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Los mundos paralelos de Murakami

La ciudad y sus muros inciertos

Haruki Murakami 

Editorial Tusquets (2024)

La incomunicación contiene ahora formas inimaginadas hace más de cuarenta años, cuando Murakami fantaseó con los mundos dispares de La ciudad y sus muros inciertos. La soledad hoy hiere con un filo más lacerante por sibilino. La conexión incesante todo el tiempo, en el espacio con límites esponjados y en los contenidos innúmeros acaba, con frecuencia, en una reclusión sobrevenida. Incomunicación y soledad, haz y envés. Las preocupaciones vertebrales de la quincena de novelas de este escritor nacido a la literatura a las 13.30 de un caluroso uno de abril de 1978, mientras presenciaba, cerveza en mano, un partido de beisbol en el Jingu Stadium de Tokio. Un golpe perfecto de Dave Hilton le reveló su destino. Llegó a casa, comenzó a narrar y este maratoniano tenaz no ha parado de ahondar en las almas desgonzadas durante cuatro extensas décadas. En el epílogo de esta obra explica que, en 1985, desarrolló un argumento similar dentro de El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas, su obra cumbre casi por consenso. Quedó "inconcluso" y, por eso, vuelve a recrear ese universo tantos años después. Se lo debía.  

El yo y el tú, él y ella, pronombres sin nombres —una constante de Murakami, aunque sí denomina a otros personajes—, apuntalan las fortalezas del exterior flexible y de la hermética ciudad amurallada. Ella, que es tú en la primera parte, socava un foso abisal y sin expectativas al enfilar un enamoramiento. Territorio extramuros, donde se conocieron como ganadores de un concurso de redacción sobre la amistad: el chico escribió sobre su gata y la chica, de su abuela materna. Primer beso, "simplemente, sucedió". La secuela, la adolescente de dieciséis años le dice "quiero que toda mi persona te pertenezca… llegar a ser una contigo". La ansiedad interrumpida en él, a sus diecisiete. "Decidí relegar toda relación carnal para más adelante". Enseguida pierden pie en un desfiladero angosto. La identidad desdoblada. En esta duplicidad espectral, la joven exhibe su yo auténtico distante, reside "en una ciudad muy lejos de aquí… no tiene nombre y está rodeada por una gran muralla… En esa ciudad, no tengo nombre y tampoco lloro". Retumba el gong realista con lo irreal: "de quien te enamoraste en el mundo exterior fue de mi sombra". El amor y el dolor. Temas recurrentes desde el primer Murakami: Escucha la canción del viento, Pinball 1973 y La caza del carnero salvaje.

Los muros son para este escritor una metáfora del sistema. Dicho por él. Entrañan peligros —más aún quienes los secundan amansados— pese a sus disfraces de "integridad, solidez y aislamiento". La rigidez intramuros "inciertos" pese a sus cambios aparentes como "si de seres vivos se tratara". Allí, en la ciudad amurallada penetran ella, convertida "en la dueña de mis pensamientos", concluye él, que la sigue. El hikimori, el aislamiento social voluntario, un fenómeno entre los jóvenes japoneses. Lo pintó Tetsuya Ishida, artista que solo vivió treinta y un años y renegaba de Murakami. Los dos retratan la crisis del ser humano actual.  La introspección y el ascetismo: "lo principal es superar la tentación del mundo". Semejante a la clausura monacal impulsada por las confesiones más disímiles. Un microcosmos donde la palabra estorba y todo, o casi, lo dice el silencio, "la pertenencia más íntima que teníamos en común… Nadie hablaba con nadie a no ser que hubiera razones de peso". Una semejanza más, las briznas de comunidades a destiempo, detenidas en un instante —como los amish o los menonitas—: un lugar "humilde y frugal… sin electricidad, sin gas, sin manecillas en los relojes, sin libros en su biblioteca…".                                                                                                                                              

