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Los diablos azules

La aventura interior en tiempos de encierro

Portada de Justine, de El cuarteto de Alejandría.

Tercer viernes de confinamiento por la crisis sanitaria provocada por el coronavirus. Para que no flaqueen las fuerzas, los colaboradores de Los diablos azules vuelven a proponer lecturas que sirvan de compañía durante la cuarentena. Aquí puedes leer todas las recomendaciones de este número y aquí, los contenidos de números anteriores. Aquíaquí

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En estas semanas de encierro, el retorno a nuestros clásicos particulares se vuelve natural. Algunos libros nos acompañan toda la vida y nos llaman a una relectura de tanto en tanto. Ahora, parece indudable, la cuarentena obliga, y uno de esos libros podría ser El cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell. Cuatro novelas, en realidad, que pesan tanto que su autor, tras el cierre que supuso en 1960 la publicación de la última, Clea, no volvió a levantar cabeza, aunque sí que rentabilizó su éxito y le permitió un retiro bien repleto de vino en el Sur de Francia. Durrell nunca más volvió a llegar a las cotas de poeticidad (bien entendida) y emoción que alcanzó en El cuarteto. Especialmente dramático tuvo que ser para el él la escritura de El Quinteto de Avignon (1974-1985), donde se nota al novelista intentando una y otra vez (hasta cinco) escapar en vano del mundo y los personajes de la Alejandría que noveló en su célebre tetralogía. De ella se han dicho tantas cosas que es difícil decir algo nuevo. La novela de Alejandría, el mejor tratado del amor moderno, la experiencia más radical en el perspectivismo narrativo... Todo eso está muy bien… para un teórico de la literatura, pero ¿qué sigue atrapando al lector en estas novelas, una de las empresas narrativas más fascinantes del siglo XX? No puede haber una sola respuesta.

Hubo un tiempo en que los experimentos novelescos tuvieron su público, ansioso de novedad formal, un público que fue incluso razonablemente numeroso desde mediados de los sesenta hasta finales de los ochenta del pasado siglo. Pero eso no basta para entrar en la posteridad, como no le bastó a muchas novelas experimentales de esa época (que, por otra parte, convendría revisar en estos tiempos de banalidad institucionalizada), para remontar los años sin mengua. Probablemente sea una conjunción de factores afortunados lo que llegó a convertir un experimento en un (modesto) best-seller internacional (una vez me dijo Rodrigo Fresán que los best-sellers de ahora ya no son como los de antes). Era el tiempo del culto a la inteligencia, asunto que el mercado literario parece en vías de olvidar y hasta se permite ridiculizar, sí, en estos tiempos, en estos mismos cuando el rey dinero del neoliberalismo parece incapaz de sentir nada por los otros que sufren o que sirven a los que sufren en las UCIs de medio mundo (el otro medio ni siquiera las tiene), de tan ocupado como está en mirar si entra alguna moneda en su bolsillo. Era el tiempo del culto a la inteligencia, sí, y en El cuarteto hay mucho de eso, pero también de un neorromanticismo que entonces no estaba de moda y ahora parece que vuelve por sus fueros. En cierto modo, Durrell se adelantó al gusto futuro, aunque no tuvo que esperar la gloria póstuma.

El experimento, contar la misma historia desde cuatro puntos de vista diferentes y desde momentos ligeramente distintos en el tiempo, era en sí mismo fascinante, pero podría haber dado lugar a un ladrillo insoportable. No fue así, quizá porque Durrell aún era un hombre inocente, creía en el amor apasionado, sin límites y sin finales felices, al modo romántico, ya digo. Cuando imaginó la primera novela del Cuarteto, quizá la más arrebatadora, la historia se le hizo tan sabrosa que supo al instante que no podría abandonar el mundo decadente de la Alejandría de los años inmediatamente anteriores a la Segunda Guerra Mundial ni aquel pequeño universo de seres puros que, como dicen que dijo Rimbaud, tocaban el cielo con los dedos, porque antes se habían metido hasta el cuello en el barro. O eso pienso yo, que hablo como lector y no como teórico de la literatura, porque cuando el yo-lector (tan inocente como Durrell si cae de bruces en esta tetralogía, pues así lo modelan, con mano maestra, los narradores que se encargan del cuento) se topa con Justine, uno de los caracteres más memorables de la narrativa de la segunda mitad del siglo XX (y de lo que llevamos del XXI, por lo que se puede leer), es imposible que no quede absolutamente enamorado de su misteriosa sensualidad y de su extraña inclinación a la tragedia, de lo que podríamos llamar sin mentir su "sucia pureza". La llamada del abismo está presente en todas las decisiones (¿erradas?, según se mire) de ese enigma que es Justine, uno de esos personajes fascinantemente complejos, y con ella caemos los lectores a las puertas del infierno sin quemarnos más que la punta de los dedos.

