Ser marxista en filosofíaLouis AlthusserAkalMadrid2017Ser marxista en filosofía
Tal vez parezca un anacronismo traer hoy a colación aquellos escritos en los que Louis Althusser en 1976, en pleno debate del Partido Comunista Francés sobre la eliminación de la “dictadura del proletariado”, se planteaba la conquista de los aparatos ideológicos de Estado por los intelectuales, aliados objetivos de la clase obrera. Pero la ausencia de debate sobre el fracaso de la URSS y la crisis de la socialdemocracia europea marcan los límites a una izquierda que oscila entre la impotencia ante la cada vez más lejana “profundización” en la democracia, y la desesperación frente al anhelo utópico de una sociedad más allá del capitalismo globalizado. Incluso hay quien postula una salida anticapitalista que nos saque —no se sabe cómo— fuera del sistema globalizado.
La obra de Louis Althusser, Ser marxista en filosofía, reeditada por Akal y con texto establecido por G. M. Goshgarian, es un punto de partida interesante para mirar con perspectiva este debate. En esta obra se plantea el materialismo en oposición a la filosofía idealista, “que trata de la esencia de todo y de su contrario”. Una filosofía que Althusser se dedica a desmontar desde Platón a Lévi-Strauss pasando por Kant, sin olvidar al propio Althusser. El texto recoge en lo fundamental la conferencia impartida en la Universidad de Granada, La transformación de la filosofía. Una conferencia multitudinaria que abarrotó el crucero del viejo Hospital Real e hizo resonar esa primavera de 1976 sus ideas en las filas del Partido Comunista y en otras organizaciones políticas que aún luchaban contra los últimos coletazos del régimen franquista. Franco había muerto, pero el “Espíritu del 12 de febrero” de Arias Navarro, la tímida reforma —a partir de las “Leyes Fundamentales” del régimen—, fracasada antes de nacer, seguía reprimiendo cualquier manifestación de libertad. Althusser presentó esta conferencia en la creencia de que en España, frente a lo que ocurría en Italia —el “Compromiso Histórico”, por el cual el PCI trataba de buscar consenso con el resto de las fuerzas en torno a las instituciones democráticas para evitar tentaciones autoritarias—, era aún posible una estrategia de más largo alcance. Más allá del “logaritmo amarillo” había estrategia y vida. Una estrategia –tal como afirma Althusser— “que consiste en sitiar desde dentro los aparatos ideológicos, cosa que se puede hacer porque estos no son muy fuertes y, una vez que los aparatos ideológicos han sido ocupados desde dentro, el proletariado está de algún modo en posesión del Estado, por tanto, del poder del Estado… sin haberlo tomado previamente”.
Por contra, Paul Boccara, miembro del Consejo Nacional del PCF, presentaba entonces una teoría sobre la transición al socialismo como consecuencia natural de la evolución del capitalismo, una vez llegado este a la fase monopolista de Estado (CME) en la cual, éste deviene una gigantesca empresa económica. “El pueblo de Francia puede entonces ahorrarse la lucha de clases, para iniciar la transición al socialismo. Basta que resuelva votar por una “democracia avanzada” –ironiza Goshgarian— para limitar el poder de los monopolios, lo cual será más fácil cuando la contradicción entre las viejas relaciones de producción y el desarrollo desenfrenado de las fuerzas productivas debido al progreso tecnológico pongan al capitalismo monopolista del Estado en crisis”. Esta lógica de “colaboración de clase” se asemejaba a la propuesta de Kautsky tras la Primera Guerra Mundial, según la cual el capitalismo había devenido ya un “trust único de Estado” que podría ser transformado en la primera fase del socialismo, mediante una simple transferencia de los títulos de propiedad.
De este modo, el PCF hacía suya la idea de que el capital sobreacumulado que no encuentra fuerza de trabajo para explotar “se hace ligar por el Estado” del capitalismo monopolista del Estado, que lo emplea en sectores no rentables, particularmente en los “servicios públicos”. Pero la noción de “servicio público” es falaz para Althusser, es una noción ideológica. Las medidas sociales arrancadas por la clase obrera establecen ciertas condiciones para la reproducción de la fuerza de trabajo a cargo del Estado. Es la clase obrera la que financia esos servicios, pagando proporcionalmente más impuestos, directos e indirectos, que los otros. Además, los servicios que financia sirven principalmente a los intereses del capital, y no a los suyos propios o sólo de rebote. En palabras de Althusser, “el error fundamental de 'los muchachos del CME” no reside tanto en creer que una crisis sistémica obligaría a los capitalistas a volverse hacia el Estado y, en consecuencia, a aceptar que su capital derive a sectores no rentables, sino en creer que pueda existir tal límite. En realidad, “no hay barreras absolutas para el capital”. Era la solución del “algoritmo amarillo” de la socialdemocracia, que condenaba a la clase obrera a la pasividad.
