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Resistencia tras los barrotes del tardofranquismo

"Te desnudan, compañero. Completamente. Nada más entrar, es lo primero que hacen, y te registran la camisa, el pantalón, la camiseta, los calzoncillos, los calcetines y los zapatos. (...) Y te lo quitan todo. De pronto nada de lo que llevas te pertenece: el reloj, el cinturón, los cordones de los zapatos, el bolígrafo, el pequeño bloc de notas, los cigarrillos, las cerillas, el monedero... Te vacían. No te dejan nada". Eso escribía Manuel Blanco Chivite, militante antifranquista, en 1976, desde la cárcel de Carabanchel. Había sido procesado por su pertenencia al Partido Comunista de España (marxista-leninista), PCE (m-l) y al Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico (FRAP). El régimen le había condenado a muerte —luego conmutarían su pena por la cadena perpetua— por el asesinato del policía Lucio Rodríguez: el suyo y el de otros integrantes del FRAP y de ETA serían los últimos fusilamientos ordenados por Franco. "Te han quitado todo lo de fuera", continuaba el también periodista. "Lo de dentro no te lo han podido sacar, lo tienes todo ahí, cada cosa en su sitio. (...) Y es como si no te hubiesen quitado nada. Han fracasado". 

Presos contra Franco, de Mario Martínez Zauner, pretende tener el mismo espíritu luminoso que el texto de Blanco Chivite. Si el ensayo publicado por Galaxia Gutenberg analiza la vida de los internos políticos en las cárceles tardofranquistas, no es el relato de una derrota. El antropólogo recuerda, a partir de decenas de entrevistas con antiguos presos, las penurias y el trato brutal dispensado por los carceleros, pero se detiene sobre todo en la organización interna de los presos políticos, sus experiencias de resistencia colectiva, su lucha aun detrás de los barrotes contra la dictadura que habían combatido fuera. "Ese discurso de que en la Guerra Civil todos cometieron barbaridades...", protesta Martínez en conversación con infoLibre. "No, es que en los años setenta había presos políticos en España". 

Su investigación comenzó en el CSIC poco después del derribo de la cárcel de Carabanchel, en Madrid —y en esta cárcel está especialmente centrado el estudio—. Entonces se sembró también la semilla de La Comuna, una asociación de represaliados por el franquismo nacida en 2011 que desde entonces se ha manifestado activamente contra la ley de Amnistía y por un castigo efectivo contra los crímenes de la dictadura, para lo que se han sumado a la querella argentina. Como ellos, Presos contra Franco contradice "una versión de la historia que pinta una dictablanda a partir del desarrollismo". Sí, admite el autor: en 1963 se pone en marcha el Tribunal de Orden Público como "un intento de crear un Estado de Derecho" en contraposición al Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo, "de cara sobre todo a las relaciones internacional". Y es cierto también que a mediados de los sesenta Comisiones Obreras (CCOO) disfruta de un estatus de cierta semilegalidad. El PCE se lanza a la acción pública en las calles, con asambleas, manifestaciones relámpago y distribuciones de panfletos. Sale a la luz lo que Martínez llama una "contracultura antifranquista" que desconcierta al régimen. Y entonces la dictadura se planta. 

"El intento de apertura pronto se retrotrae a las formas de los inicios, que es la de la excepcionalidad", explica. El Tribunal Supremo ilegaliza a CCOO en 1967, se crea una segunda sala para al Tribunal de Orden Público, la suspensión de dos artículos del Fuero de los Españoles permiten a las fuerzas del Estado irrumpir libremente en las casas de los ciudadanos y detenerles arbitrariamente. "Salta la naturaleza autoritaria del régimen, su naturaleza original", defiende. "El tardofranquismo es un Estado de excepción en el que la excepción se convierte en la regla". Y eso se nota en las cárceles: si en 1967 había 355 presos políticos, en 1974 hay 1.285, según las cifras recogidas en el estudio. No son los 850.000 presos políticos que llega a haber entre 1939 y 1950, pero es una cifra nada desdeñable. Las distintas organizaciones antifranquistas —el PCE y CCOO acumulaban el 70% de las sentencias, pero Martínez Zauner recoge otras seis, desde ETA a la Liga Comunista Revolucionaria o el PCE (m-l), orientadas hacia la acción revolucionaria o incluso la lucha armada— no dudarán en continuar la batalla contra la dictadura dentro de las prisiones. 

