El cuento de todos

Influjo lunar

La escritora Carmen Peire.

Nuestra colaboradora Carmen Peire acaba de publicar el libro de relatos Carmen PeireCuestión de tiempo (Menoscuarto, 2017). Recogemos el relato “Influjo lunar” en cuatro entregas de las que ahora publicamos la última.

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Magia

Machaca entre dos piedras la tierra rojiza y el polvo que extrae lo ensaliva para que tome consistencia. La cueva está cerca del mar y los hombres han ido a buscar alimento mientras ellas se encargan del fuego y de la magia, de preservar el lugar frente a los malos espíritus. Últimamente los niños nacen con el cuello largo, les cuesta mantener la cabeza. El benjamín del clan tiene la mirada perdida y está más caliente de lo que debería. El dios del fuego se ha apoderado de él y han de pintarle trazos rojos en la frente, en las mejillas, por el pecho. La mujer sabia que representa a la luna en la tribu empieza a marcar con el pulgar la cara del niño. Del cielo está cayendo el agua que alimenta la tierra y la mujerluna mira al techo y a las paredes que cobijan. Una sombra se proyecta sobre los relieves, contempla su mano y de nuevo la pared. Súbitamente se impregna la palma de rojo y la estampa. Más o menos coincide, su visión ha sido certera. Llama entonces a la madre del niño enfermo: dame tu mano, dice, y la embadurna tras buscar un sitio donde pueda ponerla. Las dos contemplan, satisfechas, su obra, y la mujerluna afirma con la cabeza. Ahora está segura, las manos  protegerán al niño. Vuelve a mirar las paredes y se fija en ellas de otra manera. Coge el resto de pasta roja y dibuja una larga línea en arco y se aleja y se pone en cuclillas y luego de pie y se rasca la cabeza y ve otra parte que puede ser… y lo aprovecha y aquí un músculo y un cuerno y las patas y dibuja y retrocede y está sudando y la respiración se agita,  de nuevo en cuclillas  y se acerca y lo huele y aquí una panza y rellena y siente que vive en la pared y se aleja y se acerca y así continúa hasta que agota la pintura. De pie, ante su obra, recupera su pulso normal, sonríe y estira los brazos, mira a la madre del niño enfermo. Vivirá, le dice, y algún día llegará a ser cazador de bisontes.

  Poder

Es la hora. Enheduanna termina el poema para la ceremonia en honor a la diosa Innana. La arcilla se moldea entre sus manos, el punzón va marcando la escritura y la tablilla será entregada a su padre el Rey. Aunque él la lea, todos los babilonios sabrán que es de la gran sacerdotisa. Un poema especial tras las últimas luchas intestinas y el complot que la desterró a ella del templo y a su padre del trono. Luego vino el ejército fiel y la restauración. Y ahora, la fiesta en honor de la diosa. Por eso se esfuerza en que los versos no sean tan tristes como los del  destierro: yo, la que alguna vez se sentó triunfante, fui arrojada del santuario… Ahora vuelve a estar donde le corresponde: ha regresado a su lugar, el corazón de Innana se restaura. La sacerdotisa está vestida en hermosas túnicas, en femenina belleza, como en la luz de la ascendente luna…

Date prisa, Enheduanna, el rey Sargón espera. Desde la azotea del templo se ven las barcas de pesca que bajan por el río hasta llegar al Golfo, sombreadas por la luna llena que ocupa su lugar en el cielo. Y allá abajo la avenida de las Procesiones, esa vía paralela al río por la que tendrás que llegar hasta palacio. Piensas en lo que te ocurrió, en el destierro, destrozada tu vestimenta y rapada tu melena. Son tus manos las que cosían las túnicas de tu cuerpo y cuidaban el pelo con aceites de palma y oliva. Todo lo destrozaron, arrastrándote por el fango del Éufrates donde jugabas cuando niña; fuiste arrojada al lugar de los leprosos, tú, la sacerdotisa, la que tenía potestad para nombrar y destituir, la que podía escoger hombres para yacer una sola noche. ¿Recuerdas a qué sabe el destierro? Un sabor metálico en la boca, polvo en el cuerpo, sexo hecho ceniza.

