Eso es la poseía: un trono a la intemperie, un poder sin dogmas, un país propio de verdad, una pluma de pájaro con olor a tierra o a panadería. Lo escribió Ramón López Velarde en La suave patria (1921), el poema que dedicó al México vivido de sus ciudades, sus estaciones de tren, sus balcones de palmas bendecidas, sus costumbres y sus muchachas o su mujerío: un trono a la intemperie.
Los veranos otorgan el buen tiempo necesario para dejar que la biblioteca se convierta en un lugar de paseo. Hay tanto que leer durante las prisas del año, tanta exigencia de novedades y de libros reclamados por las horas laborables, que uno no puede perderse en los recuerdos. Los amigos de Alfonso Reyes decían con humor que el sabio mexicano se había casado con una mujer muy alta para que llegase a las últimas baldas de las estanterías. Los lectores nos casamos con los veranos para dejarnos ir por la memoria y por sus rincones imprevistos.
Me encuentro al azar con el Cuadrivio (1965) de Octavio Paz, un conjunto de ensayos sobre Fernando Pessoa, Rubén Darío, Luis Cernuda y Ramón López Velarde que alimentó las búsquedas de mi adolescencia poética. Las páginas dedicadas a López Velarde acabaron convirtiéndose un libro, El camino de la pasión, al que yo he vuelto en varias ocasiones para seguir dando respuesta a una estrofa que me asaltó hace más de 40 años, gracias a un amigo del que he olvidado el nombre, en el primer curso de Universidad. Es una famosísima estrofa del poema “Tenías un rebozo de seda”. La evocación modernista y nostálgica de un amor se ve sorprendida por un paréntesis de ironía lleno de experiencia y verdad: “(En abono de mi sinceridad, / séame permitido un alegato: / entonces era yo un seminarista / sin Baudelaire, sin rima y sin olfato)”.
El poeta y abogado que un día estudio como seminarista por voluntad familiar evocaba el pasado desde una situación concreta, desde un yo particular, por lo que invitaba al lector a ser consciente de su conciencia. Así volvía a otra situación. Baudelaire, según Sartre, fundó la poesía moderna porque escribía no sólo para mirar, sino para verse mirar. Esa lección de lucidez la trajeron a nuestra lengua el sí, pero no de Gustavo Adolfo Bécquer (volverán las oscuras golondrinas, pero no volverán) y la ironía melancólica de Ramón López Velarde que mezclaba por necesidad y magisterio la rima poética con el lenguaje cotidiano o la música exacta con el prosaísmo, igual que se mezclan el alma y el cuerpo o la religiosidad y un erotismo punzante.
López Velarde fue un buen lector de Rubén Darío y, sobre todo, de Amado Nervo. Pero el modernismo de Nervo se transformó en bolero (“Si tú me dices ven lo dejo todo”, “El día que me quieras tendrá más luz que junio”) y el de López Velarde en ironía, una forma de reconocimiento del lugar desde el que se habla y escribe, un quiebro que ya se anunciaba en su primer libro, La sangre devota (1916) y que se impuso con plenitud en Zozobra (1919). Este irremediable poeta podía aspirar a retirarse a su pueblo, para morir en paz como un devoto. Pero en la serenidad de su devoción futura no estaba solo. Seguro que también iban a estar allí una prima con la aguja en alto y hasta “el húmedo corpiño / de Genoveva, puesto / a secar”. Y cuando se despedía de “La última odalisca”, llegaba a reconocer que la carne pesa, pero con la intención de admitir luego, como testamento ante la Tierra, que en realidad era “humilde como un pelele / a cuya mecánica duele / ser solamente un hospital”.
Xavier Villaurrutia, otro gran poeta mexicano, advirtió que por las venas de López Velarde corrían a la vez la sangre devota y la sangre erótica. Igual que Bécquer, López Velarde comprendió de manera inevitable la unidad del alma y el cuerpo al enfermar de sífilis. Una mujer le envenenó el alma; otra mujer, el cuerpo. Así fue hasta la muerte, que según López Velarde era un sueño de guantes negros, muy parecido al amor: “El enigma de amor se veló entonces / en la prudencia de tus guantes negros”.
