Si la literatura no retrata la vida…
Chica de campo. Memorias - Edna O’Brien
Errata naturae editores (2018 - 429 páginas)
Sueño / sin fin / ni tregua / alguna
Los libros siempre están ahí. Donde los dejaste la última vez. O no. A veces te los encuentras en el sitio que ellos mismos han elegido. Porque a veces hay libros que van a su aire. Y buscan su propio lugar entre sus colegas, como si ese lugar fuera como una conquista aun entre iguales, como si las estanterías apretadísimas fueran como la celda asfixiante donde se pudría Edmundo Dantés en El Conde de Montecristo antes de su fuga del castillo de If, en mi querida y siempre añorada ciudad de Marsella, la de los cielos más infinitamente azules del Mediterráneo. No sé cómo son los cielos de Irlanda. Conozco sus prados invencibles por algunas películas, esos pueblos que en las imágenes son como el mío de la montaña pero con sencillas cancelas de madera y pequeños jardines delante de la casa. "La tierra callada, tan quieta, tan antigua…", que escribía William Faulkner en uno de sus poemas, tan desconocidos. Ahí, en esa tierra, a miles de kilómetros de su Yoknapatawpha inmortal, se levantaba Drewsboro, la casa donde vivían Edna O’Brien y su extraña familia.
Ahí, hablando de esa tierra cuyos cielos desconozco, un libro de Edna O’Brien: Chica de campo. Memorias. No es de ahora. Lo he dicho y escrito muchas veces: no me come la moral lectora la mesa donde las novedades campan a sus anchas. Para nada me la come. Como esos libros que se resisten a ocupar el sitio que se les adjudica en las estanterías y en las listas de éxitos, voy a mi bola. Lo que escribo en esta sección de infoLibre consagrada a la literatura es una buena muestra de esa independencia. Me da igual que acaben de aparecer en las librerías o que lleven ya más años que Simeone y su incansable baile de San Vito en el banquillo del Atlético de Madrid. Hace ya tiempo me lo dijo Rosario Izquierdo, escritora lujo asiático de nuestras narrativas: lee Las chicas de campo, de Edna O’Brien. Le hice caso. Mis únicos suplementos literarios son la intuición y la gente amiga que sabe de mis rarezas lectoras. También, como dice Lezama Lima, hay que tener en cuenta que leer es ir "sobreponiéndose a los letargos", esos letargos que son la marca de fábrica de la hoy tan bien considerada escritura plana y rectilínea de regla y cartabón.
Como en las casas de Jan Gatsby
Cuando compré el libro ya llevaba la tira de ediciones. La lectura esperó a que el tiempo estuviera de nuestro lado, como en una canción de los Stones cuando aún no se habían convertido en personajes de The Walking Dead. En la moralista Irlanda de los años 50 del pasado siglo, los acusaban de todo a ella y a su libro. El cura hizo la pira inquisitorial y ardió Fahrenheit 451 a toda mecha en la plaza del pueblo. Las tribulaciones de dos chicas que creen en una ciudad donde los sueños no se paguen como una reventa para ver a Paul McCartney en el madrileño Wizink Center hace un par de meses. "¿Debemos soñar nuestros sueños / o debemos vivirlos también?", se pregunta Elizabeth Bishop en un poema y parece que también Caithleen y Baba cuando abandonan el convento donde estudian para viajar a Dublín, la ciudad "donde prosperaba el desenfreno", como contaría después en Chica de campo, sus memorias. La vida es también pensar que hay sitios donde atan los perros con longanizas. Y claro: luego pasa lo que pasa. Que eso de los perros y las longanizas es un cuento más chino que el que nos colaron Mao y algunos de los suyos cuando la revolución cultural. Sé de lo que hablo. Yo andaba por esas cercanías ideológicas. Los sueños también tuvieron sus revoluciones, ¿no? Fallidas o no, ya es otro cantar. Quien esté libre de revoluciones que acabaron dando el cante, que levante el brazo, si es posible no como el fascista Elon Musk en la internacional nazi de hace unas semanas en la casa del Padre.
Pero bueno, ya está bien de liar la cosa y hoy he venido a esta página para hablar de un libro fantástico de Edna O’Brien: Chica de campo. Memorias. Literatura a lo grande la de esta mujer que era muy famosa según parece y yo apenas sabía nada de ella. Ahora ya sé mucho. O bastante, para no marcarme faroles que no me corresponden y si corresponden a alguien es a quienes la leen desde el primer día y sobre todo a Errata naturae, la editorial que desde hace muchos años viene publicando la obra de esta escritora que, si la vida y la literatura son lo mismo, tiene ella para vender y regalar lo que no está escrito. Las aspiraciones que llenaban el mundo de una niña que ya a los ocho años mostraba trazas de escritora definitiva. La imaginación de una adolescente que vivía lejos de todo y se quiso incorporar a la troupe artística que representaba Drácula en escenarios populares, como iban por los pueblos mis siempre inolvidables titiriteros de la infancia. Abrir las estrechas expectativas del ruralismo irlandés de los años cincuenta y lanzarse a conquistar el mundo de la farándula sin perder la savia que alimentaba sus raíces. Esa familia "desestructurada" (alcoholismo del padre y una madre ultracatólica) que luego trasladaría a sus novelas, sobre todo a la trilogía que con Las chicas de campo conformarían La chica de ojos verdes (hay película) y Chicas felizmente casadas. Ayudarse de la ironía —a ratos incluso del humor más ácido— para que el desasosiego no acabe ocupando de los pies a la cabeza las historias que escribe con una destreza que no desdeñarían los mismísimos Beckett, Joyce, Duras, Woolf y otras compañías no menos recomendables. Como, sin ir más lejos, el mismísimo Faulkner, cuyos libros, por cierto, guardaba como oro en paño la escritora en "la vitrina acristalada, entre los libros que más me gustan".
