Cayetana, La Oreja de Van Gogh y una crisis reputacional Eva Baroja

Los caminos de la política son inescrutables, aunque algo se puede aprender. Intervenir en política es, por definición, intervenir en el campo de las pasiones y convertir tu causa en la causa de otros, sea a través del miedo, la esperanza, la alegría, el amor, el odio, etc… En política no existe una relación lineal entre la dimensión de un tema y su relevancia e importancia pública. Algo puede ser reducido en términos cuantitativos y convertirse en un elemento central de la disputa política porque alude a valores y principios más amplios. Así pues, lo que centra el debate, lo que determina los alineamientos políticos y las posiciones sociales, no se explica necesariamente por algo que viva y experimente directamente mucha gente. Una operación política es básicamente una estrategia de generación de empatía, es decir, tratar de producir una imagen en los demás para que puedan ponerse ellos mismos en el lugar del otro o identificarse en lo que algo representa.
Por ejemplo, hubo un tiempo en el que era muy difícil criticar que se destinasen ingentes cantidades de dinero público al AVE en detrimento de los trenes de cercanías porque, a pesar de que en esa época el tren de alta velocidad lo usaba muy poca gente, se había convertido en el símbolo de progreso de todo un país y representaba una imagen en mucha gente, independientemente del número de personas que lo utilizaban.
Pensemos en la crisis de los desahucios allá por 2012. Que se convirtiese en el símbolo de toda una crisis de vivienda tiene que ver con que una gran parte de la ciudadanía empatizaba con el drama que vivían en sus carnes cientos de miles de familias. Su relevancia política tenía que ver con el dolor social que producía ver cómo sacan de sus casas a familias enteras e imaginarse qué pasaría si te pasase a ti. Esta empatía era posible en un contexto en el que la frontera marcada se daba entre bancos y familias.
Ejemplos de operaciones empáticas se pueden observar en casos de signo muy diferente, como puede ser el de la “ocupación”, nombre bajo el cual se encuadran cosas tan distintas como allanamiento, usurpación o morosidad. Poco importa el número real de casos porque su impacto no depende del número de afectados, sino de la percepción generada entre una parte de la sociedad que piensa que podría pasarle o se pone en su lugar, imaginando lo que supondría si le llegara a pasar. Las percepciones pueden estar basadas en datos ciertos o falsos, pero su efectividad política no depende de eso.
El dato no mata relato, salvo cuando el dato consigue convertirse en un relato más fuerte
Dejando de lado cómo se produce esa percepción —muchos intereses inmobiliarios, negocios, desplazar el debate sobre la vivienda, etc.—, lo importante es observar que lo menos relevante es el dato objetivo, no la percepción social y política de algo, el modo en que una situación consigue generar un afecto en los demás. El dato no mata relato, salvo cuando el dato consigue convertirse en un relato más fuerte.
También podemos encontrar ejemplos en los que un discurso toma fuerza cuando, aparentemente, tiene menos sentido que lo haga. Las acusaciones de que todo, incluido lo que hasta hace poco era democracia cristiana, es comunismo pueden parecer extemporáneas, pero es precisamente eso mismo, ese poder aplicarlo a casi cualquier cosa sin mucha lógica y criterio, lo que lo convierte en un artefacto que concentra en un mismo concepto todo lo asociado al mal.
En los estados alemanes que viven brotes xenófobos y gana la extrema derecha, la población inmigrante no supera el 6%, en contraste con zonas como Berlín, donde el porcentaje es de un 20-25%, y sacan sus peores resultados. La imagen construida funciona tanto si la realidad está presente como si no lo está. A lo mejor, la sensación de ser alemanes de segunda proyecta sobre los inmigrantes su propio miedo al descenso social, donde pasarían de ser los penúltimos a ser los últimos y, a la inversa, el rechazo a los inmigrantes puede ser percibido como una forma de integración y pertenencia a una comunidad, aunque sea de manera subalterna. El miedo a ser desplazados se convierte en la palanca para verse integrados. El rechazo al inmigrante sería el medio para ese fin.
Pensemos también en la acusación de vivir en “un infierno fiscal”, algo que, a todas luces, no es cierto en comparación con otros países de nuestro entorno. Pero lo más destacable es que este es un discurso que toma fuerza precisamente cuando, bajo el neoliberalismo, se ha reducido la carga al impuesto de sociedades, a la riqueza y patrimonio, así como los tramos y los tipos máximos del IRPF. Es decir, que se instala más el discurso del infierno fiscal cuando aparentemente tiene menos sentido. Sin embargo, aunque pueda parecer lo contrario, sí que tiene una lógica: es el reflejo de la pérdida de hegemonía de una cosmovisión, de un “cómo debe funcionar el mundo” y una determinada idea de justicia y libertad.
Lo reaccionario es como lo siniestro en Freud: no es nada realmente nuevo, es algo reprimido que retorna, es lo que debería permanecer oculto, pero se manifiesta generando angustia. Es el espanto producido cuando lo conocido y lo familiar de repente se vuelve algo extraño. El instinto reaccionario es el sometimiento que se nutre del desencanto, la resignación y el resentimiento: si todo es lo mismo y si todos son malos, que vengan los peores. El instinto de la emancipación es la liberación que se alimenta de la alegría y la igualdad. Hacer el bien por temor al mal acaba convirtiéndote en un esclavo; por eso, no basta con ser mejor porque el otro sea peor, no basta con frenarles: es necesario afirmarse uno mismo como lo deseable para ser libre.
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Jorge Moruno es sociólogo por la UCM y diputado de Más Madrid en la Asamblea de Madrid.
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