En sus entrevistas, iniciadas allá por 2008, el antropólogo escuchó con especial sorpresa los relatos que hablaban de la Universidad de Carabanchel, en la que los militantes organizaban cursos de marxismo y lograban introducir el ¿Qué hacer? de Lenin o El capital de Marx, hoja a hoja, durante las visitas de los familiares. O las acciones, como aquella en la que se pusieron de acuerdo para hacer saltar los plomos de la prisión conectando a la vez todas las resistencias eléctricas que pudieron obtener, de nuevo, de sus familias. O la tinta invisible —a veces, simplemente a basa de zumo de limón— que usaban en sus cartas para pasar la censura. O la bebida que lograban introducir, camuflada, en los paquetes que recibían. "Me resultaba muy chocante que fueran los años setenta en España: me sonaba a otro país y otra época", dice el autor, de 36 años. "Yo tenía esa idea de que los años setenta habían sido más permisivos, pero me di cuenta de que esta gente había sufrido mucho, y con una dignidad y una capacidad de resistencia impresionantes".

 

Un preso friega una de las galerías de la cárcel de Carabanchel. / CEDIDA POR LUIS PUICERCÚS

Los presos políticos compartían con los comunes y con los condenados por su homosexualidad o su transexualidad la pobreza del rancho, el autoritarismo de las dinámicas carcelarias o las plagas de ratas y ratones. Pero tenían sus propias especificidades. Por ejemplo, rara vez se beneficiaban de la redención mediante el trabajo —por cada tres días de labores se computan tres de la pena—, ya que esta solo se tenía en cuenta cuando el preso ya tenía sentencia, y por lo tanto no afectaba a los presos de Carabanchel, a menudo a espera de juicio. Esta prerrogativa también se suspende si hay alguna sanción disciplinaria, lo que era frecuente entre los presos políticos, en una constante lucha contra los funcionarios de prisiones. Los militantes se encontraban, de igual forma, especialmente vigilados: se trataba de evitar el contagio ideológicocontagio con otros presos, así como impedir la coordinación con el exterior. 

Esto se explica por el potencial simbólico de los presos políticos, sobre todo de cara a la imagen exterior de la dictadura: "Al régimen", explica el autor, "le incomoda mucho la figura del preso político, y es un elemento muy potente de pérdida de legitimidad". Los militantes encarcelados se convierten también en un elemento de propaganda interna. "Son un elemento potente que incita a la lucha de otros, que conduce a los familiares a vivir una experiencia distinta del franquismo", dice Martínez. La experiencia de apoyo de las familias —y, dentro de ellas, el particular cuidado de madres y parejas— resulta fundamental para la organización y supervivencia dentro de prisión. Pero también se convierte para los familiares en una puerta de entrada al compromiso político, cuya necesidad se hace palpable de manera física en los cuerpos malnutridos y confinados de sus seres queridos.  

De alguna manera había que resistir la rutina de la que habla Luis Puicercús, Putxi, exmilitante del FRAP y uno de los protagonistas del libro: "Había cientos de horas que ocupar, sobre todo para conservarse en las mejores condiciones mentales posibles y (...) poder decir a los carceleros con orgullo: 'Podéis encarcelar mi cuerpo, pero jamás mi mente". La cárcel no era vista, de ninguna manera, como el final de la carrera política, sino un galón, y, "en cualquier caso, el paso natural una vez cruzada cierta línea", en palabras de Martínez. La organización en las galerías replica la del exterior: los presos son recibidos en el seno del partido, con el que mantienen una "lealtad casi monástica": hay un horario, actividades, consignas que seguir, asambleas. La disciplina es salvífica, pero también, dice el antropólogo, "podía suponer un agobio, porque hay una doble institucionalidad dentro de la prisión: la de los carceleros y la del partido". 

