La caja
La caja
Cargaba con un pequeño cofre, arrimado siempre a su pecho. María era baja, enjuta y
doblada igual que una sabina. Con los ojos como carbones encendidos. Arrastraba los
pies y las múltiples capas de ropa que vestía desprendían un acre aroma que te hacía
arrugar la nariz. Todas las mañanas, a las diez en punto, entraba en el banco. Pedía ver
al director y hacía que le abriera su caja de seguridad. El director la miraba asqueado
desde su altura, pero procuraba que no se le notase en la voz. La saludaba con
corrección aséptica y la acompañaba a la bóveda para abrir la caja. María tiraba del
cordel que rodeaba su cuello e introducía en la cerradura la llave. Al director le
intrigaban esas idas y venidas diarias sin saber qué era lo que aquella mujeruca metía o
sacaba de la caja. Tanta era la intriga que no dormía por las noches. Se imaginaba el
cofre lleno de diamantes. Otras veces, eran fajos de billetes de quinientos o las joyas
familiares. Quizá era una narcotraficante. No descansaría hasta que resolviera el
misterio. Un día se atrevió a preguntarle. María gruñó y arrugó más, si cabe, el gesto,
pero no contestó a la cuestión. El director no se dio por satisfecho e insistió hasta que
la anciana se avino a mostrárselo. Abrió el cofre y allí apareció un trozo de músculo
putrefacto y de mal olor. El director casi se desmayó y empezó a retroceder hasta dar
con la espalda en la pared. No se vaya, que ahora viene lo mejor. En la caja de
seguridad estaba el resto de su corazón. Esta es mi herencia, ya está completo y se lo
podrán entregar a mis herederos, esos desagradecidos que nunca me quisieron. Lo he
extraído trocito a trocito. Mírelo, qué penita da, tan arrugado y ennegrecido, con sus
venitas obstruidas y sus arterias secas. El director, ojiplático y con el vómito en la
punta de la lengua, no tuvo tiempo de reaccionar para sujetar a María, antes de que
diera con sus huesos en el piso y se evaporara, dejando tras de sí las ropas y, en la caja
de seguridad, su corazón completo y palpitante de nuevo.
Ausencinia
No se llega a Ausencinia. Ella llega a ti. Al ir haciendo camino, al dar vuelta a un recodo, al decidir en una encrucijada, cuando menos lo esperas, Ausencinia aparece. Abre sus amuralladas puertas y eres absorbido por sus calles. Es una ciudad compacta, hecha de roca dura contra la que se estrellan todas tus plegarias. Sus habitantes lánguidos transitan en un continuo arrastrar de pies y lágrimas perpetuas.
Como uno más
Cuánto tiempo pasó. Diez, quince, treinta años. No lo sé, la vida, a veces, pasa en un suspiro. Tan deprisa que no da tiempo real a saber qué es lo que has vivido. Subir al desván, desempolvar los trastos viejos, las partituras, los trajes de gala, el mantón de Manila. Mirar cómo el anticuario le pone precio a lo que le interesa y desecha lo que no. Ver aparecer la pequeña maleta, se me había olvidado que seguía allí. Intentar, sin éxito, que no la abriera, que no mirase en su interior, me acelera el corazón. Esto no me sirve, dijo, están apolillados. Emití un suspiro de alivio y la cerré de golpe. Cuando el experto se fue, comprobé su interior. Los muñecos seguían allí custodiando al pequeño Manolito incorrupto, con su carita de santo.
Una de zombis
Muescas
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Asusta imaginar que afuera hace frío, tal vez en algún sitio llueva o haga calor. Asusta concebir que el mundo termina donde alcanza la vista y no más allá. Asusta asumir que he de conseguir comida y agua. Asusta pensar que tendré que ser muy sigilosa. No quiero que se despierten los vecinos y tener que correr para no ver cómo se les desprende la piel de la cara a trozos. Asusta.
* Rosa Martínez Famelgo nació en Valladolid. Ha publicado el libro de microrrelatos 'De ahogados y otras historias ingratas' (Talentura, 2020). Sus textos aparecen recogidos en diversas antologías y han sido traducidos al francés.