Garzón en la granja

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"Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong. El Ecuador atravesaba aquellas tierras altas a un centenar de millas al norte, y la granja se asentaba a una altura de unos mil pies. Durante el día te sentías a una gran altitud, cerca del sol, las primeras horas de la mañana y las tardes eran límpidas y sosegadas, y las noches frías".

Antes de que Alberto Garzón pusiera las granjas en boca de todos, Isak Dinesen (1885-1962) consagró la suya propia en uno de los inicios de novelas más recordados de la historia de la literatura. Cierto, si tantos lo conocemos es gracias a su versión cinematográfica e incluso la recordamos en la voz de Meryl Streep (o de su dobladora) y con la música de John Barry al fondo. Lo cual no empece: el íncipit de Memorias de África es, en sí mismo, un clásico.

La granja africana, en realidad una plantación de café llamada The Karen Coffee Company, está bien lejos de las instalaciones que el ministro citado ha puesto en el centro de la vida social y política, esas vienen con prefijo (macro) y con precisiones (intensivas, extensivas) sobre las que aquí no nos ocuparemos. El término que las agrupa es lo suficientemente amplio y generoso como para servir a ambas acepciones. Y ambas, la de "hacienda de campo en la que suele haber un caserío donde se recogen la gente de labor y el ganado", y la de "finca dedicada a la cría de animales", tienen su vertiente literaria, decenas de granjas escritas que han servido meramente de escenario, pero también han protagonizado innumerables tramas, adscritas a todos los géneros.

Así, y por citar sólo dos, "la granja" se titulan, al menos en su versión en castellano, tanto la novela firmada por John Grisham (una historia ambientada en 1952 y en Arkansas, el relato del fin de la inocencia de un pequeño de 7 años) como la de Joanne Ramos (una distopía feminista que visibiliza la otredad y hará tambalear los cimientos del hiperpatriarcado). Y son legión las granjas solitarias, muchas de ellas nórdicas, cuya simple evocación genera escalofríos en los lectores inveterados de novela negra.

Pero estamos seguros de que, si preguntamos "novela con la palabra 'granja' en el título", 1, 2, 3 y más responderán Rebelión en la granja, la eficacísima denuncia que Eric Arthur Blair, aka George Orwell, hizo de los regímenes totalitarios. De todos, a derecha e izquierda, si bien el cerdo Napoleón es un perfecto sosias porcino de Stalin.

"El hombre es el único ser que consume sin producir. No da leche, no pone huevos, es demasiado débil para tirar del arado y su velocidad ni siquiera le permite atrapar conejos. Sin embargo, es dueño y señor de todos los animales", denuncian los animales de la granja orwelliana cuando se levantan contra el señor Jones. Razón no les falta. Pero, como ha sucedido y sucede en la vida humana, la revolución en pos de la libertad y la igualdad pierde el norte casi de inmediato. Podemos sospecharlo cuando el nuevo régimen enuncia las siete leyes que han de regir el tiempo nuevo, y las pintan con letras blancas y enormes sobre una pared alquitranada:

  1. Todo lo que camina sobre dos pies es un enemigo.
  2. Todo lo que camina sobre cuatro patas, o tenga alas, es un amigo.
  3. Ningún animal usará ropa.
  4. Ningún animal dormirá en una cama.
  5. Ningún animal beberá alcohol.
  6. Ningún animal matará a otro animal.
  7. Todos los animales son iguales.

Todas las sospechas quedan confirmadas cuando, al poco, esos Siete Mandamientos quedaron pronto reducidos a una sola norma: "Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros".

Pastores somos, y en el campo nos encontraremos

Sí, la literatura se ha acercado a la agricultura y la ganadería de todas las maneras posibles. Lo ha hecho idealizando hasta la náusea el hábitat y a sus habitantes, y eso desde tiempos lejanos, como lo demuestra el género llamado pastoril. Y conste que el reproche no lo hago yo: lo lanza el perro Berganza cuando toma la palabra para reprochar a Miguel de Cervantes, su creador, que cayera en la trampa en la novela La Galatea.