Hoy los Estados se están desmontando, las empresas públicas se han privatizado, y la izquierda, sea radical o no, reivindica el fortalecimiento y la ampliación del sector público (educación, sanidad, pensiones, etc.) y lucha por unas instituciones democráticas. Pero entonces, Althusser no creía en esa vía de profundización en la democracia. Sólo haciéndose con el Estado, podría el proletariado expandir los intereses generales. Desde su punto de vista, la posesión del Estado permite al proletariado ejercer un poder efectivo en su defensa mediante una transformación de las instituciones, de los aparatos ideológicos de Estado (AIE).
Pero hay una condición previa y necesaria: mantener la lucha de clases en la teoría, inseparable de la dictadura del proletariado. Para ello se debe disponer de un concepto claro de ideología, que permita crear una teoría de las ideologías (a su entender, inexistente en los países del Este y en los partidos comunistas del Oeste). Debe ser una teoría sobre la sobredeterminación que ejerce la superestructura, y para ello hay que analizar ante todo los efectos de los discursos que orientan su formación. A partir de ahí, se pueden clarificar las prácticas reales a las que recubren, en tanto enclavadas en el seno de una sociedad de clases.
Para clarificar, hay un discurso clave a desmontar. Un discurso que, no teniendo objeto propio, se ocupa del objeto de toda otra disciplina, para elaborar sus categorías. Dichas categorías son asumidas por los otros discursos y penetran en las prácticas organizadas por los mismos. Se trata de la filosofía. Por eso, la filosofía es la punta de lanza de la lucha de clases en la teoría, en tanto presta a los individuos incluidos en una sociedad de clases sus categorías para imaginarizar y disfrazar la realidad de sus prácticas. No creo que nadie conceda hoy tanta relevancia la filosofía, pero en 1976 tenía sentido el concepto de “formación social”, el de “Estado” que delimita a ésta jurídicamente; y todavía era creíble conceder esa centralidad a una filosofía que, negando su función política, regía sobre las concepciones ideológicas y políticas. La experticia aún no había arruinado el diálogo y la reflexión política.
Por ese tiempo, retomando posiciones suyas anteriores de los sesenta, Althusser hace autocrítica frente a su teoricismo, y se posiciona como teórico de la no-filosofía. El corte epistemológico es un efecto del idealismo. Tampoco podía existir una filosofía marxista a la manera en que la pensaban los ideólogos del Este (Luckás, el más eminente), ignorando el papel que cumple en relación a la ciencia y a las ideologías, ni siguiendo los pasos de la socialdemocracia o de la tradición burguesa. “La filosofía dominante soslaya el hecho de estar dominada por la política y determinada por las ciencias, a las que pone de negación en negación… en un estado de sumisión y de explotación apologética que sirve a valores extracientíficos”. Esa relación de negación es efecto de complicidad con la política de las clases dominantes. Por el contrario, “la filosofía marxista actúa bajo la dependencia de una ideología proletaria y que, por ello, tiene un “vínculo orgánico” con la política”. Igual sucede con el resto de las filosofías, sólo que estas niegan tener una relación con la política.
El giro hace converger una tradición “desviante” (Epicuro, Maquiavelo, Spinoza, que sí reconocían esa raíz política y anticipaban a Marx) con un “materialismo del encuentro” o “aleatorio”, basado en la noción epicúrea de clinamen (trayectoria azarosa de los átomos). El principio del “materialismo aleatorio” supone el agrupamiento de una serie de elementos “cuyas disposiciones internas y cuyo sentido varían en función del cambio de lugar y de rol de estos términos”, pero a partir de ahí puede irrumpir una nueva estructura. Se trata de… elementos que tengan “un origen diferente e independiente” y que, sin embargo, posean la capacidad, comprobable retrospectivamente, de “aunarse para constituir esa estructura (…) ponerse bajo su dependencia y transformarse en sus efectos”. No hay determinismo, hay “encuentro” de elementos causados y sobredeterminados. Ese clinamen, el azar en la conjunción de elementos de todo tipo, puede alcanzar una dimensión política; lo que deja cierto margen a la idea de libertad, dejando la impresión de cierto decisionismo. Pero para que ello suceda, debe haber una cierta liberación de los elementos, fundamentalmente teórica. Recordemos que la teoría trata, entre otras cosas, de poner sobre sus bases materiales las distintas prácticas recubiertas por la ideología.
