"Seguimos siendo santas o putas", la huella indeleble del 'Patronato de protección a la mujer' franquista
"Si no te portas bien te mandamos con las monjas". Es esta una advertencia normalizada durante el franquismo que verbalizaba en forma de amenaza una realidad silenciada. Porque no, no era una frase hecha. Era un aviso alto y claro para todas las chicas jóvenes: si no se adaptaban al modelo de mujer establecido como canónico por el régimen, acabarían en conventos de las Oblatas, las Adoratrices o cualquier otra orden religiosa femenina. Y ellas se encargarían de ponerte rapidito en el buen camino.
Lo harían en alguno de los muchos centros del Patronato de protección a la mujer, una institución pública creada inicialmente a principios de siglo para atajar la prostitución, pero que tras la Guerra Civil se convirtió en toda una red de reformatorios, un entramado carcelario patriarcal, para salvaguardar la decencia moral de la mujer. Un artefacto represivo del régimen, en definitiva, que se mantuvo operativo desde 1941 hasta 1985. Nada menos.
"La Transición no llegó al mismo tiempo para todos. Mientras la gente estaba en ese momento de cambio, todavía había mujeres encerradas en reformatorios y conventos por sus comportamientos, por sus conductas, por algo que se entendía que era un pecado", destaca a infoLibre María Palau Galdón, coautora junto a Marta García Carbonell de Indignas hijas de su patria (Institució Alfons el Magnànim), un libro fruto de fruto de una beca de la Unió de Periodistes Valencians y la Diputación de Valencia que, desde una investigación centrada en aquella comunidad, retrata todo lo que a nivel estatal perpetró el brazo ejecutor de la violencia de género del franquismo.
Así las cosas, durante 44 años el Patronato de protección a la mujer, organismo encuadrado en el Ministerio de Justicia pero controlado por la Iglesia católica, buscó según los principios del nacional catolicismo la dignificación moral de la mujer con el objetivo fundacional de controlar y eliminar el ejercicio de la prostitución clandestina de menores de edad. Sin embargo, con el devenir de los años se erigió como un sistema de control sobre la población femenina que trató de imponer un arquetipo homologado de mujer regido por la decencia, el recato y la castidad.
Bajo el ojo vigilante de las órdenes religiosas femeninas, miles de muchachas fueron encerradas en reformatorios, convertidos en espacios de tortura, represión y castigo para redimirlas de sus pecados. Lugares caracterizados por las violaciones extremas y sistemáticas de los Derechos Humanos cometidas contra niñas y mujeres de menos de 25 años, que acaban allí por los motivos más variopintos y de las formas más truculentas: redadas callejeras, denuncias de familiares, profesores, monjas o curas...
"Si el Patronato pudo existir durante más de cuarenta años es porque hubo un consenso social, o por lo menos un silencio, una especie de colaboración social que permitió que todas esas niñas fueran recluidas en estos centros. Las maneras de llegar eran muchísimas porque era toda una red de denuncias", explica García, mientras Palau continúa: "Se perseguían comportamientos como fumar por la calle, ir de la mano con un chico, ser lesbiana, mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio e incluso ser violada, generalmente por un familiar". "Todo ello con un silencio tan efectivo que ha permitido que lleguemos a 2024 y apenas se conozca realmente el Patronato", apostilla.
Y no se conoce porque, aunque aún a día de hoy siguen vivas mujeres que estuvieron en estos reformatorios, también "siguen con el trauma, marcadas por lo que el Patronato las hizo", tal y como expone García: "Faltan mujeres que quieran hablar de su experiencia por muchas razones. Primero, porque muchas de ellas nunca se han sentido con la fuerza suficiente para denunciar lo que vivieron y, segundo, porque otras muchas ni siquiera saben que estuvieron dentro del Patronato de protección a la mujer. Saben que estuvieron, por ejemplo, en un convento de Adoratrices, pero no que eso dependía de una organización a nivel estatal. Además, muchas se sentían culpables por lo vivido allí".
