente español se construía sobre una noción fuerte de ciudadanía.

Las leyes de derechos y libertades aprobadas en aquellos años, prácticamente durante la primera legislatura, antes de que la Gran Recesión absorbiese la casi totalidad de los esfuerzos del Gobierno, formaban parte del programa electoral con el que el Partido Socialista había concurrido a los comicios de 2004. Como ahora, el contexto político tampoco era entonces favorable: en aquellos años, el Partido Popular (PP) dedicó todos sus esfuerzos a poner en práctica una estrategia de crispación basada en la crítica exacerbada de la política territorial, de la política antiterrorista (que culminaría con la derrota de ETA), y de la memoria histórica, los tres asuntos que, junto con la expansión de derechos y libertades, dotaron de contenido aquellos cuatro años. Pese al clima de crispación, el Gobierno logró centrar gran parte de sus esfuerzos en sacar adelante las leyes prometidas en campaña.

La labor legislativa del nuevo ejecutivo se inauguró con la Ley integral sobre violencia de género (LO de 1/2004, de 28 de diciembre), un «poderoso instrumento para derrotar al machismo criminal», como afirmó entonces el propio Rodríguez Zapatero. La ley trazaba un plan integral de actuación contra la violencia de género, que incluía medidas de sensibilización, prevención, detección, atención a las víctimas y tipificación penal de los delitos cometidos. Su aprobación se hizo por unanimidad, con los 320 diputados presentes en la sesión parlamentaria, incluidos los del Partido Popular. Pocos meses antes, en marzo de 2004, una encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) había revelado que el 91 por ciento de la ciudadanía creía que, en España, los malos tratos hacia las mujeres en el entorno familiar estaban muy o bastante extendidos. Un año después, el 92 por ciento manifestaba que la violencia doméstica hacia las mujeres era totalmente inaceptable. En aquellos años, la sociedad ya estaba ampliamente sensibilizada con este asunto. Y fue el Gobierno de Rodríguez Zapatero el primero que supo detectar cuán profunda era la preocupación social por la violencia hacia las mujeres, al margen del género, de la generación a la que se perteneciese e incluso de la ideología que se profesase. El país entero, sin fisuras, quería plantarle cara al «machismo criminal».

En esa misma legislatura, se aprobó también la llamada Ley de Igualdad, una norma que según defendió el propio Rodríguez Zapatero «hace justicia a las mujeres» (LO 3/2007 de 22 de marzo), pues aspiraba a eliminar los obstáculos que imposibilitaban la igualdad real entre géneros. La ley creaba el permiso de paternidad (de 2 semanas), extendía el permiso de maternidad, obligaba a las grandes empresas (de más de 250 trabajadores) a diseñar planes de igualdad en sus plantillas, abordaba el acoso sexual y la discriminación, y abogaba por un aumento gradual de las mujeres en los consejos de administración y en las listas electorales. La apuesta por la paridad también se vería reflejada en la composición de los Gobiernos de aquellos años, con porcentajes de ministras siempre por encima del 40 por ciento e incluso en algunos momentos alcanzando el 50 por ciento. En este aspecto, el socialismo del nuevo siglo también se revelaba muy distinto al de los años ochenta y noventa: no fue hasta julio de 1988, casi seis años después de la primera victoria socialista, que Felipe González incorporaría a dos mujeres en su gabinete (junto con 17 hombres). En 1996, su mandato vería su fin con tan solo tres ministras.

La sociedad española, tan sensibilizada con la violencia machista, era igualmente consciente de la difícil condición de la mujer en España, pese a las mejoras que había traído la propia democracia. En marzo de 2005, según el CIS, el 64 por ciento de la ciudadanía creía que las desigualdades entre hombres y mujeres eran muy o bastante grandes, aunque tres cuartas partes pensaba que se habían reducido con respecto a diez años atrás. El único ámbito en el que se reconocía que había igualdad entre mujeres y hombres era en el acceso a la educación, mientras que la mayoría pensaba que seguía habiendo desigualdad en los salarios, en las perspectivas de promoción profesional, en las oportunidades para encontrar un empleo, en la estabilidad en el puesto de trabajo, en la capacidad para conciliar la vida laboral y familiar y en el acceso a puestos de responsabilidad en las empresas y en la política.

