Cultura
Retrato de Luis García-Berlanga, el "anarquista burgués" que supo contar como nadie el despropósito español
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La palabra berlanguiano ya está en el diccionario. Esta semana pasada, la Real Academia Española anunciaba que, tras más de una década en la cola, el adjetivo se sumaba a las más de 93.000 entradas del volumen. Y no es que la Academia se haya mojado mucho: “1. Perteneciente o relativo a Luis García Berlanga, cineasta español, o a su obra. 2. Que tiene rasgos característicos de la obra de Luis García Berlanga”. José Luis Borau, quien la propuso, hiló más fino: “Lo que en el uso ya habitual en el lenguaje cotidiano, el habla común, en la prensa o internet viene a ser expresión de situaciones absurdas, comicidad cáustica y enfoques grotescos que a veces proliferan en una sociedad difícil de meter en cuadro”. Lo recuerda Luis Alegre, periodista, escritor, cinéfilo y amigo del director, en ¡Hasta siempre, Mister Berlanga!, breve biografía ilustrada del autor de Plácido o El verdugo. Porque la inclusión de berlanguiano en el diccionario tiene mucho que ver con dos celebraciones opacadas —como tantas otras— por la pandemia: en 2020 se cumple una década de la muerte del director, y en 2021 hará un siglo de su nacimiento. Ahí está también el origen del libro, motivado por lo que Alegre ve como un “desconocimiento” general sobre el director.
Y cuenta una anécdota de segunda mano. El escritor Julio Llamazares vive, en Madrid, muy cerca del que fue el domicilio de Berlanga, donde el Ayuntamiento colocó su correspondiente placa. Hace poco, al salir a la calle, vio a dos mujeres en la cuarentena que miraban atentamente el cartel. “Y ese Berlanga, ¿quién será?”, le preguntó una a la otra. Y retoma Alegre: “En determinados ámbitos, puede ser muy conocido, y es verdad que es más popular que Buñuel, por ejemplo, pero aunque parezca mentira hay muchísima gente que no sabe quién es Berlanga”. Él piensa particularmente en los más jóvenes, y se queja de que se salga de bachillerato sabiendo quién es el Arcipreste de Hita pero no quién era un cineasta que estaba vivo cuando esos adolescentes nacieron. Quizás por eso en este encargo de la editorial Random Cómics se alía con el dibujante El Marquès (Adrià F. Marquès), más cerca por edad de ese público objetivo que de quienes le frecuentaron. Se vislumbra también en el horizonte la muestra que prepara el Museu Valencià de la Il·lustració i de la Modernitat, así como el ciclo en el que trabaja la Filmoteca Española. La Academia de Cine ya anunció que los Premios Goya de 2022 se celebrarían en Valencia, tierra natal del cineasta.
Conocer a Berlanga para conocernos mejor
Los motivos por los que se homenajea a Luis García-Berlanga son los mismos por los que Luis Alegre defiende que los jóvenes deberían acercarse a él: “El cine de Berlanga es una estupenda manera de conocernos mejor a nosotros como país. Porque Berlanga convirtió sus películas en un testimonio extraordinario de la España de la época, especialmente la de los últimos 20 años del franquismo y los primeros años de la Transición”. En ¡Hasta siempre, Mister Berlanga! se dan algunos detalles biográficos del cineasta, contados desde la cercanía al creador pero sin evitar sus sombras, y también se dan algunas pinceladas sobre cada una de sus películas, que incluyen la sinopsis y algunos detalles de su producción. Alegre defiende que el cine de Berlanga permite un acercamiento más directo a la realidad española de aquellos años de la que brindan los libros de historia o los documentales. Películas como Bienvenido Mr. Marshall, Plácido, El verdugo o La escopeta nacional componen con más eficacia “el retrato de un país muy precario desde todos los puntos de vista” y de “unas relaciones sociales totalmente despreciables”. “La verdad que hay en sus películas fue el gran valor de Berlanga”, defiende el crítico, “porque hasta entonces la inmensa mayoría de las películas españolas estaban basadas en la mentira, en algo que no existía”. Pese a la censura y a las imposiciones comerciales, Berlanga se atrevió a resquebrajar el discurso oficial del régimen.