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Habrá que contar otro nivel organizativo más: la comuna. Esta es una institución informal integrada a priori por todos los presos políticos, fuera cuales fuera su facción, y que se encarga de la gestión común de los fondos o de los alimentos, la organización de tareas y la interlocución con los mandos de prisiones mediante la figura de la madre, una suerte de representante elegido entre los militantes de más renombre. La comuna se dibuja como un refugio colectivo de vocación integradora fuera del cual la vida habría resultado mucho más difícil. En Carabanchel, donde la mayor parte de los presos estaban de paso, cumpliendo penas breves —los multeros— o esperando sentencia o traslado, la organización podía ser muy complicada. En penales como el del Puerto de Santa María, con una población reclusa más estable, la formación de la comuna era sólida, pero sus integrantes apenas tenían reconocidos sus derechos y se enfrentaban a tratos brutales. 

Pero la comuna no es un oasis. Se dan conflictos puntuales dentro de cada partido —en el libro, dos presos recuerdan cómo la organización les pide cuentas por lo revelado en los interrogatorios o por enfrentamientos previos, en la calle—, pero también entre organizaciones. Una de las brechas ocurre con el atentado contra Carrero Blanco por parte de ETA: "Supone un choque para la vida en prisión", explica Martínez. "Todos lo celebrarán, pero para el PCE supone un duro golpe contra su línea más pacífica. Además sucede cuando se va a dar juicio al proceso 1001 [contra la dirección del sindicato], y ellos tendrán otro enfoque de deslegitimación más simbólica". Los enfrentamientos se intensifican pivotando en torno al uso de la lucha armada, y en 1973 habría ya cinco comunas distintas en Carabanchel. 

Y llega la Ley de Amnistía, esa amnistía reclamada en el lema "Libertad, Amnistía y Estatuto de Autonomía"... que, para los presos de La Comuna, salió rana. La llave que abría la puerta de la cárcel cerraba la posibilidad de que los mandos de la dictadura pagaran por sus crímenes. "Se gestiona la Ley de Amnistía como una ley de olvido", critica Martínez. "Lo que iba a ser una ley para los presos políticos va añadiendo elementos hasta convertirse en un cóctel en el que se encierran todos los fantasmas traumáticos desde la Guerra Civil". El antropólogo la asimila a la ley de Punto final argentina: "En lo que se refugia la justicia española para no imputar a Martín Villa o Billy el Niño es precisamente esa ley, que atenta contra el discurso de los Derechos Humanos". Y contra la ley de Amnistía que creían desear siguen luchando los expresos. Si la batalla política no acabó dentro de los barrotes, tampoco termina fuera. 

"Te desnudan, compañero. Completamente. Nada más entrar, es lo primero que hacen, y te registran la camisa, el pantalón, la camiseta, los calzoncillos, los calcetines y los zapatos. (...) Y te lo quitan todo. De pronto nada de lo que llevas te pertenece: el reloj, el cinturón, los cordones de los zapatos, el bolígrafo, el pequeño bloc de notas, los cigarrillos, las cerillas, el monedero... Te vacían. No te dejan nada". Eso escribía Manuel Blanco Chivite, militante antifranquista, en 1976, desde la cárcel de Carabanchel. Había sido procesado por su pertenencia al Partido Comunista de España (marxista-leninista), PCE (m-l) y al Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico (FRAP). El régimen le había condenado a muerte —luego conmutarían su pena por la cadena perpetua— por el asesinato del policía Lucio Rodríguez: el suyo y el de otros integrantes del FRAP y de ETA serían los últimos fusilamientos ordenados por Franco. "Te han quitado todo lo de fuera", continuaba el también periodista. "Lo de dentro no te lo han podido sacar, lo tienes todo ahí, cada cosa en su sitio. (...) Y es como si no te hubiesen quitado nada. Han fracasado". 

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