Aunque la práctica totalidad de la población (el 89 por ciento) se mostraba a favor de que el Gobierno estableciese medidas que garantizasen la igualdad entre hombres y mujeres, no todas las normas que contemplaba la ley de igualdad recibían un respaldo tan abrumador. La ciudadanía era ampliamente partidaria del permiso paternal (81 por ciento), pero la paridad en las listas electorales, la garantía de equilibrio de género en los altos cargos públicos o la presencia de mujeres en los puestos de dirección de las empresas, si bien lograban el respaldo de la mayoría, no alcanzaban en ningún caso porcentajes de apoyo por encima del 67 por ciento. Entre los votantes conservadores, una mayoría muy ajustada respaldaba las medidas de discriminación positiva: a diferencia de la ley de violencia de género, la de igualdad sí recibió críticas por parte del PP, que se abstendría en la votación y que interpondría un recurso parcial de inconstitucionalidad con respecto a la paridad en las listas. Llama la atención la evolución de la opinión pública en estos ámbitos: así como el apoyo al permiso paternal no hizo más que crecer, hasta alcanzar el 90 por ciento en 2011, la presencia de mujeres en los puestos políticos y directivos fue en descenso. En el caso, por ejemplo, de la garantía por ley de presencia de mujeres en los puestos de dirección de las empresas, la menos popular de todas las medidas, el porcentaje de personas a favor pasó del 58 por ciento al 51 por ciento en apenas seis años. La posición crítica del PP, por tanto, terminó haciendo mella entre sus propios votantes.

Con todo, a ojos de la ciudadanía, la Ley de Igualdad permitió mejorar la situación de las mujeres en España: en lo que respecta al acceso a puestos de responsabilidad política, desde luego, pero también en general con respecto a la visión de la desigualdad entre hombres y mujeres. Así, si en marzo de 2005, el 64 por ciento consideraba que las desigualdades eran muy o bastante grandes, en 2008 lo pensaba el 52 por ciento. En 2017, sin embargo, cuando el CIS vuelve a preguntar a los/las españoles/las, el porcentaje había vuelto a aumentar muy considerablemente. La ciudadanía, por tanto, se mostraba muy sensible a la acción política: bajo Gobiernos progresistas con políticas feministas, hay más optimismo con respecto a la situación de las mujeres en España que bajo Gobiernos conservadores.

Por primera vez en su historia, España, un país de fuerte tradición católica y con una corta tradición democrática, se colocaba a la vanguardia

Entre la ley sobre violencia de género y la de igualdad, poco más de un año después de la victoria electoral socialista, el 1 de julio de 2005, el Gobierno aprobó la Ley de Matrimonio homosexual con la que, según las palabras de José Luis Rodríguez Zapatero, «los gais dejaban de ser ciudadanos de segunda». España se convertía en el cuarto país del mundo en equiparar los derechos matrimoniales de las parejas homosexuales y heterosexuales, tras Holanda, Bélgica y Canadá, que lo habían hecho poco antes, en 2001, 2003 y 2004, respectivamente. Más tarde lo harían otras democracias como Suecia (2009), Portugal (2010), Francia (2013), Reino Unido (2014), Estados Unidos (2015) o Alemania (2017). Que España otorgase un derecho tan fundamental una década antes de que lo hiciesen los dos países anglosajones cuna de la democracia liberal, es, cuando menos, sorprendente. Por primera vez en su historia, España, un país de fuerte tradición católica y con una corta tradición democrática, se colocaba a la vanguardia.

Como con las políticas de igualdad, el Gobierno socialista de Rodríguez Zapatero mostraba de nuevo una importante capacidad para interpretar la sociedad, para entender sus valores más profundos, sus prioridades y sus preocupaciones. En 1998, siete años antes de que se aprobase el matrimonio homosexual en nuestro país, España ya tenía una actitud de mayor tolerancia hacia los derechos de la comunidad LGTBI que otros países. En una encuesta mundial del International Social Survey Programme (ISSP), un consorcio fundado en 1984 que incluye en sus estudios hasta 58 países del mundo, el 50 por ciento de los/as españoles/as afirmaba que el sexo entre adultos del mismo género nunca es reprobable. El porcentaje medio para el conjunto de países era entonces del 29 por ciento, esto es, 21 puntos porcentuales menos. Datos del CIS de los años noventa muestran cifras similares: en 1994, el 53 por ciento creía que las parejas homosexuales debían tener los mismos derechos que las heterosexuales, aunque cuando se preguntaba específicamente por la posibilidad de contraer matrimonio civil, el porcentaje caía hasta el 46 por ciento. En junio de 2004, sin embargo, el apoyo al matrimonio homosexual había crecido ya hasta el 66 por ciento.

En este asunto, a diferencia de lo que sucedía en algunas de las políticas de igualdad de género, la opinión pública mostraba menos consenso: los votantes del PP estaban internamente divididos, entre un 44,3 por ciento por ciento a favor y un 46,9 por ciento en contra. Llama la atención, con todo, que los detractores solo superasen a los partidarios por 2,6 puntos porcentuales. Igualmente, es llamativo comprobar que los electores de los partidos conservadores nacionalistas apoyasen ampliamente el matrimonio homosexual. En este sentido, aunque había una cierta división ideológica, la fractura más importante era generacional. Entre las personas de 18 a 34 años, el 85 por ciento aprobaba la norma, mientras que, entre los mayores de 64, solo lo hacía el 32 por ciento. Era una ley, por tanto, que conectaba con los jóvenes, con las nuevas generaciones y que, en este sentido, miraba hacia el futuro, anticipando el apoyo social tan extenso que tendría este asunto años después.

