Hay que decirlo abiertamente: el grueso del cine social es de una pobreza ética, estética y narrativa considerable. Cada año llegan al circuito de festivales, donde cosechan grandes éxitos de crítica, toda una serie de obras que abordan las miserias de sociedades que se encuentran lejos de los niveles de bienestar sociopolítico de los países del primer mundo. El problema principal de dichas narraciones es que vampirizan realidades duras y complejas, convirtiéndolas en productos accesibles y reconfortantes para el público al que se dirigen principalmente: la clase intelectual acomodada europea. Lejos de utilizarse para criticar la desigualdad socioeconómica entre quien observa la ficción y quien la interpreta, este cine se convierte en un simulacro de concienciación activista: sufrimos y empatizamos con los personajes, lo que nos permite sentir que somos parte de la solución cuando, no nos engañemos, en mayor o menor medida somos parte del problema.
Por fortuna, en ocasiones surgen películas de cine social que se atreven a desafiar al espectador. Uno de esos ejemplos es Quo Vadis, ¿Aida?, la nueva obra de la directora y guionista Jasmila Žbanić. La autora ha dedicado el grueso de su carrera a plasmar la guerra de Bosnia y el sufrimiento de dicha nación, a la que pertenece, en la que destaca Grbavica (El secreto de Esma), su primer largometraje, ganador en 2006 del Oso de Oro a la mejor película en Berlín. Su nuevo proyecto, que ha estado nominado este año al Óscar a la Mejor película internacional, y que compitió en las secciones oficiales de los festivales de Venecia y de Sevilla, retrata el suceso más grave del conflicto armado, la masacre de Srebrenica, en la que el ejército de la República de Srpska —conformado por los bosnios de origen serbio— llevó a cabo una limpieza étnica a las órdenes del general Mladić. Fueron asesinados unos 8000 bosnios musulmanes, en lo que supuso el mayor genocidio en Europa desde la Segunda Guerra Mundial.
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La mayor parte del metraje transcurre en el campo de la ONU en Potočari, donde una división holandesa trata de gestionar la invasión serbia de Srebrenica. Primero anuncia el ultimátum de la Naciones Unidas al ejército serbio para evitar que invada la región, luego da cobijo en sus instalaciones a los refugiados bosnios musulmanes, negociando después con el ejército de la República de Srpska, y, finalmente, tratando de asegurar que el traslado de los refugiados por los serbios cumpla los acuerdos establecidos. Todos estos pasos —todas estas derrotas— se narran a través del punto de vista de Aida (Jasna Djuricic), una maestra que, gracias a su dominio del inglés, coopera con la ONU como traductora.
Como en cualquier película de denuncia, la sutileza y la complejidad no son sus principales bazas. Tampoco las necesita. Lo que a la directora le interesa es mostrar el papel de la ONU en el conflicto y cómo, en su opinión, no hizo absolutamente nada por evitar la masacre. La cinta muestra la indescifrable red comunicaciones cruzadas, órdenes gubernamentales y silencios políticos, dando lugar a una situación donde la mediación se convierte en un paripé que no soluciona nada, como se refleja en la constante elusión de responsabilidades por parte de los diferentes cascos azules, o en la de sus superiores, los verdaderos responsables morales, que ni siquiera aparecen en pantalla. Aunque evidentemente la autora no reduce un ápice la responsabilidad del ejército serbio, el foco se coloca en la pusilánime inacción de unos seres humanos más preocupados por cumplir órdenes o seguir acuerdos políticos que por hacer lo éticamente correcto.
Al mismo tiempo, Žbanić no se olvida de que está rodando una película, lo que permite que su herramienta de denuncia se construya desde la inteligencia cinematográfica. Destaca la exploración de los entresijos de la ONU a través de los diferentes espacios que conforman la base, así como el contraste entre el estatismo de las imágenes que retratan a los refugiados bosnios, abandonados a su suerte en una trampa mortal, frente a las que muestran el avance inexorable de los vehículos militares serbios. Por tanto, la cinta es un buen ejemplo de cine social por su capacidad para crear una narración que transmite la denuncia a partir de elementos inherentemente cinematográficos. Žbanić mete suficientes dedos en la llaga del espectador-objetivo, a quien no solo no reconforta, sino que interpela de manera directa: «¿Por qué permitiste que esto sucediera?», gritan sus imágenes. Como buena obra de cine social, consigue su cometido: lo normal es que, al terminar de ver el filme, uno se sienta muy lejos de estar haciendo lo suficiente por mejorar el mundo.
Hay que decirlo abiertamente: el grueso del cine social es de una pobreza ética, estética y narrativa considerable. Cada año llegan al circuito de festivales, donde cosechan grandes éxitos de crítica, toda una serie de obras que abordan las miserias de sociedades que se encuentran lejos de los niveles de bienestar sociopolítico de los países del primer mundo. El problema principal de dichas narraciones es que vampirizan realidades duras y complejas, convirtiéndolas en productos accesibles y reconfortantes para el público al que se dirigen principalmente: la clase intelectual acomodada europea. Lejos de utilizarse para criticar la desigualdad socioeconómica entre quien observa la ficción y quien la interpreta, este cine se convierte en un simulacro de concienciación activista: sufrimos y empatizamos con los personajes, lo que nos permite sentir que somos parte de la solución cuando, no nos engañemos, en mayor o menor medida somos parte del problema.