La filosofía, como toda práctica, queda oculta por los efectos de su propio discurso. Y aquí viene lo importante, uno de los efectos esenciales de ese discurso es cierto proceso de subjetivación; un efecto fundamental que se transmite al resto de los discursos y que, al incumbir al sujeto, queda a la base de toda ideología.
Para este punto de conexión entre la generalidad de los discursos y sus prácticas (jurídica, política, religiosa, filosófica, etc.) y el “efecto” sobre la particularidad del individuo que lo encarna, Althusser recurre al psicoanálisis y, en especial, al psicoanálisis de Jacques Lacan. De su primera formulación teórica toma la noción de “lo imaginario”, pero encajado en una teoría marxista sobre las relaciones sociales de producción en el marco de las contradicciones de clase, amortiguadas por el Estado - como fuente de alienación. La filosofía es el discurso clave de cohesión ideológica para la dominación de la burguesía, por eso es siempre “filosofía de Estado”.
La gnoseología, como parte de la filosofía, encubre el conocimiento real al ignorar la dinámica de clases, y la ontología da por sentado “lo que es” sin atisbar la contradicción. Pero el núcleo de toda ideología es el proceso de subjetivación, lo que él denomina “el efecto ideológico fundamental”. Para Althusser ese núcleo comienza con el discurso jurídico burgués. En él se produce una transferencia de la “causalidad estructural”, no en el sentido “expresivo” hegeliano, sino en el marco de una teoría marxista de la contradicción a una causalidad imaginaria, que el sujeto se atribuye a sí mismo, mediante un juego de reconocimiento /desconocimiento. El sujeto se identifica a su nombre; basta que alguien lo llame, para que vuelva se gire y se reconozca: “ese soy yo”. Y en esa operación, puede reconocerse como “culpable” (recordemos la mala fé de Sartre) o deslizarse hacia otro reconocimiento en el discurso, que le permita erguirse en toda su estatura y convertirse en amo de su pensar y de sus actos. La primera forma que adquiere ese sujeto- yo en el capitalismo es como sujeto jurídico, es decir como sujeto responsable, o por decirlo de otro modo, como sujeto dueño de sus actos y por tanto responsable de transigir con o infringir el orden de la ley impuesta y atenerse a las consecuencias.
Se oculta con ello la auténtica realidad de las prácticas sociales, pues el yo, “trabajador”, responsable, libre de hacer o no hacer su trabajo, de hacerlo bien o mal, de elegir ese u otro, de vivir aquí o allí, etc., no posee más realidad que la de ser una ficción derivada de esa categoría de sujeto, sostenida y elaborada a partir de otras categorías “origen”, “causa”, “permanencia”, “sustancia”, “finalidad”, etc., que ocultan la realidad de esa práctica enmarcada como fuerza de trabajo empleada en determinado sector, sometida como mercancía a un mercado, determinada por el desarrollo de los medios técnicos y de las relaciones sociales de producción. Nada de libertad del individuo “trabajador”. El individuo identificado al señuelo “trabajador” (la matriz de la relación capitalista es la que se entabla como “individuo libre”), está de entrada sometido por las prácticas ligadas a la producción de bienes y mercancías, ley de mercado, de intercambio del valor, de producción de plusvalía, etc. Tampoco cuando el individuo se reconoce, no ya en su nombre propio, sino como “padre de familia”, como “propietario”, como “intelectual”, “filósofo”, o cualquier otro agente reproductor de cualquier práctica ligada a un discurso y acorde al sistema que rige esa formación social corre mejor suerte. Pero este creer en sí mismo como causa es fundamental para la reproducción de toda ideología, pues es desde su raíz que se crea la ficción del sujeto libre. Y esto sucede a partir del lenguaje, a partir del orden simbólico que precede a todo sujeto, y que Althusser recoge de manera peculiar del primer Lacan. A ese Otro del lenguaje, que a Lacan le sirve para enhebrar la palabra emergente del aquí y el ahora con lo que quedó dicho y articuló al sujeto, Althusser lo denomina “Ley de la Cultura” como sistema simbólico inserto y en función de la lucha de clases.