Por eso, ambas autoras hablan de un "trabajo de justicia y reparación" que todavía se puede hacer con algunas de estas mujeres en vida. Como por ejemplo Consuelo García del Cid, escritora y activista incansable por la causa, o Pilar Dasí, una "psicoanalista muy inteligente" a la que cuando conocieron y le empezaron a hablar de todo esto les decía que le estaban "abriendo un mundo en el que había estado pero desconocía por completo". "No tenía los significantes para nombrar qué era aquello, pero al empezar a saber más no estaba abriendo heridas, sino logrando reparar todo aquello", ejemplifica García antes de sentenciar: "La huella que les dejó es imposible de borrar".
Una huella impresa, de nuevo, por el silencio, que era lo que reinaba en estos centros, en los que en no pocas ocasiones incluso estaba prohibido que las chicas hablaran entre ellas, pues veían "peligroso que dos niñas se hiciesen muy amigas", según Palau. Unas jóvenes que tenían que soportar comidas "horrorosas" y duchas muy frías, que en algunos reformatorios tenían que ser vestidas para evitar que tuvieran "pensamientos impuros". Todo ello, por supuesto, en un clima que las forzaba a rezar como parte de ese "proceso de redención" al que estaban siendo sometidas sin casi saberlo y que incluían "desprecios" y "castigos".
Elena Francis, la influencer 'fake' que adoctrinaba en el franquismo: "Se barrió a la mujer republicana"
Ver más
No faltaban unos "trabajos forzados" por los que no recibían dinero alguno, "o apenas recibían", en palabras de Palau, "siempre dentro de ese patrón de mujer ideal de punto, bordado y confección". "Conforme avanzan las décadas se introduce mecanografía, secretariado, peluquería, pero siempre en la línea de ese estereotipo de lo que puede y debe hacer una mujer", detalla. Porque "una mujer que no pudiese ser buena esposa o buena madre, según la dictadura, no era útil", subraya Palau, debido a que las mujeres eran útiles en la medida en que podían ser madres y podían "traer nuevas personas al mundo, pero también en el futuro educar a esos adeptos del régimen".
"Por eso, una mala mujer no podría cumplir esa función", resume, lo cual las convertía, como bien dice el título de esta investigación, en Indignas hijas de su patria: "Una patria que no era de ellas, sino de otros, en masculino sobre todo, y toda transgresión de ese ideal de mujer perfecta, de mujer sumisa, abnegada, buena esposa, madre y cristiana, era peligrosa. Por eso se entendía incluso que esas mujeres estaban contaminadas y podían ser elementos contaminantes, por lo que había que aislarlas. Y dentro de ese aislamiento había que castigarlas e intentar redimirlas". Todo un entramado que "no hubiera existido sin la iglesia", pues aunque el Patronato -que se estructuraba en una Junta Nacional con cincuenta juntas provinciales, con Carmen Polo como presidenta de honor- dependía del Ministerio de Justicia, el funcionamiento diario dependía de las monjas y esos conventos.
Durante los primeros años, por cierto, esta labor tiene un claro componente y de clase de perseguir a las mujeres republicanas, si bien las autoras han constatado que, conforme iba avanzando el tiempo y el Patronato "continúa sin que nadie le cuestione, desaparece esa cuestión de clase". De hecho, muchos de los testimonios que están saliendo ahora para contar su historia son de "mujeres de familias burguesas de los años setenta u ochenta, con lo que al final se convierte en algo transversal para controlar toda transgresión de ese modelo de mujer que se perseguía", detalla Palau, antes de que García lamente que si bien "obviamente" en la actualidad no hay una "institución que encierre a las mujeres por tener comportamientos que se alejen de la norma", la sombra de esta red carcelaria es aún alargada y su discurso, "aunque no tan fuerte, ha pervivido". "Según cómo actuemos seguimos siendo santas o putas. Ese discurso de eres santa o eres puta continúa a día de hoy", remata Palau.