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¿En qué trabajan los personajes de tu novela? La crisis y la desigualdad reavivan una literatura obrera olvidada

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Amparo, la cigarrera de La Tribuna (1883) de Emilia Pardo Bazán, descubriendo la huelga. Los conflictos de las empleadas de una cafetería en el Tea rooms de Luisa Carnés (1934). El envés del desarrollismo en los túneles de La mina (1960), de Armando López Salinas. La angustia que a Elisa le genera la precarización de su empleo en una editorial en La trabajadora (2014), de Elvira Navarro. Muchos verán el término de “literatura obrera” como de otro mundo, pero la cadena de autores que han situado el trabajo y a los trabajadores en el centro de su escritura llega hasta hoy.

La Fundación Largo Caballero (de UGT) organiza hasta el 4 de junio el ciclo Literatura y movimiento obrero, con el apoyo de instituciones como el Instituto Cervantes, la Universidad de Alcalá o el Ministerio de Cultura. Aquí el tema se encuentra en, digamos, su hábitat natural, auspiciado por un sindicato. Pero la reflexión sobre el trabajo o la lucha de clases en literatura trasciende desde un tiempo estos espacios. Lo dice Elvira Navarro, ponente junto a Isaac Rosa de una de las charlas del ciclo, el próximo 1 de junio. “Hay muchos libros que están cuestionando la situación actual y que hablan del trabajo, ya sea como tema principal o como ineludible contexto de fondo”, defiende. “No solo diría que el interés se ha recuperado, sino que está en primerísimo plano”.

Ella nombra un puñado de obras de autores nacidos entre finales de los setenta y principios de los noventa: Nada ilegal, nada inmoral de Adrián Grant, Desencajada de Margaryta Yakovenko, Feria de Ana Iris Simón, Televisión de María Cabrera, Filtraciones de Marta Caparrós y La muela de Rosario Villajos. Luis García Montero, director del Instituto Cervantes, suma a Elena Medel con Las maravillas y, fuera de la narrativa, a poetas como Carlos Catena Cózar o Rosa Berbel, todos nacidos en los ochenta y noventa. Isaac Rosa suma Cosas vivas de Munir Hachemi, de la misma quinta, pero también a Belén Gopegui, Marta Sanz o Rafael Reig, de los sesenta y con una carrera más que consolidada, y a otros como Rafael Chirbes, fallecido en 2015. Habría que sumarles a ellos mismos, a Navarro con títulos como La trabajadora o a Rosa con novelas como La mano invisible. No son, claro, los únicos.

Literatura obrera / de clase / social / otras

Como suele suceder, el conflicto empieza en la terminología. Cuando se habla se narrativa obrera, señala el crítico y escritor Manuel Rico —que también participa en el ciclo—, hay que mirar a dos puntos concretos de la historia de España: a las primeras décadas del siglo XX, especialmente a los años de la República, y a la posguerra en los años cincuenta y sesenta, con escritores a menudo en el exilio y habitualmente asociados al Partido Comunista. En el primer grupo, Rico señala al socialista Julián Zugazagoitia, con novelas como El asalto o El botín, Joaquín Arderíus, con Campesinos, o Luisa Carnés con Tea Rooms, recuperada en 2016 por Hoja de Lata. En el segundo grupo, menciona a Armando López Salinas, autor de La mina, a Antonio Ferres, con La piqueta o a Jesús López Pacheco, con Central eléctrica, además de a otros autores menos interesados en la literatura militante pero igualmente comprometidos, como Juan García Hortelano, con Nuevas amistades o Tormenta de verano, a Juan Goytisolo con La resaca o a Rafael Sánchez Ferlosio con El Jarama. Eso sin entrar en el verso, donde el debate en torno a la poesía social ha estado muy vivo.

En opinión de Rico, literatura obrera y literatura social no han sido exactamente lo mismo ni deberían confundirse. Además del interés específico por el mundo del trabajo de la primera, no siempre presente en la segunda, hay otras diferencias: “Unas [las obras de la literatura obrera] tenían una clara voluntad transformadora, creían en la literatura como herramienta para transformar la sociedad dentro de un proyecto político, y las otras reflejaban lo que había con intereses puramente literarios, sin un proyecto transformador detrás”. Los matices son difíciles de definir, pero también Isaac Rosa tiene sus salvedades: “De la misma forma que clase obrera no es una categoría sociológica ni un epígrafe de la Seguridad Social, sino un concepto político inseparable de otros como conciencia de clase o lucha de clases, explica, “cuando pienso en literatura obrera no me refiero a novelas, poemas u obras teatrales donde simplemente aparezca la clase obrera, sino que estén escritas desde esa conciencia y hagan propia esa lucha”.

Las maneras en que se materializa ese hacer propia la lucha tiene, sin embargo, interpretaciones distintas. Luis García Montero defiende que “la mirada literaria siempre ha tenido una actitud de comprensión a los explotados”, algo que ya ve en Cervantes, aunque la idea de clase obrera comience a construirse y a aparecer en los intereses de los autores a partir del XIX. Por eso el poeta y director del Cervantes amplía el compromiso con los trabajadores a la “cuestión social”, un término que ha recorrido la literatura realista. Por esos mismos senderos parece caminar Elvira Navarro, que prefiere “términos más amplios”: “Hay literatura que podemos llamar obrera porque el conflicto de fondo es la desigualdad social”. Este tema, defiende, está “en la raíz misma de toda la tradición literaria española”, y menciona el Lazarillo o el Quijote, pero también a Galdós, Baroja, Barea, Cela, Delibes, Aldecoa, Rodoreda, Laforet, Chacel, Marsé o Mendoza. “Sería casi imposible que yo no me sintiera heredera de mi propia tradición”, dice.

