Crecer durante el letargo

La casa limón

Corina Oproae

Editorial Tusquets (2024)

"Cuando esta farsa acabe". A primera hora de la tarde del día de Navidad de 1989, Nicolae Ceacescu, presidente de la República de Rumanía y Danubio azul del socialismo, medalla que se colgó él mismo, y su esposa y vicepresidenta del país, Elena Petrescu, murieron ajusticiados. Los ejecutaron tras un juicio apresurado. Apenas dos horas de mentiras hiperbólicas, sustentadas en ciertas verdades más pequeñas y en atrocidades consumadas, para justificar el final de una dictadura de temor y hambruna. Una farsa para rematar la farsa con "ciento veinte balazos disparados por ochenta soldados". Un centenar de vainas vacías de la pólvora, semillero de otra historia. Plomo que desplomó el penúltimo muro después de la caída del muro de Berlín. Los escombros de aquel telón de acero —han empalizado otros después—, la frontera ideológica del irrealismo social.

La irrealidad de una niña que, desde ese final, mira atrás, con más acidez que ira, que descamina para encaminarse, que se interpreta para entenderse. "Soy la niña que se quedó atrapada dentro de un castillo, debajo de una mesa enorme de madera maciza, rodeada de montones y montones de libros que leo día tras día". La acurruca su fantasía. Se guarece en La casa limón. Sus fortalezas. Construye y deconstruye sus años en presente constante, parecido a un gerundio discontinuo de ida y vuelta: repasa lo que está pasando. Todo su tiempo lo figura como un ahora para indagar sus diversos entonces. Vaivenes. "Necesito que alguien me escriba". Cambia su edad, casi nunca la concreta. "No recuerdo cuántos años tengo". Diseña las frases, los capítulos, como un zigzag, recayas que lo mismo escalan una ladera escarpada que descienden a cuevas donde pueden anidar la muerte o la vida inesperada.

La casa limón se cimenta en una realidad. La derribó el pretexto del igualitarismo. Ficciones. La arruinó en cascotes un delirio de megalomanía. "La excavadora muerde la casa con furia". En la novela, la roe un pretendido progreso: construyen unos grandes almacenes, Big. Cuando gobernaba Ceacescu, en 1983, levantaron un parlamento ciclópeo en Bucarest después de arrasar barrios de casas de colores. Edificaciones visibles en ciudades como Sighisoara y en pueblos de Rumanía. La familia paterna se había afanado en erigir la cítrica vivienda desmoronada. "Papá, que está peleando con la máquina que engulle y luego vomita a trozos nuestra casa amarillo limón". Él combate contra quienes asolan el asiento de su apellido. La madre se resigna: "no somos los primeros ni los únicos que se quedan sin casa". Pero matiza la deforme uniformidad pretendida por las directrices del Gran Dirigente y sus secuaces, "los que se preocupan por la gente": "todos somos iguales, pero algunos son más iguales que otros". No se quedan a la intemperie. Mudan de casa, mutan de color. Del amarillo limón al gris niebla, "que papá detesta". La vida desvaída, encogida en una "caja de cerillas", sin chispa. La niña acarrea su castillo de libros, el refugio interior de una infancia sin paraíso. "Nunca nadie cuestiona mi forma de vida".

Encriptada en un silencio voluntario. Su respuesta cuando algo, asombroso o incomprensible, la pasma. Los altibajos de su padre la enmudecerán, sin palabras entre tantas palabras de sus lecturas. Él es químico, como la esposa del autócrata, una científica de "renombre mundial" sin estudios de ciencia. Una impostora. No enraíza en esta mentira la aversión al régimen del progenitor de la chica. Solo acentúa "el odio que le tenía al partido". Mientras él se agría, su hija asciende por las fases de la inclusión doctrinal. Obtiene el rango de pionera, la niñez afiliada al ideario de la dictadura. La madre exhibe su orgullo con una foto de esa militancia en la organización infantil. El padre, sin embargo, desdeña la imagen, la despedaza: que "no la encuentren… y no digan que no fue para tanto". La simbología de un retrato, la infancia tergiversada.                                                        

Y racionada. "Cada vez es más difícil tener comida suficiente en casa". El empeño de Ceacescu por pagar toda la deuda del país empeñó a sus súbditos. El régimen les limitó la cantidad de alimentos adquiribles, les impuso una dieta sin equilibrio en cartillas de hambre. "Quien tiene suerte, come carne una vez por semana". El trabajo materno, es médica, palió la escasez: "tenemos mucha suerte con lo poco que recibe mamá en el hospital". A la postre, la igualdad puede nutrir algún privilegio. 

La familia, síntesis de vida y pérdidas. El padre encierra secretos y condensa una gama de presencias y desvanecimientos. La mayor parte del tiempo no se halla, no es. "Papá ha desaparecido…, ha comenzado a perder la memoria…, se ha vuelto loco…". La hija calla, engulle tierra, hormigas, pasta de dientes, jabón, tiza o carámbanos. Ansiedades sucesivas contra los infiernos inmediatos. "Deseo pertenecer a otra familia, más simple, más llana, más alegre y si acaso con más vida y menos muerte". Porque la sangre, la parental, entraña remedios y quebrantos. Las vacaciones escolares las pasa en un pueblo del norte con los abuelos maternos. Amparo contra la soledad. Ambiente protector donde se desprenderá de la niñez y padecerá el acoso. De un joven vecino descabalado. Y de un tío, que la besa, la acaricia… La sobrina aparenta dormir, no habla. La paralizan el miedo y una sensación de "algo parecido al placer y al asco juntos en el mismo sentimiento y me odio cada tarde que regreso". Víctima del vínculo que encarcela y acalla el candor. Solo ella supo, nada contó a nadie.

El silencio la censó en la adolescencia. Gozó del contacto de la piel, pero la atemorizó el sexo. Conoció abortos ajenos en un país donde estaban prohibidos y donde la crisis impelió a muchas mujeres a secundar una huelga de embarazos. Sufrió las muchas muertes, ninguna violenta —salvo la del matrimonio de tiranos—, registradas en La casa limón. Alguna, como la del padre, "sucede una y otra vez, día tras día". La de la madre "no se parece a ninguna de las demás". Vivir apareja aprender a decir adiós.  

Camino de la levedad

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Las despedidas. La niña ya no es adolescente tampoco. Ingresa en la universidad cuando agonizan el régimen y los ochenta. La escritora Corina Oproae cumple dieciséis años entonces. Una década después arraigaría en España. Desde aquí, revisita cuanto sucedió, recapitula momentos distantes desde la distancia. Pertenecen a la historia, dejaron de ser noticia. Otra escritora montada en la ola que penetra la muralla que fue. La albanesa Lea Ypi, radicada en Londres, rescató su niñez en Libre. El desafío de crecer en el fin de la historia. Los engaños piadosos para la supervivencia familiar durante la dictadura de Enver Hoxa, la bajada definitiva del telón de acero. Desde Buenos Aires, la Luciérnaga, de la bielorrusa Natalia Litvinova, enfoca la noche que dura años después del desastre nuclear de Chernóbil. Regresa a un mundo de ancestros.

Escritoras que, desde fuera, plantan sus pies en terreno surcado por otras mujeres, desde dentro. Los estremecimientos de Anna Ajmátova, Svetlana Alexiévich, Liudmila Ulítskaya… Resistir sin huida. Cambiar la piel después de la desolación. Desasombrarse cuando claudica el letargo que sí fue para tanto. Devastó bastante.

* Prudencio Medel es periodista.

La casa limón

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