La agonía de la calamidad

M. La hora del destino

Antonio Scurati

Editorial Alfaguara (2024)

La nieve, el hielo, la ventisca que congelan el tuétano a cuarenta bajo cero en los cercos a las soviéticas Moscú y Stalingrado. El sol que incendia la piel y la arena que succiona los pies en los desiertos norteafricanos de Tobruk y El Alamein. La lluvia glacial que germina barro y desorientación en la frontera de Grecia y Albania. Las montañas de los Alpes franceses donde los soldados y los mapas italianos pierden las coordenadas. La conjura meteorológica, la conspiración del clima extremo contra los más extremistas. Derrotas en los frentes. El pasmo en la frente de dos aliados irreconciliables, Hitler y Mussolini. "La carne contra el hierro".

Morder el mal infligido por nazis y fascistas, convencidos del fulgor de su victoria para sojuzgar el mundo. La hora del destino. Rebajar el miedo al terror de unas doctrinas armadas, su lucha. "En el siglo XX las guerras no se ganan con los ejércitos sino con las ideologías". Idearios de sangre reducidos a un verbo. "Toda su esperanza humana se resume en esa palabra violenta y vulgar, a la que siempre ha entregado sus deseos, en la guerra como en el amor: aplastar". Scurati atribuye este infinitivo de infierno a Mussolini. Antesala del epíteto infinito de Hitler: exterminador, con acepción excluyente: "abrumar al enemigo por debajo de tu nivel de civilización. Aniquilarlo".

El Führer y el Duce, dos dictadores asimétricos sobre un Eje de ejércitos donde también milita el lejano Japón. "La Italia de Mussolini es el único verdadero aliado de la Alemania nazi". La impetuosa invasión germana de Polonia, Checoslovaquia, Austria, Holanda, Bélgica y, sobre todo, Francia enardece al italiano. Ansía participar en el festín del reparto. El 10 junio de 1940, declara la guerra a ingleses y franceses, ya vencidos, para sentarse a la mesa con una carta de reclamaciones más extensa. Mientras minan el mundo, los dos tiranos se reúnen quince veces. Dos islas de necesidad. El nazi apuntala al fascista para no duplicar el hundimiento. "Hitler cree en el destino. Cree que la caída del único hombre que no le hace sentirse solo en el mundo sería también la suya". No hay querer, solo egolatría.            

Las derrotas italianas –a los pocos meses de exhibir su furor guerrero– ceban la soberbia alemana, escudada en sus conquistas con militares mejor pertrechados. Pienso que engorda la desconfianza y el cinismo entre las dos partes de una misma trinchera. En la orilla fascista: "Mussolini siente que los intereses alemanes entran en conflicto con los italianos". Goebbels, artífice de la propaganda gamada, expresará la arrogancia aria: "los italianos han llevado a la ruina todo el prestigio militar del Eje… Son una raza neolatina". La alianza del desprecio tras el fracaso de las tropas mussolinianas en su intento –no anticipado al socio– de invadir Grecia. "La Italia fascista ha demostrado ser incapaz de librar su propia guerra por sí sola". El recelo, sustrato del rencor. El Duce descalifica al Führer: "Es un histérico… Demasiado me hizo sentir y pesar su bondad, su generosidad, su fuerza y superioridad". "Odio a los alemanes. ¡Este trágico bufón!", arremetió antes de avistar su propio desplome.                                                                                          

Nunca derivó en ruptura esta relación desequilibrada de dos de los mayores desequilibrados de todas las épocas. El envés de su perturbación fue Stalin. Hitler dobló el engaño. Al sátrapa bolchevique, con quien había pactado no agredirse, en 1939. Y a Mussolini, por no anunciarle su invasión de la Rusia soviética. El fascista está "en la playa con su familia" mientras desfila la Operación Barbarroja. "Las dos ideologías totalitarias del siglo… se aprestan a batirse". Los escuadrones y tanques nazis violan la frontera rusa el 22 de junio de 1941. Estalla "la batalla más colosal de la historia de la humanidad". Los alemanes la pronostican como una tormenta: "la Rusia de Stalin será borrada del mapa en ocho semanas". Aunque desavisado, Mussolini se acopla a la cruzada nazi-fascista contra el "marxismo asiático". "Una guerra de ideologías y diferencias raciales y tendrá que librarse con una dureza sin precedentes, despiadada y sin tregua", puntualiza el Führer. El paseo militar por los campos en verano les impide detectar el cepo urbano que los atrapará. Moscú y Stalingrado se acorazan. El otoño cae temprano y el invierno apresura su crudeza: apuesta todo al rojo para negar el negro. Diciembre de 1941. Decenas de miles de alemanes y de italianos perecen en la primera retirada. Una "legión fantasma" de blancos imperfectos abatida en la estepa blanca.

"Como piedra en el río", no regresaron. La muerte de sus soldados no nubló a Mussolini una sensación de íntima victoria. Miseria moral. A él, que ha somatizado otras pérdidas, la derrota alemana "lo hace feliz". Confiesa a Clara Petacci, su joven amante hasta sus finales: "quizá los alemanes comprendan que se equivocaron…" con Rusia. No. Retornarán, tropezarán en la misma helada. En febrero de 1943, Hitler escribe a Mussolini, "lucharé en el este, hasta que este coloso se derrumbe, y ello con o sin aliados". "Me pregunto si no es demasiado arriesgado repetir la lucha contra el espacio infinito y prácticamente inalcanzable y esquivo de Rusia", responde un Duce dubitativo.

El fascista no se desancla del nazi. Le sugieren una paz en solitario con los soviéticos. En mayo de 1943, el rey de Italia, Víctor Manuel III, le pide saltarse el Eje. "Deberíamos pensar muy seriamente en la posible necesidad de desvincular el destino de Italia del de Alemania". Mussolini se niega. "Hablar de paz por separado es de idiotas". Acelera la cuenta  atrás hacia la hora del destino.

Veinte años de fascismo no sucumbirán por las derrotas en los reductos de un imperio menor en el norte de África. No los matará la traición de amigos asesinos en los Balcanes. No se acabarán por la impericia militar en las cordilleras de Grecia y de Francia. Los aplastarán la contumacia del pacto con Hitler y no levantar las levas del frente ruso. Los arrasará una alocada declaración de guerra a Estados Unidos cuando Japón atacó Pearl Harbor. Los acabará su enfrentamiento con la astucia británica. Los dinamitarán las bombas aliadas sobre Roma y Nápoles y Génova, y el desembarco en Sicilia.

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"Todo se quiebra, se hace añicos en mis manos… Todo ha sido inútil… Sí, soy un fracasado", confiesa Mussolini a Petacci. Diecinueve fascistas –de veintiocho posibles– apuntillan a su Jefe, "solo entre todos ellos". El momento M., las dos y media de la madrugada del 25 de julio de 1943. Concluye "un instante en el tiempo y toda una era, un recuerdo confuso y una melancolía creciente, un día y toda una vida". A las cinco de la tarde, el monarca lo descabella. Lo trasladan en una ambulancia a la Academia de carabineros, su cárcel provisional. "El inventor del fascismo ha caído así, sin hacer ruido". Duce sin atributos.

Queda colgar el desenlace de M., pendiente para abril del 2025, ochenta años después de la liberación de Italia y de Europa. El último destino del hijo del siglo. Tres mil páginas de una saga donde perciben su reflejo los fascinados por el fascismo. Vetan a Scurati desde el poder ultra en su país. Populismo que carcome el sistema desde el sistema. Aniquilar ideas. Blanquear las camisas negras o pardas o azules. Camadas de calamidad.

* Prudencio Medel es periodista.

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