Abandonar la casa y a las gentes de Drewsboro para conquistar un territorio que para nada pertenecía a sus orígenes de clase. No sé si en alguna ocasión pensaría, como Annie Ernaux, que estaba traicionando esos orígenes. No era cualquier cosa salir de casa con lo puesto y ponerse a vivir en casas como la de Jay Gatsby, encontrarse una noche y encamarse sin pensárselo dos veces con Robert Mitchum y otra, aunque en la escritura de esa secuencia quedara más disimulado, con un jovencísimo Paul McCartney que, medio en sueños y ante el pasmo de la canguro de sus hijos, le cantó el Qué tiempo tan feliz, de la que luego sería una cantante muy conocida: Mary Hopkin. O cuando rememora esa "noche casta" con un Marlon Brando que poco antes le había preguntado si era "una gran escritora" y su respuesta fue un modelo de noble agudeza: "lo intento". La suerte estaba echada y su carrera literaria ya no admitía titubeos de ninguna clase: "Una vez en el tren, ya no hay forma de apearse", escribe su admirada Sylvia Plath. Como si fuera Edna O’Brien la destinataria de esa advertencia. Tampoco se apeó de ese tren cuando decide escribir de las heridas profundas sufridas por un país en lucha interna permanente: "Escribir sobre el Norte era adentrarme en aguas turbulentas". Y lo hace. Las calles y los cafés llenos de tiros y de bombas. La figura mítica de Bobby Sands y su muerte tras la huelga de hambre que a él le duraría "sesenta y seis días de ayuno" y la presencia en la cabecera de su cama de "un crucifijo de grandes dimensiones a la vista". Y sus conversaciones con Gerry Adams, líder del Sinn Féin: "Me explicó con entusiasmo que su héroe era Nelson Mandela". Como cuando alguien se adentra en "aguas turbulentas", los resultados no le serían especialmente gratos a la arriesgada nadadora.
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Alternar con las estrellas intelectuales del momento no debía de resultar fácil para alguien que venía de una cultura anclada en la estrechez del terruño irlandés que nunca llegaría a abandonar del todo. En ninguna de esas aventuras hay el más mínimo intento de Edna O’Brien de convertirse en una coleccionista de amores o amistades provisionales, sino la necesidad de contarse a sí misma con lo que más dignifica el oficio literario: la escritura. Lo dice cuando es acusada de inmoralidad por sus libros: "¿Acaso el cometido de la literatura no era el de retratar la vida, con sus verrugas y todo lo demás?". Una muestra de la magnética (disculpen la palabra tonta) escritura que les estoy contando: el magnífico capítulo donde narra el encuentro parisino con su paisano Beckett, un hombre que "era de poco hablar", y se pasaron todo el tiempo de cháchara sobre los regresos imposibles a los sitios de donde se sale sean cuales sean los motivos. "No tengo ninguna necesidad de volver", le dijo el autor de Malone muere. Algo más complejo era lo que pensaba ella de los regresos al punto de partida: "Comprendí que siempre volvería a Drewsboro y que, sin embargo, nunca más volvería del todo". ¿No les recuerda eso a lo que escribe Max Aub en La gallina ciega cuando cuenta su frustrante retorno a la España de 1969?: "He venido, pero no he vuelto". La imposibilidad de los regresos. La dureza de todos los exilios. Saber que nada de lo que se quedó atrás será lo mismo si regresas. Ni nadie. Y todavía más sobre la escritura sin contemplaciones que llena la obra entera de Edna O’Brien: la secuencia terrible de un encuentro que podía haber dado paso al amor y se quedó en una puta mierda. El actor principal de una obra musical. Los escarceos recién llegados a la casa de la mujer. Una violencia desatada en los gestos ansiosos del amante. Y ella, moviendo a la distracción: "En un instante de puro delirio le pedí que me cantara Brush Tears from Your Eyes". Eso lo desconcertó y al poco remitió la agresividad, como si la humillación hubiera aflojado las embestidas de la bestia: "El sueño del amor, ese vínculo místico que une tanto cuerpos como almas, había saltado por los aires, y me zafé de su abrazo". El tipo se largó dando un portazo y, claro, sin hacer gorgoritos con la hermosa canción de Nat King Cole.
La joven ayudante de Farmacia que había salido de casa tantos años antes regresa ahora y todo está cubierto por la yedra de la ausencia. Mirar lo que fueron su vida y lo que queda de ella antes de "despedirnos de Drewsboro y sus fantasmas". Y en esa última mirada, una constatación: "Memoria y realidad se solapan". Cuando apenas había cumplido los ocho años escribió su primer relato, antes de querer enrolarse en una compañía de titiriteros para ir por los pueblos con Drácula y sus sueños faranduleros que siempre serían imbatibles. Ya entonces, en aquellas viejas aspiraciones literarias de la infancia, los versos de su también admirada Marina Tsvietáieva: "El destino me besaba en los labios, / a ser la primera me enseñaba". No sé si fue la primera en la larga lista de escrituras inmensas que habitan la historia universal de la literatura contemporánea. Pero más que seguro estoy de que estará para siempre entre las más imprescindibles. Edna O’Brien murió el 27 de julio de 2024. Tenía 93 años y nos legaba lo que es más propio de alguien que se ha pasado la vida viviendo sin tregua y escribiendo: su propia vida y sus libros. Yo llegué muy tarde a las dos cosas. Purgo aquí mis distracciones literarias ante ustedes, a la espera de su compasiva absolución o de la más justa y ajustada de las penitencias. Amén.
* Alfons Cervera es escritor. Su último libro es 'El boxeador', editado por Piel de Zapa.