Pero ahora es momento de alegría, solo queda vestirse para la ocasión: el gorro cónico sobre el pelo, la diadema de plata con los colgantes sobre la frente y la túnica roja encima del vestido blanco. Los pendientes de lapislázuli, las pulseras cubriendo el antebrazo hasta el codo y el gran collar de las sacerdotisas con el emblema de la diosa. El olor a azahar envuelve tu cuerpo. Ya estás preparada. La ceremonia de restauración ha comenzado.

Revelación

Viajaré hacia la muerte con un odre lleno de palabras. En la eternidad tendré tiempo de vaciarlo por si llego a entender lo que en vida me fue negado, pese a formar parte de las trece doncellas que sirvieron a la reina, trece fases lunares que han regido el tiempo, aunque todo está a punto de cambiar. Ésta será la última odisea y el rey, cuando vuelva, acabará con nosotras de la manera más feroz, descuartizadas y esparcidas para no dejar rastro. Y por más que piense en cómo se ha llegado a esto, no logro entenderlo. Cierto que también van a morir los pretendientes al trono,  merecido lo tienen por conspirar. Pero, ¿y nosotras? ¿Acaso no hemos servido fielmente a Penélope? Fue la reina quien nos mandó yacer con los invitados para conocer sus intenciones.

Antes de eso, intuyendo mi destino, emprendí el viaje en busca de respuestas. Llegué al monte Liqueo, donde ninguna figura proyecta su sombra, por si era ésta la que me impedía entender lo que estaba ocurriendo; me deslicé entre gigantes de cien manos que guardaban a los titanes; consumí alucinógenos en busca de una revelación y cuando parecía estar cerca de ella, se desvaneció. Vuelta a empezar como el telar de la reina, hacer durante el día, deshacer después. Y ahora, desde el puerto, viendo atracar los barcos en un atardecer luminoso y con viento, un viento que pega la túnica sagrada como una segunda piel, espero la llegada del hombre que nos dará muerte. Tal vez la eternidad  sirva para ir desgranando poco a poco, a través de las palabras que viajarán conmigo, cómo la astucia y el engaño vencieron, cómo la flecha que atravesó el asta de las trece hachas, las trece doncellas, las trece fases lunares, va a cambiar para siempre la historia.

Impostura

Delante del espejo se cepilla el pelo muy despacio mientras acaricia cada mechón. Aunque desde la estancia no ve el mar, puede oír los ruidos del puerto, las sirenas de barcos que llegan, el aviso de los que zarpan. Ha de darse prisa, dentro de poco saldrá el suyo. Coge unas tijeras. Empieza por la derecha, primero solo las puntas, despacio, con miedo. Poco a poco se  anima, corta más y más, hasta que acaba en algo rápido, rabia, furia, nervio, llanto. Trasquilones, vista borrosa, ahora parece un hombre: corazón de hombre, cuerpo y cerebro de mujer. Una identidad falsa y una vida que comienza. Que deja atrás otra, en la noche, dos días escondida en caminos hasta la ocasión propicia, el robo del jubón con ropa y papeles. Será un hombre, al menos hasta su nuevo destino, hasta que esté lejos, donde la sombra no llegue. Todo antes de aceptar el compromiso pactado de un marido. No está hecha su costilla para eso. A partir de ahora será James, James Barry, identidad usurpada al jubón. ¿El dinero? ¡Qué le importa! Ha robado en casa, sí, y en el camino, a aquel hombre borracho que no se dio ni cuenta. No siente remordimientos. Le han empujado a hacerlo y está decidida a labrar su propio destino.

El tiempo acecha. Ha de darse prisa. Vuelve a oír las sirenas de los barcos en el puerto. Se quita el vestido, las enaguas, el corpiño. Sobre la cama, la ropa de su nueva identidad. La tela blanca, apretando bien el pecho para que no se note. Un pantalón ancho sujeto con una cuerda, qué gordo era el borracho, con el blusón no se marcan las caderas y las manos  pueden ser las de un zagal. Cuando finaliza, vuelve a mirarse en el espejo y no se reconoce. ¿Hasta cuándo la impostura?