Una sociedad casi feudal, donde esa biblioteca contiene la esencia. No habita el conocimiento en sus anaqueles. Ningún parecido a los secretos cobijados en los estantes abaciales de El nombre de la rosa. Aquí, solo alberga viejos sueños ovoides. Ecos de El Palacio de los Sueños, del albanés Ismail Kadaré, donde los recogen para descifrar intrigas y traiciones futuras. El poder despótico para mantenerse incólume. En La ciudad y sus muros inciertos, el propósito es más vaporoso. Interpreta el murmullo remoto de los sueños como "fuente de conocimiento espiritual". Mero psicoanálisis. A esa biblioteca solo acuden él, que lee con dificultad los vaivenes del subconsciente, y ella, que le prepara té y medicinas para curarle los ojos y estimularle el pensamiento. Una relación asimétrica. El muchacho sabe quién es la chica. Pero la muchacha le había advertido: "aunque nos veamos en la ciudad, no te reconoceré".                                                                    

La sombra, prolongación de la persona cuando prevalece la luz. Escoria en el recinto fortificado, el "alma oscura que se ha alejado de uno" y "no le queda más remedio que morir". Imprescindible desanudarse de ese lastre para avecindarse intramuros. Sin embargo, la silueta es, más que un perfil, la piel de la realidad. El Sancho Panza consciente y pragmático, anclado en el exterior, su mundo "auténtico y sincero". Desollada de su Quijote, el espíritu sin rémoras, la sombra apenas sobrevive como un resuello efímero. Por eso, huyen, franquean el aislamiento. Vuelta a ser el cuerpo y su reflejo, enhebrados.

Ya persona madura, cuarenta y cinco años, en la extensa segunda parte, él vive en una localidad pequeña, Z**. Procura "tranquilidad y silencio". De nuevo, trabaja en una biblioteca, ahora con volúmenes veraces y contenido múltiple. Capricho de un pudiente excéntrico, con nombre, Koyasu, partido por la desgracia. Un mecenas fantasma y filósofo con quien Murakami vira del psicoanálisis al existencialismo. "Esto que tiene ante sus ojos no es más que un estado transitorio hacia la nada, hacia la eternidad de la nada, porque la nada es eterna". La nada y el absurdo sartrianos, aunque sin la náusea del filósofo y escritor francés, que en El muro edificó las vicisitudes ante la muerte al alba siguiente. En Z** atisbará otro enamoramiento, cercenado al combinarse su añoranza, "ya hay una persona a la que nadie puede sustituir", y la coraza protectora de la mujer, divorciada reciente. De nuevo confronta la batalla interior y la apática confusión masculina con la lucha externa femenina, un personaje en reconstrucción. Un reparto de papeles más evidente con la servicial y eficaz bibliotecaria Saeda. (Las funciones según el género, sustento de las críticas a Murakami por estereotipar). Quien más recurre a los fondos de la biblioteca es un adolescente, M**, reacio a comunicarse, vestido con una sudadera Yellow Submarine. (Los Beatles, una referencia para este escritor melómano, que regentó un local de jazz. Menciona, también, a Cole Porter, Dave Brubeck. Y a Mozart, Vivaldi, Borodin… Una constante). Este chico explica su ensoñación, la muralla. La levantaron, asegura, para obstaculizar "el contagio de una pandemia del espíritu, del alma". El muchacho disfuncional como señuelo. Zurcido con este joven, el protagonista vuelve a los diecisiete, émulo por sorpresa de Benjamin Button. La tercera parte. El regreso al bastión inexpugnable donde habitan las conciencias sin el peso de su sombra. El desapego para reencontrarse con ella: "desear algo, de corazón, no es tan sencillo… Hay que desprenderse de muchas cosas". La renuncia, la incorporeidad.

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No pretende Murakami una consistente arquitectura narrativa. No es su fortaleza. Prefiere la ambigüedad desabrochada, la libre interpretación del lector del significado de sus vigilias. Un cierre sin goznes. Él, que no recuerda soñar, llueve nubes donde agarrarnos. Difumina los márgenes para que dibujemos mapas personales y trabemos lo tangible con lo fantasmagórico. Y transmigremos desde la larva ensimismada hasta la crisálida que vuela por encima de ciertos muros ciertos del alma.

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* Prudencio Medel es periodista.

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