Según Octavio Paz, López Velarde no tenía ideas, sino creencias. Quizá sea lógico en alguien que vivió el vértigo del desarrollo, las grandes urbes y las revoluciones con la suavidad de una ciudad de provincias. Está bien así. Las creencias son ideas hechas alma y carne, o vida e historia. Uno llega a sentir que es necesario vivir como se piensa, definirse al actuar y al pensar en la vida. El López Velarde con creencias religiosas fue una lectura decisiva para el joven aspirante a poeta que era yo al final de los años setenta, devoto de la poesía y de la lucha contra la dictadura del general Franco que había protagonizado el Partido Comunista de España. Eran dos herencias llamadas a entenderse en mi identidad.
No creo que la manera liberal que tuvo López Velarde de vivir el catolicismo fuese un ejemplo para que yo viviese mi comunismo con una decidida conciencia antiestalinista. Eso lo aprendí en otros libros y en otras experiencias. Pero en un momento en el que la poesía social invitaba a diluir el yo en una verdad colectiva, sedimentaron mi carácter los poetas que a través de la ironía eran capaces de reconocer las distancias abiertas entre las ideas y la realidad. O entre las ideas abstractas de la realidad y una realidad concreta con mi nombre y apellidos. La ilusión colectiva debía desembocar en una experiencia particular del propio yo.
La experiencia poética es ámbito de lucidez cuando nos ayuda a tomar conciencia de la inevitable separación que hay entre yo y el nosotros. La ironía es eso, la brecha del yo en el nosotros y del nosotros en el yo. Ahí estaba la rima libre de López Velarde. Otros fueron maestros en el verso libre. Su magisterio indagó en la rima libre, que utilizaba para abrirle las costuras al modernismo y acercarse a una vanguardia más cercana en él a la experiencia humana que al experimentalismo.
A lo largo de los años he vuelto a la poesía de López Velarde gracias a mi complicidad de lector con algunos amigos mexicanos. No es raro, porque López Velarde es uno de los poetas más admirados en la literatura de su país. Volví a él de la mano de los Cuadernos de notas (1996) de Tomás Segovia, de La lumbre inmóvil (2003) de José Emilio Pacheco y de El tigre encendido de Marco Antonio Campos.
Y vuelvo ahora, en este verano que me permite perderme como un lector vagabundo por mis libros. Pero el azar tiene su lógica. Bajo el sol duro del mundo que vivimos y sufrimos, no es mala compañía un poeta que, al cantar a su patria, una patria suave, prometía lo siguiente: “Te dará, frente al hambre y al obús / un higo San Felipe de Jesús”. Yo también prefiero el higo al hambre y al obús, lo ofrezca quien lo ofrezca. Y prefiero un nacionalismo que no piense en la valentía, las marchas militares y los himnos, sino en las históricas pequeñeces de una casa infantil, y en las muchachas que salen a la calle con la ropa que acaban de estrenar, y en un palacio presidencial con la estatura de un niño. También prefiero las religiones que asumen los misterios de la carne y la conciencia extrema de alguien que puede llegar a escribir: “Vale más la vida estéril que prolongar la corrupción más allá de nosotros”.
La mirada irónica es un modo de marcar la distancia del autor y del lector ante el poema. El poder sin autoridad de la poesía, su trono a la intemperie, nos salva de todo dogma mientras nos condena a la dignidad. Y nos ayuda a dudar de nosotros mismo hasta el punto de no renunciar nunca a la propia conciencia. Incluso cuando se tiene algo en lo que creer, el nosotros no prescinde del yo. Y ese yo es el único fiable para el nosotros.
*Luis García Montero es escritor y profesor de Literatura. Su último libro, Luis García MonteroUn lector llamado Federico García Lorca (Taurus, 2016).
Eso es la poseía: un trono a la intemperie, un poder sin dogmas, un país propio de verdad, una pluma de pájaro con olor a tierra o a panadería. Lo escribió Ramón López Velarde en La suave patria (1921), el poema que dedicó al México vivido de sus ciudades, sus estaciones de tren, sus balcones de palmas bendecidas, sus costumbres y sus muchachas o su mujerío: un trono a la intemperie.