Un conflicto vivo

Entre los escritores de izquierda interesados en la cultura de clase, se escuchaba durante mucho tiempo la siguiente idea: la literatura española actuaba como si el trabajo no existiera, era imposible saber a qué se dedicaban los personajes de las novelas y sus autores no parecían considerar lo que ocurría en el lugar de trabajo ni alrededor de él. Elvira Navarro e Isaac Rosa coinciden: aquello efectivamente ocurría.

“Durante las primeras décadas de la democracia las novelas que más atención recibían estaban invariablemente protagonizadas por periodistas, novelistas o policías; o por personajes que no tenían vida laboral, que no trabajaban y tal vez ni lo necesitaban para vivir”, explica él. Esas novelas formaban “parte del imaginario (aspiracional) de clase media”, y resultaba significativo que quienes las escribían “no se consideraban trabajadores”, sino “artistas”. Navarro cree que este momento “fue muy circunstancial” y que tuvo mucho que ver con “un momento económico y social en el que parecía que se iba a salir de esa desigualdad secular”, ya fuera una impresión real —por el dinero europeo, dice— o un mero deseo. Y no era solo cosa de la literatura, apunta Isaac Rosa: en los medios, el trabajo solo asomaba “en caso de conflicto”, para hablar del paro o de la legislación laboral. “Entre todos construimos la ilusión de una sociedad de clase media que había superado la lucha de clases”, critica, “cuando la realidad era que la inmensa mayoría seguíamos siendo clase trabajadora: gente que no tiene otra cosa que su fuerza de trabajo y necesita venderla para conseguir sus medios de vida”. El resultado fue, en sus palabras, que “mientras los derechos laborales y sociales se desmantelaban”, no había apenas “representaciones culturales de lo que nos estaba pasando”.

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Pero los tiempos cambian. La crisis de 2008, alargada durante una década y de la que muchos nunca se recuperaron, rompió aquella ilusión de paz laboral. Y, a ojos de los entrevistados, aquello se dejó ver también en la literatura: quienes creían estar solos en la defensa de una escritura comprometida desde el punto de vista de la clase, empezaron a sentirse más acompañados. El interés pasaría a ser, además, intergeneracional. “La nueva generación de autores, nacidos en los ochenta o ya en los noventa, no han conocido otra cosa que crisis, desigualdad y empobrecimiento creciente”, señala Rosa. Y lo decía Carlos Catena Cózar, nacido en 1995, a este periódico: “Es que la precariedad es tal que es imposible vivir al margen de ella”. Para identificar un cambio de paradigma que vuelve a considerar lo laboral como tema literario, el escritor mira a la autoficción, narrativa de ficción escrita a partir de la vida del autor (o jugando con ella) que se ha convertido en una relevante corriente editorial a lo largo de la última década. Pues bien, esta ha ido evolucionando, dice, “desde ficciones sin conflicto social, que solo se alimentaban de conflictos familiares, sentimentales o creativos; a las numerosas autoficciones precarias donde jóvenes autoras y autores escriben sus vidas precarias, sus dificultades materiales, laborales, de vivienda o de maternidad, y acaban precarizando la propia escritura”. (Eso sí, él ve “las escrituras más vivas y arriesgadas” en el teatro independiente).

La narrativa obrera vuelve, por tanto, a encontrar su sitio, pero paradójicamente sus precursores directos, aquella generación del 50, no ha podido reencontrarse aún con los lectores, a diferencia de lo que sí sucedió con la poesía social escrita desde los años treinta. Luisa Carnés, fallecida en Ciudad de México en 1964, ha tenido su revival a partir de la publicación de Tea rooms, que vendió 4.000 ejemplares en un año, un logro para una novela de los años treinta escrita por una autora desconocida para la mayoría. Desde entonces, la editorial Renacimiento ha seguido publicando su obra. El sello Gadir ha recuperado los títulos de Antonio Ferres (en el exilio desde 1964 hasta 1976 y fallecido en abril de 2020), sin que hasta ahora se hayan encontrado con el gran público. No existen ediciones recientes de Central eléctrica, de Jesús López Pacheco, que murió en Canadá en 1997. La última edición de Año tras año, de Armando López Salinas (fallecido en Madrid en 2014), data del 2000, aunque Akal sí reeditó La mina en 2013 por iniciativa de David Becerra Mayor. Manuel Rico cree que “la campaña de descalificación contra aquella forma de entender la novela fue tal que no ha sido rescatada”.

A principios de los setenta, dice, la crítica concluyó que resultaba “demasiado directa”, que daba “demasiada prioridad al contenido social sobre lo meramente literario”. La discusión se materializa en el encendido debate entre Juan Benet e Isaac Montero en 1970, en Cuadernos para el diálogo, pero lo trasciende. “El mundo académico tampoco se ha preocupado de ellas. Muchos de sus autores estaban en el exilio, y el hecho de que en algunos casos fueran militantes del Partido Comunista tampoco ayudó. El escritor militante estaba mucho peor visto que el que estaba en su torre de cristal”. Un aviso a navegantes.

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