Así, cuando Alegre habla de ¡Bienvenido, Mister Marshall!, recuerda su buen timing, políticamente arriesgado. Cuando se estrena en 1953, España y Estados Unidos están negociando el acuerdo de colaboración por el que nuestro país pasaría a formar parte de las naciones beneficiadas por las ayudas económicas norteamericanas, a cambio de ciertos beneficios diplomáticos. De hecho, el documento definitivo se firma cinco meses después de que la película llegue a los cines. Además del discurso siempre recordado de Pepe Isbert como alcalde de Villar del Río —“Como alcalde vuestro que soy, os debo una explicación...”—, el libro destaca su ironía, con ese pueblo vendido al amigo americano o el folklore como falsificación para agradar al extranjero, una característica apreciada mucho más tarde, porque el filme no disgustó a la censura. Otro cuento distinto sería Los jueves, milagro (1957), donde le asignarían a un cura censor que se entromete tanto en el contenido de la película que Berlanga le llegaría a ofrecer firmar como coguionista. “A pesar de mis sabias apreciaciones como censor”, se quejaba el sacerdote, “de las que Berlanga hizo mofa y befa y tras interminables discusiones sobre lo indiscutible, el producto final delata el ateísmo atroz del susodicho. A la hoguera”.
Un dardo contra la pena de muerte
Pero el volumen se detiene con especial placer en Plácido y El verdugo, consideradas las dos grandes obras maestras del director. La primera, estrenada en 1961, cuenta cómo las mujeres conservadoras de una pequeña ciudad crean la iniciativa “Siente un pobre a su mesa” —título que desde entonces sirve para hacer burla de cualquier forma de caridad clasista—. Luis Alegre describe la película como “una mirada despiadada sobre la sociedad española de la época y, en general, sobre el género humano: el egoísmo brutal, la hipocresía social de la pequeña burguesía, la insolidaridad disfrazada de solidaridad, la impostura de la caridad que solo aspira a lavar la mala conciencia”. Muy conocida es también la trama de El verdugo: José Luis se ve obligado a heredar el oficio de su suegro, el de verdugo, para poder acceder a la compra de un piso. Ese mismo año, la dictadura había ejecutado a Julián Grimau, crimen que tuvo una fuerte respuesta internacional. Temiendo una nueva oleada de críticas, y ante su presentación en el Festival de Venecia, el embajador español en Italia, Alfredo Sánchez Bella, llega a proponer su retirada, que finalmente se descarta temiendo un nuevo escándalo. Luis Alegre recuerda que El verdugo fue cercenada por la censura tanto en el guion como en el montaje, pero aun así se extraña de que llegara a estrenarse tal y como lo hizo. “Fernán Gómez tenía la teoría”, dice, “de que algunas películas españolas pasaron la censura porque los censores no se leían los guiones, o porque eran tan lerdos que no se daban cuenta de la potencia subversiva”.
Si el cineasta fue un creador subversivo, ¡Hasta siempre, Mister Berlanga! deja claro que no lo fue al uso. Luis Alegre le define como un “anarquista burgués”, descendiente de terratenientes y de los propietarios de una de las pastelerías más famosas de Valencia, Postres Martí. Su carácter individualista le alejó de —casi— cualquier movimiento colectivo, y pregonaba un anticomunismo que no le impidió trabajar durante largo tiempo con el comunista Juan Antonio Bardem. Para él y para Fernando Fernán-Gómez bromeaba el guionista con crear el “Partido Anarquista Burgués Independiente”. Lo cierto es que García-Berlanga tampoco parece interesarse especialmente por las conversaciones de la época sobre la relación entre cinematografía e ideología: Alegre recuerda que el director asiste, como Bardem, a las Conversaciones de Salamanca, pero está lejos de igualar el compromiso político de su compañero, y llega a saltarse alguna ponencia especialmente aburrida para escuchar por radio el partido del Valencia. Además, Berlanga sería muy crítico con las conclusiones que se alcanzaron en el encuentro, redactadas justamente por Bardem, que en su opinión habían llevado a que el cine español rechazara ciertas condiciones industriales —como el trabajo en grandes estudios— que él consideraba básicas para su desarrollo.
