Lucía Mbomío

El otro día, un compañero de trabajo me dijo que buscaba piso de alquiler y que estaba desesperado porque los precios son tan altos que si se quedara en su zona, cada día más llena de viviendas turísticas, se le iría más de medio sueldo en pagarlo. Le sugerí que se viniera a mi localidad y se le torció el gesto. Desde que llegó a Madrid, vive en la capital, no en el centro absoluto, en el que el metro cuadrado está a trillones de euros, pero sí en lo que ahora han decidido llamar también centro por la manía que tienen las inmobiliarias de ir sentenciando a quienes habitan ahí al abandono de su residencia habitual por la subida de precios. 

El caso es que yo, que realmente quería echarle una mano en esa misión imposible de vivir sin tener que morir un poco en cada transferencia, pensé en todas las cosas buenas de residir en mis coordenadas y me quedé con la que considero que es la mejor: los parques. 

Le expliqué que hace no mucho vinieron unos amigos de Colombia y que,  si no fuera porque sé muy bien dónde vivo, me hubiera creído Luis XIV. No por mi afición al lujo, por mis posesiones o debido a que me mole el absolutismo, sino por los jardines de Versalles. Dado que en su zona del mundo solo hay dos estaciones, estaban admirados por cómo se expresa el invierno este que nos está saliendo medio otoñal. No paraban de comentar lo precioso que les parecía todo. Alucinaban con los ocres, los ámbar y los granates en el paisaje, con las hojas que crujen al pisarlas y hasta con los árboles que, sin ellas, se quedan desnudos y ateridos a la espera de parir los brotes que anuncian la primavera.

La cosa es que no estábamos ni en un parque, caminábamos por una acera de Alcorcón, puro extrarradio al que amo, al que defiendo y que me parece maravilloso puesto que aquí están buena parte de las personas a las que quiero. Ahora bien, jamás, llámenme rara, había pensado en él en términos de cuadro de Monet, como mucho y, con orgullo, del Zeta. Lo cierto es que a nuestro alrededor había matorrales delante de los edificios, árboles plantados hace décadas con un aspecto apañado y terrazas de bares con vistas a zonas ajardinadas que vienen genial para que los perros se echen unas carreras. Sin embargo, a mi modo de ver, nada de eso tenía rango de parque. Al suyo sí. Es más, al suyo, aquello era Central Park en cualquier peli de chico conoce a chica y blablabla. Impresionante.

Como buena extrarradiera, yo no bromeo con los parques. De hecho, los considero algo muy serio. Qué digo serio, son toda una institución, un ecosistema en el que muchos seres vivos interactúan y en el que casi cada individuo de los que residen a su alrededor atesora, al menos, una anécdota… o mil.

Dado que por estos lares hay muchos, aunque no tengan nombres bien como “Retiro” o “Capricho”, pienso en el que me pilla más cerca. Lejos de asociarlo con lagos, barcas o bulevares con estatuas, me viene a la cabeza el recinto perril, en donde los canes tienen su tiempo de ocio, disfrute y socialización. Sus compis humanos, entre tanto, hacen migas con otros humanos que empiezan preguntando cómo se llama la mascota y, tras muchos días encontrándose en el mismo sitio y a la misma hora, acaban arreglando el mundo, contándose confidencias o las dos cosas.

Unos metros más allá están los columpios esos de ahora, que son enormes obras de ingeniería y un poco como los libros que había de “elige tu propia aventura”: sabes por dónde empiezas pero no cómo ni dónde, minutos después, terminas. Lo bueno es que, de concluir el recorrido, acabas en suelo mullido, no como en mi época, en la que, en el mejor de los casos, clavabas las rodillas en arena con piedrecillas.

Luego están los petanquistas. Los, en masculino, ya que casi todos son hombres, pese a que hace no mucho también vi a una mujer en la crew. No tengo ni idea de dónde se conocieron ni cuántas décadas llevan jugando, desconozco si son eternos o se han ido dando el relevo de padres a hijos, solo sé que ahí están, echando la mañana, haciendo deporte aunque sea un poco, y celebrando con abrazos y vítores cuando ganan, como si aquello fueran los Juegos Olímpicos.

Me encanta ver a la gente usar el mobiliario urbano, tomar la calle, no solo pisarla, hacer el barrio suyo y, de paso, ganar salud, que belleza, en las periferias, nos sobra. ¿Acaso no es bello saber que la vecindad es algo más que compartir ascensor o portal?

No muy lejos de ahí, andan el viegimnasio y el jovegimnasio, que son más o menos lo mismo pero con distinto formato: unos tienen máquinas en las que puedo atreverme a hacer algo y las otras, en cambio, son como Transformers, más grandes y robustas. Estas últimas no las tocaría ni con un puntero láser puesto que ni sé cómo funcionan ni creo que pudiera levantar un gramo. Eso sí, me encanta ver a la gente usar el mobiliario urbano, tomar la calle, no solo pisarla, hacer el barrio suyo, relacionarse, mover el esqueleto, de manera literal y, de paso, ganar salud, que belleza, en las periferias, nos sobra. ¿Acaso no es bello saber que la vecindad es algo más que compartir ascensor o portal?

El recorrido cierra con un grupo haciendo gimnasia y/o baile, en el que, entre varias mujeres, como mucho hay un par de hombres. Tienen la música a tope y ni aún así consiguen tapar del todo el ruido que hacen las cotorras argentinas, a las que ya de argentinas les queda poco debido a que llevan muchos años anidando en nuestra zona. Suenan temas pegadizos, algunos fueron canción del verano en sus años mozos, otros en los míos y también los hay actuales. No voy a mentir, hay momentos en los que me apetecería unirme y lo haría de no ser porque me da vergüenza no estar a su nivelazo. Ellas llevan semanas ensayando la coreografía en ese entorno fantástico, con árboles por todos lados y bien de espacio para estirar el cuerpo y hasta el alma, para respirar el aire, quizá no puro, de las montañas, pero sí más libre de humos grises y mucho más lleno de conversaciones y cuidados vecinales. 

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