Cultura
Rojo sobre blanco
Cuenta Marta Robles que la idea de la colección Sin Ficción se le ocurrió después de editar El proxeneta, de Mabel Lozano, “que yo misma le llevé a la editorial Alrevés, después de insistirle mucho a la propia Mabel para que lo escribiera”. Le pareció, tras comprobar su enorme repercusión, que había un espacio para contar la realidad más oscura y desconocida de manera extensa y detallada, en las páginas de un libro. “Pensé, eso sí, que la diferencia tenía que ser que las historias fueran reales por completo, sin que se les añadiera ni una coma de ficción, pero contándolas como si se tratara de una novela negra. Es decir, con la estructura de una novela negra.” Y en ese afán se lanzó a la búsqueda de periodistas, criminólogos o policías, profesionales que conocen los casos, con acceso a los sumarios, a los protagonistas… y que, “además, tienen que saber escribir.”
Robles volvía así a un género (no sólo literario, también cinematográfico, televisivo…) que en sus manifestaciones alicortas se limita a reproducir crímenes reales pero que, cuando coge vuelo, exhibe su condición híbrida, despliega su ambigüedad, y sitúa al lector como espectador privilegiado a la violencia que narra y a la investigación subsiguiente, y también le interpela por las tensiones éticas y morales que se desencadenan. Si lo logran, son imbatibles, como dijo Maris Kreizman, hay historias de la vida real que hacen que la ficción parezca mansa y predecible. Y el true crimen, que de eso hablamos, del crimen auténtico (entendido como manifestación artística), es una apuesta ganadora: “los mejores autores no hacen sensacionalismo con la violencia y el sufrimiento humano, pero brindan contexto y profundidad a los crímenes que estudian”.
En esas obras asistimos al impúdico despliegue de todas las vidas, las de los criminales y los investigadores, las de las víctimas y sus familias, profundamente alteradas por la destrucción que se describe. Un ejercicio peligroso para el escritor, que línea a línea se adentra en un terreno resbaladizo: antes que autor ha sido investigador, fiscal, reportero… se ha codeado con los protagonistas, ha alcanzado acuerdos, ha dado esperanzas, ha prometido justicia, y ahora se dispone a escribir, y su único compromiso es con el lector.
Lo cual genera no pocas contradicciones. Desde luego, cuando la exigencia de ser fiel a los hechos obliga a marcar distancia (traicionar, dirán algunos) con las víctimas. O cuando sucede lo que le ocurrió a Ann Rule, escritora, investigadora de homicidios y compañera de Ted Bundy, asesino en serie: le costó darse cuenta de que el “Ted” al que investigaban era ese compañero al que encontraba atractivo, “casi el hombre perfecto”; por eso, The Stranger Beside Me es un relato excepcional.
Nada nuevo bajo el sol
En el mundo anglosajón, los estudiosos atribuyen al género una vida centenaria. Como explica Laura Browder en The Cambridge Companion to American Crime Fiction, prosperó durante la era isabelina en forma de panfletos rudimentarios que detallaban las “hazañas” de los asesinos locales. En esas andaba hasta que, en 1735, John Osborn publicó (tres volúmenes) Lives of Remarkable Criminals, una vuelta de tuerca. La siguiente la dio, 40 años después, George Wilkinson con el Newgate Calendar, boletín mensual de ajusticiamientos, “sangriento registro de malhechores”, que brindaba detalles de la vida cotidiana y, al hacerlo, convertía el true crime como una forma de historia social. Materia prima no faltaba. El caso de Jack el Destripador generó un interés enorme que los plumillas satisficieron prestando especial atención a los aspectos forenses. En 1910, Celebrated Criminal Cases of America, de Thomas Duke, marcó un punto de no retorno: “En algunos aspectos, la fórmula del true crime no ha cambiado desde los tiempos de Duke”, dice Browder.
Desde luego, faltan nombres en esta aproximación: Thomas de Quincey (On Murderer Considered as One of the Fine Arts), Charles Dickens (Sketches by Boz), William Thackeray (Going to See a Man Hanged), incluso Oscar Wilde (Pen, Pencil and Poison). Pero que ni lo explicado, ni lo omitido, nos hagan creer que el género es únicamente anglosajón.
“En España se explota mucho el romance callejero: no hay pueblo ni aldea que en día de romería no se canten las coplas de un crimen, las hazañas de un bandido, la vida y muerte de un torero y hasta las calamidades públicas, las inundaciones, el hambre, guerras, terremotos y pestes. El romancero empieza por invocar a los ciegos o a un Cristo milagroso para que les sea testigo y les dé fuerza en esta empresa de relatar lo ocurrido. El estandarte en que aparecen pintadas estas escenas se encarga de completar la ilusión.”