Los efectos de las categorías de la filosofía, como hemos visto, no son meramente teóricos, pues el sujeto los encarna y los hace suyos. El problema de la propiedad, por ejemplo, desde el discurso jurídico, no aparece como la apropiación de una clase sobre otra, de una clase que se apropia de los medios de producción y emplea el trabajo de otra clase para obtener plusvalía, sino como el derecho a la propiedad por parte del individuo. Un individuo que se cree así libre de comprar o vender la mercancía, sea ésta objeto o su propia fuerza de trabajo. De modo, que es el sujeto, como “yo” investido de dignidad y derechos, quien dispone de la propiedad y tiene o no derecho a ella. Por eso, la ideología, aunque alcance la coherencia a partir de las categorías elaboradas por la filosofía, surge a partir de las prácticas –no sólo de la ciencia- sino de cualquier práctica social al percibirse, sentirse y pensarse no como práctica concreta sometida a un orden social cuya raíz es la explotación de clase, sino como práctica producida por un sujeto libre y responsable de lo que piensa, hace y siente. La filosofía, que es también una práctica, permite, desde su dominio y gracias a sus categorías, unificar las ideologías y establecer un control inmanente, una capa de imaginario en torno al “sujeto libre”, matriz de toda ideología burguesa.
Ahora bien, el proletariado como clase emergente –afirmaba Althusser— debe asegurar el nuevo modo de producir mediante la “conquista del poder” y necesita también que “esa clase (el proletariado) haya transformado el Estado, el aparato de Estado, para adaptarlo a su explotación y a su particular represión: y esto no puede hacerse sin una lucha de clases, siempre muy larga en la economía, en la política y en la ideología”.
Entonces, ¿cabe una filosofía marxista? Propiamente no. La teoría marxista es inseparable de la “dictadura del proletariado”, que es la toma del poder del Estado (de los aparatos ideológicos de Estado) como instrumento fundamental para reprimir las prácticas de apropiación y de reproducción de la anterior clase dominante e implantar el nuevo modo de producción, aunque, según el propio Althusser, no necesariamente implique la toma violenta del poder. Como recoge Goshgarian “el Estado de la dictadura del proletariado es un Nichstaat, un 'Estado-no-Estado' (Engels, Lenin) destinado a su desaparición, y la filosofía que le corresponde es, según Althusser, una filosofía-no-filosofía”. El concepto “dictadura del proletariado”, de tan funesta denominación, constituye la punta de lanza del “antiestalinismo de izquierda” que resumía, a su entender, su intervención político-filosófica de la primera mitad de los años 1960. Era su crítica de las interpretaciones economicistas y humanistas del marxismo.
No puede haber una filosofía marxista por cuanto no hay aún una toma del poder y, como consecuencia no puede existir una nueva forma de concebir las prácticas sociales, más allá de lo imaginario de la ideología. Solo cabe la negatividad de un desmontaje de la filosofía, de la lógica de las ideologías existente.
Es evidente que, a estas alturas de la historia, el Estado ya no es Estado tal como era entonces. Permeado como está por las nuevas formas organizativas y por la experticia organizada e impuesta desde las distintas agencias, corporaciones y organismos supranacionales (EU, FMI, BCE...) su conquista, en caso de plantearse, habría de estar orientada más bien hacia estos nuevos centros de poder global, de carácter no estrictamente “político”. Lo mismo puede decirse de los llamados aparatos ideológicos de Estado (sistema educativo, Universidades, centros de investigación, producción cultural, etc.), que están cada vez más estandarizados y globalizados a través de agencias e instituciones supranacionales (OCDE, ONU, UNESCO) y disponen de un lenguaje “científico” común en todo lo referente a lo que podríamos denominar “factor humano”; fuerza de trabajo, asimilada a meros “recursos humanos” en gran medida precarizados, empleables en procesos sin unidad fabril, en vías de robotización, como una fuerza de trabajo globalizada, deslocalizada, temporaria y atomizada y sin más residuo organizativo que el corporativo, como “clase organizada”. Sin arraigo como clase, sin organicidad, globalizada y casi nómada laboral, sin comunidad estable ni sentido de pertenencia y conectada por intereses puntuales twiteros tan intensos como efímeros, ¿cómo podría verse llamada a la toma del poder?, ¿no tiene más sentido extender mecanismos democráticos allí donde coincidan intereses más generales?
Por otro lado, la “clase dominante”, en un contexto cambiante de acumulación de capital financiero e inversiones de carácter global, con una correlación de fuerzas en continua mutación en la Red y en el territorio, bajo estructuras agenciarias en alza y políticas en declive, y con un instrumento ultratecnificado de información lábil de consecuencias incalculables, domina acéfala a través de Internet en procesos vertiginosos de carácter colaborativo. ¿Qué significa aquí hacerse con el poder de los AIE? La dictadura de la clase del proletariado y el precariado, ¿qué poder habría de ocupar? Se usan ese tipo de conceptos por ciertos sectores de la izquierda, pero más bien constituyen preguntas, que estoy seguro Althusser se plantearía, y cuya respuesta no se vislumbra por ahora en los debates de la izquierda europea.
*Sergio Hinojosa es profesor de filosofía.Sergio Hinojosa
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