Influjo

Desde la ventana de la biblioteca se divisa la bahía y, al fondo, el puerto. Una gaviota en el alféizar la distrae de sus estudios. Es de día y ya se ve la luna en el cielo, en un par de noches aparecerá en todo su esplendor. A punto de acabar medicina se pregunta  si ha valido de algo el esfuerzo. Ella sola, de las cinco amigas que empezaron, lo ha conseguido. ¿Y después? Quizá pueda ejercer de enfermera o comadrona. Cómo se había retrasado el país, el mundo.  Zigzag permanente, hoy sí, mañana no, piensa mientras mira por la ventana. Quizá consiga vencer la resistencia de su prometido: ahora vale que estudies, tus conocimientos vendrán bien a nuestros hijos, pero en cuanto nos casemos y seas madre, no podrás ejercer, no te van a dejar… ¿Habrá alguna salida?  En ese momento le gustaría terminar con una mano la tesis y con la otra alcanzar el vuelo de las aves en el puerto, sobrevolar las chimeneas de los barcos, atisbar los peces y lanzarse en picado para salir con uno entre los dientes. Nota las bridas que los demás le han ido enganchando para que lleve una calesa preparada, como yegua de tiro. Él también, tras esa capa de comprensión: no es por mí, querida, me gusta cómo eres, es por tu bien, por las dificultades que vas a tener, por nuestros futuros hijos... Es mi vida, mi-vi-da, repite ella despacio. Cómo le gustaría haber nacido antes, o después, pero no a destiempo. Quizá decida no tener hijos. Quizá decida no casarse. Los cambios en la historia son lentos, su tiempo de vida corto.

Hace calor y la luz trae motas de polvo a las que ve moverse en una danza que termina en la mesa llena de papeles. Ella mueve levemente los pies, un tic nervioso que anuncia un cambio de postura. Junto a los libros hay un recorte de prensa de hace un mes, de este mismo año, 1950, cuando está a punto de acabar su tesis en esa biblioteca impregnada de la luz del mar. Y lee la noticia: “James Barry, el eminente cirujano del ejército británico que llegó a ser ministro de Sanidad en Inglaterra, el primero en realizar una cesárea en África salvando la vida de la madre y el hijo, pionero en métodos de higiene y prevención sanitaria, fue en realidad una mujer. Descubierta su identidad tras su muerte, en 1865, fue enterrado como hombre y con rango militar para evitar el escándalo”.

Y ahora, un siglo después, al desclasificar los papeles, toda la impostura ha salido a la luz. James Barry, una mujer que engañó a un imperio…Y de golpe se siente así, ráfagas de sombras y lunas ocultas y recursos y disfraces y engaños y astucias; energía y universos habitando en ella, tiempo impregnado de otros tiempos que fueron espacio y pudieron ser y rozaron otros caminos. Sus dedos tamborilean en la mesa, los pies moviéndose con rapidez sobre las puntas arriba abajo arriba abajo y no puede seguir estudiando y sale a la calle y canta, canta hasta el puerto entre barcos y redes y peces y marinos y gaviotas hasta que se hace de noche y la luna brilla, coplas y canciones que salen del alma de otros tiempos en patios de posguerra fría.

Reflujo

—Mamá, ¿está la Luna cuando no la vemos?

—Sí, claro, lo llamamos luna nueva.

—Yo de mayor quiero ser astronauta.

La madre la peina con trenzas y sonríe, le gustaría enroscarle sus deseos en el pelo, que no los pierda nunca.

—¿Las astronautas llevan el pelo largo o corto?

—No sé, me imagino que de las dos maneras.

—¿Y en el espacio flotarán las trenzas?

—Si las llevas fuera del traje espacial, creo que sí.

—¿Será mejor el pelo corto?

—Puede, pero para ser astronauta tendrás que resolver antes muchos  problemas.

—¿Y tú siempre quisiste ser mamá?

—Quería ser médico.

—¿Por qué no lo fuiste?

Deja de peinarla durante unos segundos, la mirada perdida en el espejo, las manos acarician su cabeza.

—Estate quieta, que me va a salir la trenza torcida.

—¿Fue porque nací yo?

—¡Ay!, déjame en paz...

—¿Qué te pasa, mamá?

—No me pasa nada.

—¿Y por qué te has puesto triste?

—Ya estás peinada, anda, vete a jugar a la calle…  

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