Por qué en Galicia decían que tiene más sombra que cuerpo Benjamín Prado

Recuerdo que en la época previa a los móviles con internet era común que quienes pasábamos siglos en el transporte público, por residir en grandes ciudades y lejos del lugar de trabajo o del centro de estudios, lleváramos un libro. Daba igual el género, podía ser cómic, novela, infantil, de cocina o hasta el manual para sacarse el carnet de conducir. La cosa era matar o aprovechar el tiempo y nutrir el cerebro.
A día de hoy, pese a que podamos llegar a pensar que los reels y los memes, tan presentes en las redes sociales, han sustituido a las letras, la realidad arroja cifras de lo más halagüeñas. Los datos del Barómetro de Hábitos de Lectura de 2024 refieren que, por primera vez, el porcentaje de población que lee libros en su tiempo libre supera el 65 % de la población (65,5 %). Es más, desde 2017, hay un 5.8% más de personas que leen libros por ocio.
Se trata de una excelente noticia en estos días de fervor y celebración literaria. Sin embargo, a mí me vienen a la cabeza las personas que no leen, sus porqués y cómo las juzgamos.
Cuántas veces habré oído decir, a la hora de hablar de ligues, “si tiene faltas de ortografía al escribir, ahí no es” o el también clásico “si voy a su casa y no hay estanterías con libros, paso”. De hecho, no descarto haberlo dicho yo misma alguna vez. Hasta que me callaron la boca y me bajaron los humos.
Tengo un amigo que me contó que un día su profesor le felicitó por las notas que sacaba y le pidió que le contara al resto del alumnado cuál era su fórmula de éxito. Él prefirió no contestar puesto que hubiera tenido que revelar que, como en el piso en el que convivía con su madre y sus cinco hermanos les habían cortado la luz, estudiaba con linterna y a duras penas.
Y sí, si bien es cierto que hay familias con pocos recursos que, pese a todo, se han dejado lo poco que tienen en comprarlos o en adaptarse a la carestía y hasta han generado un ambiente en casa proclive a ello, también las hay que no, que no han podido adquirir ni un libro o que no han tenido en su hogar ningún referente lector. Es más, que no han visto casi ni a sus padres ni a sus madres porque curraban el día entero fuera y, al llegar a casa, les tocaba hacerlo también dentro hasta que las pilas mentales se les agotaban y, por supuesto, también las del cuerpo. O cuyos progenitores no sabían leer. O que sabían pero les costaba apañarse en este idioma y con este alfabeto.
Por otro lado, hay pisos mínimos habitados al máximo en los que las camas son literas que se entrelazan en un tetris infinito que llega al techo y en donde las pertenencias no tienen hueco ni mucho menos las enciclopedias. Hay familias que, como mucho, tienen una habitación propia, que no una vivienda entera, y para las que las estrecheces son tan estrechas que comprar un libro puede ser una gesta capaz de desequilibrar la economía diaria, semanal o hasta mensual. Y pese a todo se adquiere o se intenta.
Hay familias que, como mucho, tienen una habitación propia, que no una vivienda entera, y para las que las estrecheces son tan estrechas que comprar un libro puede ser una gesta capaz de desequilibrar la economía diaria, semanal o hasta mensual
Y sí, menos mal que para resolver este tipo de carencias están las bibliotecas públicas. Ahora bien, ¿con qué documento de identidad puedes hacerte socia si no tienes ni NIE porque estás en situación irregular? Habrá sitios en los que valga el pasaporte del país de origen o que retuerzan las normativas para darlas de sí y ensancharlas a fin de que nadie se quede fuera, menos mal. Y aun así, superado este escollo, ¿qué dirección pones si no estás empadronada en ninguna vivienda? Y otra pregunta más, si acabas de llegar, ¿cómo tienes la cabeza cuando todo es miedo, explotación, desconocimiento y urgencia? Con ese panorama, ¿resulta prioritario hacerse el carnet de la biblioteca?
Por eso, aun teniendo claro que la apuesta por lo público es la mejor de las opciones, siempre y cuando se adapte a las múltiples realidades, también me parecen hermosas y necesarias las iniciativas vecinales que no dependen ni de edificios ni de burocracia. En mi municipio, por ejemplo, hay una especie de armarios sin llave adosados a contenedores de reciclaje en donde la gente deja libros para quien quiera llevárselos. He visto de todo, hasta apuntes de la facultad. Lo ideal es que quienes los recogen, los lean y los devuelvan para que no se rompa la cadena de solidaridad lectora o que dejen otros. Lamentablemente, no siempre pasa y buena parte de los que me he topado están vacíos. Mi primera conclusión es que detrás de esa nada perpetua está la reventa y la necesidad de muchos bolsillos, ya no de llenarse, sino de meter algunas monedas. No obstante, y esto es mucho elucubrar, puede que la necesidad sea otra y esté vinculada a querer tener en casa algo que nunca poseyeron, a leer de manera compulsiva todo lo que se les pone delante debido a que en su infancia casi no pudieron, a aprender la lengua poco a poco, palabra a palabra y página a página o hasta a deshacer los prejuicios propios y ajenos, en posibles visitas de ligues que crean que “ahí no es” …
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