Los espantos cotidianos de Mariana Enríquez
Un lugar soleado para gente sombría
Mariana Enríquez
Editorial Anagrama (2024)
"Era el miedo de la frialdad de un panteón, de descubrir la sangre que empapa una cama vacía, de ver la locura en los ojos de alguien a punto de ahorcarse. Era ver detrás del muro del sueño". Metáforas del pavor. Imágenes de lo visible abren el túnel a cuanto subyace al otro lado. Sugerencias expuestas por Mariana Enríquez en el último de los doce relatos, Ojos negros, y "muertos", el más gótico, encuadre que acoge también a Un artista local. Estremece porque el escalofrío lo provocan dos niños que "eran el Mal". Remiten a Los chicos del maíz, de Stephen King. El escritor estadounidense, referente de la autora argentina. Le atribuye la quiebra, pese a ser apenas un desvío, con el terror más clásico, de Poe y Lovecraft, al hibridar lo fantástico con lo diario. "La forma en que (los chavales) me ‘miraron’ era exactamente eso: un mensaje mudo desde un lugar sombrío". Criaturas espeluznantes anejas a las múltiples colas del hambre ocasionadas por la crisis económica.
Mariana Enríquez alimenta la tolva de sus espectros con la crónica social. Premisa: "el pensamiento positivo es perverso, lo mismo que la buena voluntad". Carpetazo al buenismo y a los héroes, sin vereda en sus cuentos. Tampoco hallamos la sensatez canónica. "El sentido común es una mentira, pero discutir una mentira creíble es una empresa de titanes". La antítesis de la cordura dimana de la recesión que cada poco azota a su entorno y nutre su literatura. El escenario más frecuentado, el conurbano de Buenos Aires. Lo plasma en Mis muertos tristes. "Cuando la miseria acecha de la forma en que acecha en mi país y en mi ciudad, si hay que recurrir a lo ilegal para sobrevivir, se recurre". El vivero de las penumbras. "Qué diferencia había entre una mano fantasma y los peligros de la intemperie real". Los aparecidos y el desamparo germinan inseguridad. Pánico en el barrio, donde francotiradores matan a deshora a tres niñas de quince años, voraces de diversión y selfis. Realidad: "un futuro de chicos muertos y una ciudad que ya no sabe qué hacer". Espectros enseguida. Irrealidad. Un cóctel contra la superioridad moral y los todólogos con desconocimiento de causa. "Es fácil pensar con ética cuando lo que amamos no está en peligro".
Zarandeadas las constantes vitales, sus derivadas, la pobreza y la desdicha. El aislamiento. La desgracia en la cara: "nuestra infelicidad constante. Cada visita a otra casa, cualquier casa, parecía una excursión al mundo de la dicha ajena". El malestar fagocita juventud. La narradora de Julie (sublime) -nueve relatos están en yo femenino- representa un querer vano: "Yo vivía con mis padres: no conseguía trabajo, no tenía dinero para irme". Y lo acentúa en Los himnos de las hienas. Los adultos entreabren puertas atrancadas a la huida de sus herederos: "Yo entendería si mis hijos se van… Es lo que dice el ochenta por ciento de la gente". Lo umbroso vence al sol.
Los ventisqueros invaden también los destellos de Los Ángeles, ámbito del cuento Un lugar soleado para gente sombría, como el libro. Mariana Enríquez se reconoce fan de esta ciudad deslumbrante, pero la adjetiva fantasmal. Por los contrastes de gente rica hasta la exuberancia y personas marginadas hasta la ignominia en su centro, como una periferia en el sur latino. "Jamás había visto tanto homeless, tantas personas hablando solas, tanta desolación y abandono". El contexto de la historia veraz de Elisa Lam, una canadiense que murió ahogada en el aljibe de un hotel de la ciudad californiana en 2013. "Había flotado casi un mes en el agua del tanque, podrida e hinchada, pero nadie lo notó". Un caso "más investigado que el crimen de JFK". El forense dictaminó que la joven murió a resultas de las alucinaciones causadas por los fármacos consumidos para combatir su bipolaridad. Un salto más de Enríquez: las adicciones probadas y su tributo a Bret Easton Ellis. Una sobredosis aplastó al novio de la protagonista: "salió a buscar más dolor y más muerte y no volví a verlo nunca más".