Berganza, protagonista del Coloquio de los perros, denuncia (cuentan los profesores Rodolfo Schevill y Adolfo Bonilla en su prólogo de 1914 a La Galatea) que esas descripciones poéticas de la vida bucólica "no debían de ser verdad, porque los pastores reales no se pasaban cantando y tañendo melodiosamente, con gaitas, zampoñas, rabeles y chirumbelas, 'desde que salía el sol en los brazos del Aurora hasta que se ponía en los de Tetis', sino espulgándose o remendando sus abarcas; y, si cantaban, no lo hacían con voces delicadas, sonoras y admirables, ‘sino con voces roncas, que, solas o juntas, parecía, no que cantaban, sino que gritaban o gruñían’; ni eran sus nombres Lisardos, Lausos, Jacintos ni Riselos, sino Antones, Domingos, Pablos o Llorentes: 'por donde vine a entender ―concluye el discreto Berganza― lo que pienso que deben de creer todos: que todos aquellos libros son cosas soñadas y bien escritas, para entretenimiento de los ociosos, y no verdad alguna'".

Más ajustadas a la realidad son las ficciones de vaqueros, que en una obra cumbre como Raíces profundas, de Jack Schaefer (llevada al cine por George Stevens), y en palabras de Juan Carlos Martínez Barrio, "contiene y muestra toda la amargura, crudeza y pasión existente entre las disputas de granjeros y ganaderos de la vieja escuela para los que las vallas y alambres de espino puestas por aquellos no eran mejores que las puertas del mismísimo infierno, así como el espíritu salvaje que todavía guiaba a los pistoleros, una suerte de asesinos bajo el código de la frontera". Me pregunto qué pensará Alberto Garzón de este conflicto en el lejano oeste…

Me pregunto también qué piensan los animales de todo esto. Para averiguarlo necesitaríamos la intermediación del doctor Dolittle, pero tendremos que conformarnos con David Safier, que nos propone en ¡Muuu! una aproximación a un futuro diccionario vacuno-humano.

"¡Muuu! puede querer decir muchas cosas. Cuando una vaca de lo más normal como yo, por ejemplo, muge atemorizada puede significar: 'El ganadero tiene otra vez las manos frías’, o: ‘Socorro, el ganadero conduce la cosechadora borracho’ o, incluso: ‘¡Oh, no, nos quieren castrar al toro!'

Las vacas podemos mugir cabreadas: ‘¡Maldita cerca electrificada!’; o regañonas: ‘Niños, dejad de reíros de los bueyes’; o simplemente de pura, absoluta felicidad: ‘Tenemos hierba y sol y el cuerpo sin una sola lombriz. ¿Qué más queremos?’

Naturalmente también podemos mugir por tristeza: ‘Mi madre ha muerto’; inquisitivas: ‘¿Qué harán los hombres con el cuerpo de mamá?’; y con absoluto escepticismo: ‘Me da que el Big Mac ese del que hablaba el ganadero no es nada bueno’".

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Una aproximación diferente es la que nos propone Rosamund Young, granjera, en La vida secreta de las vacas, donde, por ejemplo, revela que las relaciones entre las madres y sus terneros suelen ser complejas y fascinantes, que hay madres blandas, que se dejan dominar por sus terneros, las hay autoritarias y las hay también despreocupadas en exceso. "Las situaciones en las que las vacas rechazan o ignoran a sus crías son bastante excepcionales y en nuestra experiencia siempre terminan resolviéndose en un breve espacio de tiempo. Hasta donde yo recuerdo, el caso de Olivia rechazando la amistad de su madre fue bastante singular. Aquí, casi a diario, vemos hijas preguntando a sus madres acerca de inminentes alumbramientos, aunque tal vez hablen del tiempo."

Ese es El espíritu de las vacas, que el portugués Abel Neves describió y del que entresacamos, para terminar, estas líneas:

"Vaca con chapa se envanece y tiene vida legal. Las chapas facilitan la existencia. Muerden la oreja y se desea que no hieran, que no resequen la piel. Las orejas se menean con las moscas y las mandíbulas mastican las hierbas con parsimonia. El moco cuelga porque tiene que colgar. Las vacas, mientras pueden rumiar, son felices. Cuando presienten el fin, les brota el impulso de soltar el alma, que hay quien dice que no tienen, y ya antes de que vibre el último mu-uuuuuuuu en el cosmos, el cuerpo se autoriza la caída y el espíritu, el vuelo. No saben despedirse como a nosotros nos gustaría. Se nos asemejan".

"Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong. El Ecuador atravesaba aquellas tierras altas a un centenar de millas al norte, y la granja se asentaba a una altura de unos mil pies. Durante el día te sentías a una gran altitud, cerca del sol, las primeras horas de la mañana y las tardes eran límpidas y sosegadas, y las noches frías".

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