Ronaldo Menéndez (La Habana, Cuba, 1970) esperaba que su novela La casa y la isla (Alianza de Novelas) fuera leída como un drama psicológico (y humorístico), una obra de personajes sobre los encuentros y desencuentros de dos amigas y su exilio interior en la isla que trascendiera el contexto político de su escritura. Aunque, inevitablemente, fuera también un ajuste de cuentas con el país que abandonó hace dos décadas, una manera de "contar Cuba", su cotidianidad, sus miserias, sus pequeños triunfos sobre el totalitarismo. Ocurrió que el libro llegó a las librerías el 3 de noviembre y Fidel Castro murió el 25. De repente pasó a tener que hablar mucho de lo segundo y poco de lo primero.
Sobre todo, porque la muerte del dirigente alteraba la naturaleza de "Cuba como subgénero literario", al que su libro pertencía. ¿Qué pasa con ese subgénero si Fidel no está? Menéndez responde con la rapidez del que se ha dedicado a pensarlo: "Cuba puede pasarse de moda. De hecho, sospecho que como tema está pasado de moda". También le ha dedicado tiempo (ha tenido toda la vida) para pensar en por qué ese país del Caribe se convirtió en un género en sí mismo: "Se ha producido un malentendido, que es pensar que escribir sobre Cuba vende. Es tan singular como tema, que es lógico que haga pensar que hay un público hipotecado a él, como Chernóbil o el Holocausto. Pero lo que vende de Chernóbil o el Holocausto, en el sentido artístico, es la profundidad y la permanencia que puedas otorgarle".
Su obra aspira sin sonrojo ni falsa modestia a la universalidad y la permanencia. Lo sabía ya cuando comenzó a escribir, a los diecitantos, cuando se preguntaba cómo podía hacer para que sus lectores no fueran solo sus colegas "y el policía que se dedica a vigilar la literatura". Su ambición ha crecido. Aspira a que la relación de Anabela y Rebeca, amigas distanciadas con el rencor y el cariño de quienes se han repartido amores y creencias, y la vida interior del doctor Montalbán, encerrado en su casa para aislarse de una revolución que le traiciona, trasciendan el interés por ese extraño país al que se envía verbalmente a la gente de izquierdas que se atreve a pensar algo distinto.
Encontró la respuesta en "la resistencia del individuo frente al sistema". Esa idea que Kafka abrillantó con sus relatos pesadillescos de individuos alienados, de agricultores a quienes se les veta la ley, de procesos interminables: "En todas sus obras gravita cuáles son las posibilidades del individuo cuando los condicionamientos pesan tanto". Con el tiempo —y la distancia— descubrió una estirpe de escritores hijos de la Unión Soviética que también habían llegado a él. La premio Nobel rumana Herta Müller, su compatriota Ana Blandiana, la húngara Agota Kristof, el Nobel Imre Kertész... En todos ellos hay ecos de algunos paisajes que retrata Menéndez: la educación espartana, el control continuo incluso entre pares, la guerra contra la diferencia, la escasez.
Pero ellos no son, matiza, Como Milan Kundera o Mijaíl Bulgákov. Quiere decir que su familia literaria, pese a haber sufrido la respresión mucho antes de la llegada de la perestroika, no "escribe contra un sistema". Es lo que le ha dado a él la distancia, poder escribir con una mirada "no militante, ni apologética ni absolutamente en contra". Un difícil equilibrio que ha mantenido en Las bestias y Río Quibú, en Rojo aceituna, el libro de crónicas en el que recogió un esclarecedor viaje por distintos países de tradición comunista, de Vietnam a su propio hogar. Esa falta de virulencia, esa negociación con sus propias convicciones políticas y su experiencia, le han permitido trascender, cree, el tema cubano. El suyo son los recovecos del ser humano: "Quiero escribir para un lector universal; no para un lector de dentro de la isla, asfixiado y obcecado por los problemas de Cuba; ni para lectores a los que interese solamente saber qué pasa en Cuba". Como si se pudiera despegar "qué pasa en Cuba" de "qué pasa dentro de los cubanos".
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Otra idea poderosa en La casa y la isla, en la literatura de estos escritores de antiguas repúblicas socialistas, y de esos propios países, es el desengaño. Menéndez se sonríe ante la literalidad de la palabra: "Claro, porque escriben sobre contextos que se han construido sobre engaños. Crees más, crees menos, pero en ellos la propaganda y la represión son fundamentales para que se mantenga el régimen". La "pérdida del entusiasmo", dolorosa para el yo que alguna vez creyó, termina siendo un "elemento integrador" con el resto de la tropa de desencantados.
Sus personajes ven la luz con dos actividades en principio poco relacionadas con la política: practicar sexo y escuchar música. Precisamente porque ambas están perseguidas y penadas por el régimen si no se hacen a su gusto, como ocurrió también en dictaduras cercanas. La homosexualidad es un delito contra la revolución, y también lo es el rock. Así que sus personajes se entregan a al menos una de ellas, y ven la luz a la vez que el castigo. En la tierra prometida, se dicen, uno no tendría que sufrir por esto. "Es curioso", se dice Menéndez, "El sexo tiene la fisionomía del secreto por naturaleza, y la música, más si es popular, es todo lo contrario". Ambas tienen en común ser "un espacio donde ejercer la libertad". "Y esto lo saben los regímenes totalitarios. La prueba de mayor poder es controlar las experiencias íntimas". Los que se niegan a ser controlados entran en rebeldía. Y quizás sean más felices.
Ronaldo Menéndez (La Habana, Cuba, 1970) esperaba que su novela La casa y la isla (Alianza de Novelas) fuera leída como un drama psicológico (y humorístico), una obra de personajes sobre los encuentros y desencuentros de dos amigas y su exilio interior en la isla que trascendiera el contexto político de su escritura. Aunque, inevitablemente, fuera también un ajuste de cuentas con el país que abandonó hace dos décadas, una manera de "contar Cuba", su cotidianidad, sus miserias, sus pequeños triunfos sobre el totalitarismo. Ocurrió que el libro llegó a las librerías el 3 de noviembre y Fidel Castro murió el 25. De repente pasó a tener que hablar mucho de lo segundo y poco de lo primero.