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El ajuste de cuentas históricas de Sofi Oksanen

Dos veces en el mismo río: La guerra de Putin contra las mujeres

Sofi Oksanen

Editorial Miradas Salamandra (2024)  

Ucrania, campo de batalla y alegoría. Guerra y Purga. Sofi Oksanen regresa al país escenario de su última novela, El parque de los perros, y el descarnado y punzante negocio de los vientres de alquiler o la gestación subrogada. El trato económico con personas, legal o no, reprobable o tampoco. Retorna también a las violaciones como crimen de guerra, y al tráfico implícito con mujeres, como en el mejor texto literario europeo en 2010. Su tía abuela, sin nombre, en Dos veces en el mismo río es una transposición de Aliide, coprotagonista de Purga. Las dos estonias. Interrogadas, maltratadas, torturadas y violadas por los soviéticos. La imaginada habló. La real enmudeció al volver a casa, en 1944. De su garganta apenas afluyó un “sí, déjame”, “Jah, ära”, terminante, imperativo ante cualquier pregunta. Astillada, no tuvo ninguna relación más, no se casó, no tuvo hijos, vivió con su madre hasta el vacío.            

Oksanen, finlandesa de nacimiento y, sin embargo, estonia por rama materna, se siente acreedora de la vecina Rusia, país que “nunca existió sin imperio”, sostiene. (El historiador británico Orlando Figes apoya esta tesis en su reciente Historia de Rusia. Atmósfera que envuelve, también, El amante polaco, de la mexicana Elena Poniatowska, al descubrirnos a su pariente, el último rey polaco, Stanislaw Poniatowski, y su pasión aturdida, hasta despersonalizarse, por la zarina/emperatriz Catalina la Grande). La escritora pide cuentas por el daño impune a su antepasada. Precedente de las ucranianas, sus herederas vejadas estos días. “Década tras década, Rusia sigue perpetuando un crimen sin castigo y un castigo sin crimen”. Carece de novedad, una reiteración en el frente, dos veces en el mismo río, corriente estancada. La misoginia, la aversión a lo femenino. La autora nórdica considera las violaciones como un método bélico, “una de las armas más antiguas del mundo porque es barata, efectiva, tiene un efecto intergeneracional y no requiere logística, mantenimiento técnico ni modernización”. Un crimen de guerra “históricamente subestimado”, categoriza.                                                                                                              

La narradora de Cuando las palomas cayeron del cielo, donde imbrica nazismo y comunismo, solapados y sucesivos en las mentes estonias –y en las ucranianas, por parecida trayectoria–, propone elevar a genocidio los ultrajes en tiempos marciales. Más abundantes los abusos contra las mujeres, quienes lo llaman violación cuando denuncian, pero frecuentes, asimismo, contra hombres que, a hurtadillas, lo denominan tortura. Lo difícil, probar las afrentas como preámbulo del exterminio. En el estrado, genocidio y crímenes contra la humanidad. Raphael Lemkin y Hersch Lauterpacht, los abogados judíos que nombraron dos delitos imprescriptibles y de contornos no siempre deslindados, debatieron con encono y doctrina para que los juicios contra el hitlerismo en Núremberg aceptaran esas definiciones. No fue entonces, sí poco después. Philippe Sands desmigaja en Calle Este-Oeste una discusión que marcó el rumbo para dictaminar sobre las transgresiones universales más inmundas.

