Lienzos encarnados: las mujeres de Ioana Gruia
Las mujeres de Hopper
Ioana Gruia
(Tres Hermanas, 2022)
En la escritura de Ioana Gruia, erotismo e inteligencia confluyen en la rotundidad del cuerpo. En su reciente colección de relatos, Las mujeres de Hopper (Tres Hermanas, 2022), la autora nos invita a explorar un "yo-piel" tan plural como la galería de mujeres que recorren anhelantes los lienzos de palabras en diálogo con el pintor estadounidense.
David Le Breton habla del cuerpo en la escritura como una construcción simbólica, no como una realidad en sí mismo. Aunque en estos relatos refulge la materia simbólica del cuerpo, las palabras se hacen carne y puro deseo. Gruia no pretende escribir sobre el cuerpo, sino escribir el cuerpo, que se convierte en el lienzo que leemos. Y, de este modo, participa de la propuesta semiótica de base fenomenológica sobre manifestaciones corporales (Merleau-Ponty), que persigue trazar una cartografía corporal. Se suma, por tanto, a la poética del cuerpo de figuras como Alejandra Pizarnik o Marguerite Duras, porque, como concluye Luisa Valenzuela, "los poros y la tinta son una misma cosa. Una misma apuesta".
Así arranca en Ioana Gruia "la revuelta íntima" de la que hablara Julia Kristeva. En estos doce relatos el deseo y el erotismo transcienden el simbolismo y la palabra. En una cafetería un hombre mira el "escote generoso" de una mujer y ella desea desnudarse e invitarlo a acariciar "sus senos desnudos" (página 39); unos senos "han relampagueado" y se convierten en "esferas de fuego níveo en la noche" (página 89); una mujer es observada por dos hombres y fantasea con desnudarlos a ambos imaginándose "sus ojos fosforescentes de deseo en la noche" (página 90).
Además, se suceden imágenes frutales cargadas de erotismo —"Percibió contra el cielo de la boca la carne oscura de una cereza, la piel alveolada de una fresa, la pulpa jugosa de un melocotón" (página 39)— y la imagen cíclica del sol sugiere un deseo ardiente que recorre la narración, como el de una mujer que se mira el sexo "bañado por el sol y por remotas fantasías que la luz había liberado" (página 65) o el sueño de otra que "siempre había querido ser pelirroja, desprender fuego con la melena" (página 65).
Esta corporeidad, inteligentemente canalizada en cada relato, está ligada al uso de las sinestesias para alcanzar un estado de pura sensorialidad. En mitad de un flirteo, una mujer reconoce que le gusta el tintineo de una cucharilla: "Un ruido fresco, pensó, como este té helado" (página 39). En una escena de voyerismo, la voz de Billie Holiday "rasga las penumbras" y "desnuda las almas de los cuerpos desnudos" (página 92). En el último relato "la voz subía incendiaria desde algún rincón secreto de mi vida y de mi cuerpo y se mezclaba con la humedad pegajosa de la tarde" (página 125). Pero esta corporeidad no se explora sólo en un plano erótico. Estas sinestesias también se asocian a la niñez y la especial habilidad de romper fronteras racionales para conectar sensaciones. En Nighthawks las palabras tienen colores y sabores: "filibustero es amarilla tirando a dorada y por supuesto sabe a mar" y Nueva York es "una palabra rojiza que olía a hormigón" (página 13).
Para convertir el cuerpo en su peculiar lienzo, Gruia recurre a la écfrasis y nos adentra en un juego intermedial donde sus relatos parten de los cuadros de Hopper, dialogan con él, pero nos llevan a otra dimensión, a otros lienzos con sabor propio. Ya desde el principio, en Nighthawks, un padre copia un cuadro y, a partir de ese momento, él y su hija entran en un mundo paralelo, muy parecido al real, pero absolutamente distinto, con ecos de Alicia y el espejo. Las Mujeres de Hopper pasan a ser entonces Mujeres de Gruia y las y los lectores nos convertimos de facto en esas mujeres dentro de luminosos cuadros de piel y de palabras.