La ciudadanía, sin embargo, se mostraba más conservadora con respecto a la adopción por parte de parejas del mismo sexo: aunque eran más los partidarios (48 por ciento) que los detractores (44 por ciento), no había una mayoría holgada a favor de esta medida, incluida en la ley. Entre los votantes del PSOE, el apoyo ascendía al 56 por ciento, pero solo uno de cada cuatro electores del PP se mostraba a favor de la adopción.

Con ese estado de opinión de los ciudadanos conservadores, los populares, que habían votado en contra de la ley (con la excepción de la diputada Celia Villalobos), interpusieron unos meses después de su aprobación parlamentaria un recurso ante el Tribunal Constitucional, solicitando la anulación del derecho a la adopción y el cambio de denominación del matrimonio igualitario. Pasarían siete años hasta que el Tribunal dictaminase sentencia, avalando la ley del Gobierno socialista. Tres años más tarde, en septiembre de 2015, el líder del PP y entonces presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, asistiría junto con la cúpula popular al matrimonio homosexual de un destacado miembro de su partido, Javier Maroto. Y un año después, una encuesta del CIS pondría de manifiesto el apoyo mayoritario de los votantes conservadores tanto al matrimonio homosexual (63 por ciento) como a la adopción (52 por ciento). Contrariamente al Gobierno de Rodríguez Zapatero, el PP había ido a remolque de la propia sociedad.

Se alcanzaban así cuotas muy altas de cumplimiento del programa electoral en todo lo referente a los derechos de las personas

Entre 2004 y 2011, hubo otras leyes que ensancharon los derechos civiles de la ciudadanía, como la que agilizó los procesos de separación y divorcio (Ley 15/2005, de 8 de julio); la de reproducción asistida (Ley 14/2006, de 26 de mayo); la que otorgó a los transexuales el derecho a cambio de sexo en el registro (Ley 3/2007, de 15 de marzo) o la de plazos del aborto (LO 2/2010, de 3 de marzo). El Gobierno socialista también amplió los derechos sociales de los/las españoles/as, destacando muy especialmente la Ley de Dependencia (Ley 39/2006, de 14 de diciembre), aprobada con el apoyo del PP. Salvo la ampliación del aborto, medida prometida para la primera legislatura, pero ejecutada en la segunda, el resto de las leyes habían formado parte del programa con el que el PSOE había ganado las elecciones de 2004. Se alcanzaban así cuotas muy altas de cumplimiento del programa electoral en todo lo referente a los derechos de las personas.

Caracterizar a las sociedades es una tarea tan fascinante como difícil. Se dice, por ejemplo, que los/as españoles/as pecamos de envidiosos/as. Esto es así: de los siete pecados capitales la envidia es el que más nos caracteriza, a gran distancia de la avaricia o la pereza, según un estudio que dirigí hace un tiempo. Igualmente, en los últimos años, las búsquedas en Internet relacionadas con la envidia han sido un 163 por ciento más frecuentes en España que en Reino Unido. Tenemos, sin embargo, otras virtudes. La más importante, desde mi punto de vista, es que formamos un país que profesa los valores adecuados, es decir, aquellos que, se mire como se mire, son los correctos. España es solidaria (a la cabeza siempre en donaciones, por ejemplo), y, sobre todo, tolerante. Como ciudadanía, somos propensos/as a aceptar la diferencia, a ser integradores/as con quienes viven, piensan o sienten distinto a como lo hace la mayoría. Los/las españoles/as somos empáticos, es decir, particularmente capaces de ponernos en la piel de los demás, de adivinar, comprender y respetar cómo son otras personas: a los inmigrantes, si se es autóctono/a; a los vulnerables, si se es favorecido/a; a los homosexuales, si se es heterosexual; o a las mujeres, si se es hombre.

En los estudios comparados contemporáneos, sobresalen dos datos. Por un lado, España es el país europeo con más personas feministas: según un estudio de Ipsos de 2023, el 53 por ciento de los/as españoles/as se definen así mismos/as como tales, un porcentaje muy superior al de Alemania (31 por ciento), a la que le sacamos 22 puntos porcentuales de ventaja en feminismo, pero también muy por encima de Reino Unido (38 por ciento), Holanda (42 por ciento), Suecia (42 por ciento), Francia (45 por ciento) o Portugal (46 por ciento).

