La vaquilla, la estampita y la hipocresía Cristina García Casado
Alianza contra la democracia
En el libro El nacimiento de la ideología fascista, sus autores parten de la premisa según la cual el fascismo, antes de convertirse en una fuerza política, fue un fenómeno cultural, principalmente sustentado como una rebelión contra los pilares europeos de la Ilustración, la Revolución Francesa, así como su memoria heredada y encarnada en el movimiento obrero. Podríamos decir que el fascismo fue un movimiento de reacción contra lo mejor de Europa. En la actualidad, necroliberales y neonazis van de la mano alrededor del mundo, y lo que los une no es solo el rechazo a la izquierda, sino la convicción de que la democracia sobra. No es nada nuevo; es la renovación de lo mismo de siempre, con contenidos que cambian, pero donde la forma perdura.
Ya avisaba Boissy d’Anglas, en el Termidor de 1794, cuál era el lugar que le correspondía al pueblo: debéis garantizar la propiedad del rico... la igualdad civil es todo lo que un hombre sensato puede exigir. La riqueza, esto es, el poder económico, que a su vez es condición para influir en el poder político, debe quedar fuera de cualquier decisión democrática. O, lo que es lo mismo, hay que perpetuar las relaciones en las que unos son meros medios para los fines de otros.
Más tarde, en el siglo XIX, la democracia se concibió como la democracia de propietarios, es decir, que voten y decidan los propietarios, los que cuentan con un determinado patrimonio, esto es, la gente de bien. Los iguales eran aquellos que eran su propio señor y tenían la propiedad suficiente, mientras que los excluidos eran los desposeídos, los proletarios forzados a vender su capacidad de trabajo.
Hace menos tiempo, en 1975, Rockefeller encargó a varios académicos que elaborasen un informe que se convertiría en la guía política de las élites: el informe de la Comisión Trilateral, llamado Crisis de la democracia: Informe sobre la gobernabilidad de las democracias. Era una época convulsa y de extraordinaria movilización global de una sociedad organizada que exigía más autonomía y más democratización de (todo) poder. El informe venía a decir que el problema de la democracia era su exceso, y que el problema de la participación era su desborde, por lo que se recomendaba desincentivar el interés colectivo por los negocios públicos y su participación en ellos. Eran momentos de ofensiva democratizadora y de poder popular; ahora, en cambio, el cuestionamiento, por parte de las mismas élites, de la democracia viene cuando ésta tiene las defensas bajas.
Hace ya unos años, se publicó en un medio un artículo que se preguntaba: ¿Deben votar solo los más preparados? A lo mejor, para votar, igual que para conducir, habría que sacarse una licencia: paradójicamente, la defensa de una epistocracia —el poder de los que conocen— expresa la falta de conocimiento sobre cómo opera la racionalidad política; hay un capítulo de Los Simpsons que lo resume muy bien, uno donde gobiernan los inteligentes y acaba fatal.
Restringir el acceso al voto a los más preparados es una vieja receta aristocrática que oculta una desigualdad de partida: ¿qué hace que unos estén más preparados que otros? Lo mismo que se justificaba en Grecia para no concebir como ciudadano a quien trabaja para otro: el tiempo, o más bien su ausencia, para poder deliberar y decidir sobre los asuntos comunes. Se trata de romper la tríada que concentra el poder, la riqueza y el saber: los que mandan son los que tienen y los que saben. Esa es la base del orden de la desigualdad. Por eso, para Aristóteles, la democracia es el tiempo libre de los pobres, y para Max Weber, el rentista es la figura plenamente libre para dedicarse a la política: la libertad política pasa por liberarse de la dominación, porque, para poder participar plenamente en la vida pública, hace falta tener resueltas las necesidades básicas. Así pues, los más preparados suelen ser quienes más tiempo tienen para prepararse y los que mejores condiciones gozan. La democracia es precisamente desordenar el orden de los roles y lugares asignados entre quien piensa y quien hace, entre quien obedece y decide.
Algunos creen que los ricos concentran la riqueza porque están más capacitados, y que los pobres son pobres porque son unos fracasados. Es al revés: unos concentran riqueza porque son ricos y otros fracasan porque son pobres. La riqueza y la pobreza son la premisa, no el resultado.
El objetivo político no puede ser frenar a la extrema derecha; eso es muy poco ambicioso y limitado. El objetivo tiene que ser democratizar el poder
El problema de las democracias occidentales ha sido precisamente el ataque sistémico y sistemático a las bases de la democracia, en su utopía donde la política podía reducirse a mera gestión de la gobernanza y la economía se convertía en una técnica y un automatismo. Cuando votar no permite decidir sobre cómo se ejerce el poder de la economía, quiere decir que la sociedad no puede decidir sobre aquello que atañe a sus vidas, y, por ende, la democracia se resiente. Esa impotencia puede desembocar en salidas reaccionarias. El problema, en definitiva, nunca es que la gente decida mucho, sino que cada vez decida menos.
El objetivo político no puede ser frenar a la extrema derecha; eso es muy poco ambicioso y limitado. El objetivo tiene que ser democratizar el poder. Uno no puede existir para frenar a otro; se existe para afirmar lo que uno es y persigue. Hay que ir a las causas y no quedarse con los efectos: fortalecer la democracia significa también elevar la calidad de vida, ofrecer seguridad, horizontes y garantías. Para algunos, es más fácil el cortoplacismo de dividir el campo político entre un fascista levantando el brazo delante de una sede y ellos. Pero eso tiene sus límites y sirve como excusa para no atender a lo importante y lo que subyace: las reformas estructurales, las reformas revolucionarias que necesita nuestro país.
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Jorge Moruno es sociólogo por la UCM, diputado de Más Madrid y portavoz de Vivienda.
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