A veces los cuadros de Hopper entran abiertamente en el relato, más allá del título y de las referencias. En Resolución, la protagonista se acuerda del cuadro de Hopper Cape Cod Morning, justo en el que se inspira el relato, y lo menciona varias veces estableciendo un diálogo más abierto si es posible. Además, la intermedialidad abraza la intertextualidad en protagonistas que suelen ser mujeres con estudios universitarios, sobre todo de Letras, que mencionan a Baudelaire, Eliot, Flaubert o Dostoievski, escuchan blues, jazz o música clásica, y anhelan ser actrices con veladas referencias a Hitchcock.
Esta exploración del deseo va unida al debate en torno al romanticismo y sus nocivos efectos en las mujeres. Tal vez comulgando con los retratos de soledad del pintor estadounidense, Gruia nos ofrece personajes femeninos que acaban siendo víctimas de los modelos románticos, condenadas finalmente a la soledad. La protagonista de Resolución (doctora en literatura comparada) quiere "morirse de amor", "vivir una pasión absoluta, feliz, desesperada, días y noches de extenuación de los cuerpos … Amor y escritura" (página 58). Estas mujeres se entregan a una pasión desenfrenada, pero parecen no poder escapar de lo textual y sus efectos, pues los referentes literarios son demasiado poderosos como para disociarlos de sus propios cuerpos. Es entonces cuando la dimensión simbólica del cuerpo de la que hablaba Le Breton parece entrar en el universo de Gruia.
En El último encuentro, la protagonista es una bibliotecaria obsesionada con Guerra y paz de Tolstoi. Los protagonistas del relato de Gruia se saben este libro de memoria y se identifican con Natasha Rostova, ella, y con Bolkonsky o Kuragin, él. No sólo destacan las resonancias literarias, sino que el protagonista se asocia continuamente a un "actor de cine clásico" y aparecen los acordes de la canción Ojos negros del "viejísimo disco" de Chaliapin. La bibliotecaria es Natasha bailando "a la luz de la lumbre" y "cabalgando sobre la blancura de la inmensa estepa rusa" (página 77). Esas referencias literarias, musicales y fílmicas son el lienzo perfecto sobre el que proyectar su deseo, pero podemos llegar a sentir que estas mujeres también están atrapadas en ese imaginario. Lo mismo le ocurre a la protagonista del siguiente relato, "lectora voraz de novelas, sobre todo de novelas del siglo XIX" (página 82), con alusiones a Anna Karenina, otra novela de Tolstoi. Aunque la corporeidad de los relatos es innegable, la autora parece advertirnos de la materia simbólica que recubre el cuerpo.
La proclamación del cuerpo femenino y sus deseos va ligada a la importancia de los espacios conquistados. La habitación propia de Virginia Woolf resuena con fuerza en estos cuentos, pero también otros espacios reales o imaginados. En Habitaciones junto al mar, un relato cercano al realismo mágico, aparece una misteriosa isla como espacio buscado y conquistado por la protagonista. La habitación propia es un tropo central en "Resolución", donde la mujer busca desesperadamente un espacio con libros frente a la presión familiar por su papel doméstico: "comprendió que había dejado de importarle por completo todo lo relacionado con la casa, salvo su cuarto de trabajo" (página 51). La protagonista de Una mujer al sol también defiende su derecho a escribir y su independencia económica.
En Las mujeres de Hopper, Ioana Gruia nos adentra en una escritura del cuerpo y del deseo y nos advierte de que nuestra obsesión por narrar y domesticar el cuerpo, como le ocurre al protagonista de Tríptico, puede conducir al fracaso. Mientras que él intenta agarrar la vida a través de la palabra—"todo lo que nos rodea nos narra"—la chica del mar con su "belleza felina" escapa a toda narración. Mientras él camina por la arena de la playa con sandalias, en otro relato la protagonista "hunde los pies en la arena caliente" (página 40). La protagonista de Tríptico pega la oreja al cuadro y escucha el mar, "pero está demasiado lejos" (página 37).
Encerradas y aisladas, quizá libres
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Como una chamana de la palabra, Ioana Gruia nos hace hundir los pies en la arena caliente mientras escuchamos el mar cerca, muy cerca.
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Gerardo Rodríguez Salas (Granada, 1976) es profesor titular de Literatura Inglesa en la Universidad de Granada, máster en Estudios de Género por la Universidad de Oxford y Premio Extraordinario de Doctorado, y finalista del XXVII Premio Andalucía de la Crítica.