Encuentro la cita de José Gutiérrez Solana en un trabajo firmado por Luis Díaz Viana sobre la llamada “literatura de cordel”, muy difundida en el medio rural, pero también en las ciudades de cuyas imprentas irradiaba, y que “aparece como un fenómeno en el que, a menudo, se entremezclan y confunden lo oral y lo escrito, lo ‘culto’ -o ‘semiculto’- y lo ‘popular’”. Una literatura que, al parecer de Unamuno, encerraba “la flor de la fantasía popular y de la historia; los había de historia sagrada (...), de epopeyas medievales, de libros de caballerías, de hazañas de bandidos (...) Eran el sedimento poética de los siglos, que después de haber nutrido los cantos y relatos que han consolado de la vida a tantas generaciones, rodando de boda en oído y de oído en boca, contados al amor de la lumbre, viven, por ministerio de los ciegos callejeros, en la fantasía, siempre verde, del pueblo”. A ella dedicó Julio Caro Baroja su Ensayo sobre literatura de cordel, donde acuña la fórmula “literatura espantosa”.
El repaso a las aportaciones española a esta historia universal ha de incluir, forzosamente, El crimen de la calle de Fuencarral (cometido el 2 de julio de 1888), relatos extraídos de las cartas en las que Benito Pérez Galdós contó a los lectores argentinos del diario La Prensa dos sonados asesinatos de la época. “Es Dashiell Hammett en versión Chamberí”, escribió Rafael Reig en el prólogo a la edición de Lengua de Trapo. Ya a mediados del siglo XX, otra referencia que algunos evocan es Operación Masacre, de Rodolfo Walsh, largo reportaje que se lee como una novela.
Pero, si hay un libro fundacional de la forma moderna del género es A sangre fría, de Truman Capote, sobre cuya génesis, elaboración y trascendencia tanto se ha escrito y en la que Capote, dice Browder, invitó a los lectores no solo a conocer a las víctimas y sus aspiraciones, “sino también las visiones de los asesinos”. El autor siempre defendió que había inventado una nueva manifestación artística, que “el periodismo, los reportajes, podrían verse obligados a producir una nueva forma de arte seria: la 'novela de no ficción'”. El estudio de un crimen proporcionaba la perspectiva necesaria para escribir el tipo de libro que quería escribir, con la ventaja añadida de que, “como el corazón humano es lo que es”, el asunto que nunca perdería su atractivo.
Para otro análisis quedan los testimonios sobre la desazón que en el autor generaba el desenlace definitivo del caso. Porque, tras haber acompañado a los asesinos, tras haberse ganado su confianza, sólo la condena judicial y la ejecución de la sentencia abrían las puertas a la publicación del trabajo.
Fascinación
De la vigencia y fascinación del true crime dan fe la lista de libros publicados, la de los más vendidos, y la presencia de autores y debates en los festivales de novela negra.
La quinta edición de Granada Noir convocó a la citada Marta Robles y a Antonio Lozano, responsable del género en RBA. Más recientemente, BCNegra reunió a Manu Marlasca, Mayka Navarro y Ferran Grau, periodistas “que dan rienda suelta a sus impulsos literarios sin despegarse de lo realmente sucedido”, escribió el periodista cultural Xavi Ayén.
No es Amazon, soy yo
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“La no ficción, y en especial el true crime, descorre el velo protector con el que leemos ficción negra, elimina la distancia de seguridad que la imaginación establece entre lo narrado y la vida”, sostiene Lozano. Si, al menos en parte, leemos novela negra para ver reflejada o exorcizada esa carga oscura o ese impulso dionisíaco que todos llevamos dentro, “el true crime acude a la realidad para (re)confirmarnos que esas intuiciones incómodas son ciertas y tangibles”.
Además, la etiqueta de “crimen auténtico” da al material de estos libros el sello de los hechos, “un aire de autoridad realzado por el estilo periodístico, ‘no literario’ en el que están escritos”, dice Laura Browder. Un estilo que en ocasiones necesita de otras evidencias (fotográfica y documental, por ejemplo) para establecer su firme anclaje en la realidad.
Pregunto a Marta Robles, ella misma escritora de novela negra (la más reciente, La chica a la que no supiste amar), por qué siendo periodista, cuando escribe elige la ficción. “Todos los escritores de todos los tiempos encuentran inspiración en la realidad, sean periodistas o no. Incluso cuando escriben sobre monstruos verdes. Los escritores jugamos con lo leído, lo escuchado, lo aprendido, lo vivido... todo eso, además de la imaginación se vuelva en nuestras historias, que no son reales, pero sí deben ser verosímiles, para lo que es imprescindible que estén apuntaladas por el rigor de los datos que correspondan, ya se desarrolle la narración en la actualidad, en la Edad Media o en el siglo XXIII.” Lo importante, concluye, es tener algo que contar y una forma personal de hacerlo.