Varios relatos retratan los avatares del cuerpo, más cárcel que escapada. Aterrizaje sin manual: "no te dicen que el cuerpo puede cambiar", en Metamorfosis. A su cuentacuento, fronteriza con la menopausia, le extirpan un mioma. No desea despegarse de él. Se lo implantan en la espalda. Presa de su volumen, Julie, emigrante, con su familia, en Estados Unidos. Desde allí, remiten fotos de fingida placidez, menos ella, prototipo de la "gente que se deja estar, que va demasiado lejos, que un día se levanta y está loca y monstruosa. Julie era así. El pleno abandono". Para esta mujer, su físico, "arruinado hasta lo grotesco", no ejerce de mazmorra, sino sus padres. Mantiene "sexo con los espíritus… los muertos invisibles… los únicos que me quieren".
Aprisionados, Los pájaros de la noche, que "fueron mujeres… han sufrido un castigo… y piden liberación". Rotunda la narradora: no es ave, se le pudre la piel. Sin un feminismo de corriente, Enríquez escribe comprometida. En La desgracia en la cara, las violaciones las comete un hombre sin cara y los pies del revés para torcer su rastro. El trauma causa el suicidio: "el corazón del daño". No hay muerte, sin embargo, en los Diferentes colores hechos de lágrimas. Los maltratos que un anciano infligió a su pareja impregnan los vestidos de la mujer. Quien se los pone revive la agonía de los tajos y los golpes: "todos los órganos estaban vacíos y quietos… observé lo que no podía ser más que el corazón, exangüe, pálido, vacío de sangre". La no muerte contrasta con la literatura patente de escritoras argentinas como Florencia Etcheves (Cornelia) y Dolores Reyes (Cometierra y Miseria). En Argentina, asesinaron a más de trescientas mujeres el año pasado. Quintuplicó los feminicidios en España.
El aborto aflora en algún relato. En Un lugar soleado… lo ata a la pobreza. Legal desde 2020, sigue "siendo difícil acceder al procedimiento para una mujer no solo pobre, sino que vivía en la calle". (El gobierno argentino ha planteado retroceder al castigo). La gerontofobia, ajena a la incorrección política, permea varios cuentos. En Diferentes colores…: "A mí no me gustan los viejos. No sé qué haré yo misma cuando sea vieja: espero morirme antes". "Los viejos entienden todo mal", en Un artista local, donde eleva la planicie del vacío rural. "Nadie vuelve a los pueblos de estaciones abandonadas". Sí a hacer "turismo de campos de concentración", en un palacio real de exterminio. Como Auschwitz en Polonia o Sachsenhausen en Alemania. Los himnos de las hienas. De principio a fin, el libro mece el desequilibrio. La salud de la mente en La desgracia en la cara: "Como si detrás de su depresión acechara una noche voraz". Sobriedad y lirismo, amapolas pespunteadas entre cereal ocre.
Y la culpa. Surca todo el libro. Demoler un Cementerio de heladeras arrumba el silencio por lo cometido en el perímetro de la infancia. Un arranque de relato donde incluye todo, menos el desenlace. Su estilo. "Nunca tuvimos un problema especial con él, ni siquiera nos caía mal, no nos daba placer molestarlo, solo fue un momento de desesperación, cruel, debo admitir, pero tan poco premeditado que resulta curioso cómo nos perturba más de treinta años después". Ya no cabe dar la espalda, "la negación es una droga poderosa". No cupo el olvido de un acto sombrío.
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Mariana Enríquez vadea más la oscuridad que la calidez. Espantan menos estos fantasmas que los espectros de Nuestra parte de la noche, una catarata de tinieblas, el peregrinaje de un médium y su hijo, zahorís de desaparecidos. La autora nos persuade de que el final no lo clava el último crujido. "Los ataúdes son también una caja donde se encierra lo que debemos olvidar para seguir adelante". Un después sin jamás, con recuerdos que "son como esos gatos que duermen al sol tranquilos, pero que cuando uno se atreve a acariciarles la panza, lanzan un rasguño directo a los ojos". Como sus relatos, umbrías de luz que tiembla y ciega.
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* Prudencio Medel es periodista.