No, no se podía dar cuenta de Justine en solo una novela, la primera de la tanda que lleva su nombre fue publicada en 1957; si no es la mejor de las cuatro (eso va con el gusto de cada crítico) es desde luego la que marca toda la tetralogía, porque de ella depende que el lector entre en el mundo de ficción y no quiera salir. La crítica de su tiempo la recibió con buenas esperanzas y las que la siguieron tuvieron diversa fortuna, según se acercaran más o menos a esta Justine que no quiere acabarse en su última página. ¿Cómo seguir ahondando, sin escribir una novela río? Puede que esto pensara Durrell cuando planeaba la novela, puede, y quizá fue entonces cuando se le ocurrió que merecía la pena que cada uno de los que tuvieron algo que ver en la vida de Justine contara la manera en la que ellos la veían, la amaban, la juzgaban. Justine, hasta en su encierro final (coincidencias) es un personaje tan libre, tan dueña de sí misma, que la pacatería o el imparable deseo (generalmente iban juntos) de quienes la rodeaban y querían poseerla, sin poder tenerla del todo, la hacían objeto de juicio.

Darley, un triste profesor de inglés, con la ayuda de los diarios del escritor suicida Pursewarden, es quien arma el cañamazo narrativo, refugiado, confinado (como nosotros) en una isla griega durante los años previos al estallido de la guerra. En los ratos perdidos, que son casi todos, escribe una novela sobre los amigos que dejó atrás en Alejandría, sobre la dulce Melissa, sobre el gordo vividor Pombal, sobre el estirado Mountolive, sobre el maestro gnóstico Balthazar, sobre el acaudalado Nessim, sobre la hermética Clea y, claro, sobre la mujer alrededor de la que giran todos en el tiovivo de Alejandría, Justine, además de secundarios de lujo como el barbero Mnenjiam o el policía británico Scobie viciosamente encargado por el gobierno egipcio como agente de la brigada antivicio. Todos ellos personajes atrapados por alguna pasión de la que no pueden escapar: el amor, el poder, el deber, la joie de vivre, el deseo, la atracción por el mal, la búsqueda de la inocencia perdida...

Pero Darley es un hombre que solo ve una parte del mandala Justine. Balthazar es quien primero se compadece del ingenuo joven inglés y le proporciona la segunda novela, que, obviamente, lleva su nombre. Hombre de secretos, le devuelve a Darley su manuscrito de Justine profusamente anotado con sus comentarios. He aquí el material de la segunda novela, publicada en 1958. El lector empieza a descubrir la inocencia de los dos primeros narradores, Darley-Pursewarden, y la personalidad de Justine se torna más de carne y hueso, la diosa se hace mujer. Mountolive (1958) es la tercera parte de la entrega, la novela más convencional, narrada en tercera persona (el resto de la serie combina diversos narradores para contarnos desde ángulos distintos la historia), es la que dota a una tetralogía sobre el amor neorromántico, de una dimensión más realista y se centra en el contexto político y en las intrigas de las potencias europeas en la Alejandría de Nessim y Justine. Comprendemos de nuevo que algunas de aquellas decisiones de Justine (¿erróneas?, no) tenían un sentido que iba más allá de su capricho o de su entrega a la seducción y al goce de los sentidos. Clea (1960) cierra la serie y con ella acaba el encierro de Darley que vuelve a Alejandría bajo las bombas que amenazan sus extraño paraíso egipcio. O no, no es un paraíso, Alejandría es paraíso e infierno al mismo tiempo, el purgatorio está en la isla griega donde Darley paga sus pecados y El cuarteto no es sino una pequeña, modesta otra vez, réplica contemporánea de la Divina Comedia en una época de dioses caídos.

Aparte de las críticas que recibió la obra, muchas laudatorias, algunas inclementes, Durrell consiguió tocar algo en la fibra de sus lectores que solo el tiempo nos ha terminado por desvelar: nuestro corazón, así es de evidente su arrebatado neorromanticismo. Todos queremos amor, todos queremos aventura, todos queremos embobarnos con la contemplación de un paisaje luminoso y perderlo para echarlo de menos (y así tenerlo para siempre dentro de nosotros), todos queremos que la tragedia nos despierte de la aburrida vida cotidiana, pero ninguno queremos ser más que los que cuentan lo vivido, los supervivientes. Eso es El cuarteto de Alejandría, la historia de los supervivientes de una época que ya no será más (obsesión muy característica de gran parte de la literatura inglesa de la segunda mitad del siglo XX) y Durrell la cuenta casi al límite de la cursilería, arriesgando (pero no demasiado), dejando que el corazón domine la cabeza y que el experimento tenga vida y no solo inteligencia.

Nada cambiará, no cambiaremos

Nada cambiará, no cambiaremos

El amor apasionado que ya no será más, no "un tratado sobre el amor moderno", como le gustaba presumir al autor, la pérdida, el hueco vacío, lo que estuvo y ya no está, la nostalgia… Ni siquiera Justine será la Justine de la primera novela de la serie, cuando el lector cierre las páginas de Clea, nada que ha sido vuelve a ser en otro tiempo otra cosa que un sueño o un recuerdo que nos llena de melancolía al tiempo que nos descansa por seguir pudiendo recordarlo. Pero ese comienzo de la serie (coincidencias), me ha llevado a recordar mis lecturas de años atrás, por la misma razón que puede llevarles a ustedes, a todos nos parece cercano ahora: "Me he refugiado en esta isla con algunos libros y la niña, la hija de Melissa. No sé por qué empleo la palabra 'refugiado', los isleños dicen bromeando que solo un enfermo puede elegir un lugar perdido para restablecerse. Bueno, digamos, si se prefiere, que he venido aquí para curarme…". Yo he vuelto a El cuarteto de Alejandría para no enfermar y para volverme un poco cursi y un mucho romántico, ahora que ya no se puede.

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Carlos Serrato es escritor y profesor de Literatura.

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