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Su condición de misógino —así se definió a sí mismo— y de cliente de prostitución no son las únicas parcelas de su personalidad a las que el espectador de 2020 tiene que enfrentarse, y que Luis Alegre no busca tampoco ocultar. El escritor aborda también el escarceo de García-Berlanga con la Falange, por la que se sintió fascinado en los primeros años de su juventud. A los 17 años es llamado al frente como parte de la quinta del biberón, ejerciendo como enfermero en el frente de Teruel. Pero a los 20 años se alista en la División Azul, su gran acto de compromiso con una ideología fascista que no tardaría mucho en abandonar. Para entonces, había escrito: “La Falange ha creado el clima necesario para la germinación del Imperio. Imperio que cuajará el día en que, con un fusil al hombro, Franco nos señale el primer objetivo”. El joven Berlanga es capaz de escribir simultáneamente poemas a la pistola y a Federico García Lorca tras su fusilamiento. ¡Hasta siempre, Mister Berlanga! se esfuerza por explicar una afiliación política difícilmente comprensible. Luis Alegre achaca su primera cercanía al fascismo como un intento por alejarse de su padre, José García-Berlanga, fundador de Unión Republicana, parte del Frente Popular. Su alistamiento en la División Azul, explica, podría tener que ver con que su padre fue condenado a muerte y la familia pensaba que un acto como ese podía ayudar a redimir la pena —esta fue conmutada finalmente, pero a golpe de talonario, una práctica relativamente frecuente tras la guerra—, y también podría tener que ver con una cierta búsqueda de la aventura. “Aunque no disparó un solo tiro, como tampoco lo hizo en la guerra, eso para él es una experiencia traumática, y ya vuelve completamente curado ideológicamente”, apunta Alegre. “A partir de entonces se convierte en un descreído, abandona toda cercanía al falangismo, y se acerca a la ideología que más cómodo le hace sentir y pensar a su aire, que era el anarquismo”.
La visión de García-Berlanga sobre la Guerra Civil quedó retratada en La vaquilla. Aunque se estrenó en 1985, al final de su carrera, el libro recoge que la primera versión del guion data de los años cincuenta; el cineasta esboza la idea ya desde los cuarenta, pero la desecha, consciente de que no podrá rodarla en dictadura. En la película, retrata a un grupo de soldados republicanos que, muertos de hambre, se proponen robar una vaquilla de uno de los pueblos del bando sublevado en el frente de Aragón, que celebra las fiestas. No lograrán su objetivo —el de Berlanga es un cine de perdedores, de propósitos frustrados— y la vaquilla acabará muriendo en tierra de nadie. El director refleja en ella su visión de la Guerra Civil, un conflicto inútil que acabó con la economía y con la moral del país, y del que se aprovecharon las élites. Insistirá una y otra vez en la necesidad de una reconciliación nacional, y criticará lo que ve como cierto fundamentalismo ideológico en ambos bandos. “España es un país maldito”, escribe, y recoge el libro, “porque la gente no tiene ningún sentido cívico, de pertenecer a una colectividad, para intentar lo mejor para todos. Y no es por deformación del franquismo y de tantos años de dictadura: eso lo llevamos en las entrañas los españoles. Lo que prima es la ley del 'estás conmigo o estás contra mí”. Un país lleno, como su cine, de pobres hombres y mujeres movidos no por las grandes ideas ni por el sentido de la moralidad, sino por las absurdas fuerzas de la historia y la vida, ocupadas únicamente en zarandearles y en arrebatarles cualquier atisbo de esperanza. Franco diría de él: “No es un comunista. Es mucho peor. Es un mal español”. Era, por supuesto, un gran piropo.