Recuerda Oksanen otros ilícitos actos inhumanos, atroces. Los cometidos con los musulmanes bosnios en Srebrenica, en la ex Yugoslavia, en Siria e Irak contra las mujeres yazidíes, las matanzas racistas de negros en Darfur, Sudán, o la demolición de los tutsis ruandeses. Este conflicto ocasionó la primera sentencia por genocidio. En 1998, el Tribunal Penal Internacional para Ruanda condenó a cadena perpetua a Jean Paul Akayesu, exalcalde de Taba, ciudad de ese país, por ordenar la violación y asesinato de personas de la etnia tutsi. Japón esquivó esta condena por sus estaciones de consuelo o de confort (eufemismos ofensivos), donde su ejército prostituía a esclavas sexuales (sin paliativos) o mujeres de solaz (atenuación insultante) reclutadas a la fuerza para forzarlas múltiples veces cada día. Entre cincuenta mil y doscientas mil niñas y adolescentes, vírgenes, de Corea, China, Vietnam, Filipinas y otros países aledaños sufrieron este estrago. Muchas murieron en estos lupanares de batalla. Otras se suicidaron. Unas pocas derrotaron su vergüenza en los noventa del XX, cuando sacudieron sus recuerdos lacrados y relataron la insoportable ignominia. Cuando apenas queda a quién compensar, la reparación no ha existido, salvo como un conato insatisfactorio.

Las deportaciones, tan masivas durante el nazismo, sí adquirieron el rango de crímenes contra la humanidad en Núremberg. Sofi Oksanen enumera los tres destierros masivos padecidos por los ucranianos en 1925, 1930 y 1939. Instigados por los soviéticos. Añade el “genocidio de los tártaros” de Crimea, en 1944. Ahora, los rusos ejecutan los extrañamientos y dispersan por el país a los habitantes de las zonas que ocupan. La escritora finlandesa cuantifica: más de dos millones de ucranianos desplazados “ilegalmente” en Rusia, incluidos setenta mil niños. Taxativa: “las deportaciones se consideran actos terroristas encaminados al genocidio”. Lo entiende como una aniquilación metódica de comunidades, pueblos o de sus modos de vida. “Se reemplaza, mediante purgas y deportaciones masivas, a la población autóctona por rusos, y los que quedan son asimilados, es decir, rusificados”.                                                                        

Los combatientes que Moscú envía a Ucrania proceden de “regiones pobres y remotas”. Su soldada crece exponencialmente, multiplica hasta por catorce sus ganancias lejos del frente. Pueden resolver la vida de su familia y regresar como héroes. O convertirse en Los muchachos del zinc, metal de los ataúdes en los que retornaban los rusos muertos en el Afganistán comunista. Inspiraron ese título a la Nobel bielorrusa Svetlana Aleksiévich: “se protegía a los rusos étnicos: que otros fueran a morir al campo de batalla”. Esta escritora acuñó la expresión Homo sovieticus, del que Stalin fue su compendio. El antecessor del Homo putinicus, nominado por Sofi Oksanen. Y cincelado por Vladímir Putin, un zar plebeyo sin linaje, encaramado en el poder desde finales del siglo anterior y surgido del vientre opaco de la KGB, los servicios secretos nacidos del hielo. Lobo estepario sin iconografía familiar, como su rehabilitado Stalin. Ancestro del sesenta por ciento de “la élite rusa actual, (que) procede de familias que pertenecían a la nomenklatura”, el poder de la URSS.                                                                                                                                    

Desde 2009, cuando suscribió el libro colectivo Detrás de todo estaba el miedo, esta autora es palabra prohibida en Rusia. Allí, Dos veces en el mismo río solo vive en la oscuridad. La mordaza. “Se me ha calificado de fascista innumerables veces y se ha puesto en cuestión en innumerables ocasiones mi talento como escritora”. Abominada, censurada. Cercana al estatus de la presidenta de Estonia, Kaja Kallas, declarada “en busca y captura” por el Kremlin.                                                                                                                                                 

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Tiempos deformes. Sustento del desasosiego. “La paz es una anomalía en la historia de la humanidad”, inquieta Oksanen. Y advierte: “Quienes nacen en tiempos de paz piensan que no necesitan saber descifrar las señales de advertencia que suponen las tumbas sin nombre y las fosas comunes, pero se equivocan”. Tan de allá, y muy familiar acá. Una idea transfronteriza, migratoria. Un aguijón en la atrincherada o aletargada indiferencia.

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Prudencio Medel es periodista.

Dos veces en el mismo río: La guerra de Putin contra las mujeres

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