La incidencia del feminismo en España, según este estudio internacional, se asemeja a los datos que maneja 40dB, la empresa demoscópica que dirijo. En nuestros estudios, se observan pocas diferencias entre generaciones, si bien hay más feministas entre las mujeres que entre los hombres (pero siendo el feminismo mayoritario en ambos grupos). El disenso se produce sobre todo entre progresistas y conservadores: los votantes del PP están divididos, aunque entre ellos hay algo más de detractores del feminismo que partidarios, mientras que entre los electores de Vox, las personas que se identifican con el feminismo suman aproximadamente un tercio. La excepción, de nuevo, son los partidos de centroderecha nacionalistas: sus bases de apoyo son mayoritariamente feministas.

Si hay un Gobierno en nuestro país que ha sabido entender la esencia de cómo es la sociedad española, su feminismo y tolerancia, este ha sido, sin duda, el de José Luis Rodríguez Zapatero

A finales de agosto de 2023, estalló en España el caso Rubiales, poniendo de nuevo de manifiesto el compromiso de la sociedad española en su lucha contra el machismo. En la final de la Copa mundial femenina de fútbol, el entonces presidente de la Federación española de fútbol, Luis Rubiales, besó en la boca a la centrocampista Jenni Hermoso contra su voluntad. El hecho se convirtió en un escándalo internacional mayúsculo, abriéndose el «Me Too» español, con una ola de mujeres denunciando episodios sufridos en sus propias carnes. En septiembre, una encuesta de 40dB para El País y la Cadena SER mostraba que el 72 por ciento de la ciudadanía tachaba de inadmisible el comportamiento de Rubiales. Los porcentajes ascendían a más del 80 por ciento entre los votantes de los partidos de izquierda, pero incluso entre los electores del PP, los/as indignados/as con este episodio sumaban el 70 por ciento. Entre los de Vox, una persona de dos tachaba de inadmisible la actuación de Rubiales.

Además de por ser feminista, nuestra sociedad también destaca por mostrar una abrumadora aceptación del matrimonio homosexual. Un estudio a las poblaciones de 32 países del Pew Research Institute de 2023 coloca a España en el tercer puesto de países más favorables, con un 87 por ciento de apoyo, únicamente por detrás de Suecia y Holanda, con cifras muy similares (92 por ciento y 89 por ciento, respectivamente). Llama la atención que la brecha que se observa por género, edad e ideología sea considerablemente más estrecha en España de lo que lo es en otros países. Casi veinte años después de la aprobación de la ley del matrimonio homosexual, la sociedad española la respalda casi unánimemente. Todo indica, además, que se trata de un consenso sincero, sólido, bien asentado; no parece que se deba a mera deseabilidad social. Así, mientras que solo el 58 por ciento de los/as suecos/as afirma que apoyaría a su hijo/a, hermano/a o familiar cercano si se declarara gay, lesbiana o bisexual, en España, pese a estar ligeramente por detrás de Suecia en respaldo a la ley, lo haría el 82 por ciento.

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Esta tolerancia hacia la comunidad LGTBI se extiende igualmente a otras minorías. Un Eurobarómetro de 2021 ponía de manifiesto que España se situaba muy por encima de la media europea cuando se preguntaba a la ciudadanía si se sentiría cómoda con un inmigrante como amigo/a, compañero/a de trabajo/a, vecino/a o miembro de la familia: el 88 por ciento decía que sí, mientras que entre el conjunto de europeos/as lo hacía el 64 por ciento.

Si hay un Gobierno en nuestro país que ha sabido entender la esencia de cómo es la sociedad española, su feminismo y tolerancia, este ha sido, sin duda, el de José Luis Rodríguez Zapatero. Y lo hizo hace veinte años, cuando ninguno de estos valores estaba de moda, cuando nadie había sabido aún ver que formaban parte del ADN de la sociedad española. Las leyes aprobadas en aquellos años, que dotaban a la ciudadanía de más derechos, respondían a lo que la mayoría social realmente deseaba, aunque, hasta entonces, apenas hubiese tenido la oportunidad de expresarlo. Con la agenda de derechos del Gobierno socialista no solo se dio respuesta a muchas inquietudes sociales, algunas de las cuales parecían soterradas o silenciadas (por ejemplo, la violencia machista), también se marcó cuál sería el rumbo en los tiempos venideros.

Cabe pensar que la sociedad española, tal y como la conocemos hoy, no habría sido como es sin aquellas reformas. Es muy posible que España no hubiese despuntado de la manera en la que lo hace ni en feminismo, ni en tolerancia, valores que, sin lugar a duda, no solo nos hacen mejores, sino que son lo mejor de lo que somos. José Luis Rodríguez Zapatero debía de ser muy consciente de ello el día en el que se aprobó la Ley de Igualdad al afirmar que esa norma estaba «llamada a transformar para bien, radicalmente y para siempre la sociedad española».

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