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Santos Juliá: “El intelectual ha bajado del púlpito al escenario y se ha encontrado con que está muy lleno”
13 de enero de 1898. El ya por entonces consagrado escritor naturalista Émile Zola, autor de obras como Germinal,lanza una auténtica bomba que explota en manos de la opinión pública. En la portada del periódico francés L'Aurore se publica a toda página su celebérrimo J'Accuse, una carta abierta al entonces presidente de la República, Félix Faure, en la que defiende la inocencia de Alfred Dreyfus, un comandante judío injustamente acusado años antes de traición por haber entregado unos documentos secretos a los alemanes. Aquel manifiesto supuso un auténtico revulsivo para el devenir de la historia de Francia a nivel político, religioso o social. También en el terreno cultural, entre otras razones porque a partir de ahí se acuñó el término intelectual, una denominación que se ha mantenido desde entonces para referirse a los escritores y pensadores involucrados y con capacidad de influencia en el devenir histórico nacional e internacional.
Convencido de que aquella figura -que en España se introduciría a principios del siglo XX- había perdido el peso, el esplendor y la productividad de antaño, el historiador Santos Julià tuvo que recular en su opinión tras concluir la ardua investigación que le ha llevado a publicar Nosotros, los abajo firmantes (Galaxia Gutenberg), un ensayo que compendia más de más de 400 manifiestos y cartas de intelectuales, desde Unamuno en 1896 hasta Convocatoria cívica en 2013. “Yo creía que la presencia de los intelectuales había ido difuminándose y decayendo al final de los grandes debates en torno al comunismo y el marxismo, o comunismo-democracia a partir de la caída del comunismo, pero no ha sido así, todo lo contrario: se ha multiplicado”, explica el autor, que subraya que, en este nuevo siglo, el gran acicate ha sido Internet: “Los ha acelerado y diversificado”.
La Red es sin duda el medio por el que circulan hoy los manifiestos de los intelectuales, tanto los firmados individualmente como en colectivo, tradicionalmente alojados en los periódicos. Pero hay más transformaciones: “Cada vez hay más manifiestos especializados, en el sentido que son manifiestos en torno a una cuestión concreta sobre la que es necesaria cierta competencia y por lo que se podría llamar democratización de la figura del intelectual”, dice Juliá. “El intelectual ha bajado del púlpito al escenario y se ha encontrado con que el escenario está muy lleno, creo que no hay mejor manera de sintetizarlo. Era un predicador-profeta, una estrella que guía, y se ha encontrado que es uno más entre ciudadanos que se movilizan en torno a cuestiones sobre las que en la sociedad hay conflicto o discrepancia, enfrentamiento, etcétera. Pero que ahí siguen, está claro”.
Aquella responsabilidad que asumió Zola sobre la cuestión Dreyfus es (relativamente) comparable, por ejemplo, a la expectación que causó la opinión de José Ortega y Gasset sobre la crisis de la monarquía a finales de la dictadura de Primo de Rivera. “Todo el mundo esperaba a ver qué dice Ortega, porque lo que diga Ortega…”, relata el historiador. “Y él, ya bastante al final, en el mes de noviembre del 30, publica su célebre El error Berenguer”. En aquel texto, el filósofo señalaba que “la dictadura ha sido un poder omnímodo y sin límites, que no sólo ha operado sin ley ni responsabilidad, sin norma no ya establecida, pero ni aun conocida, sino que no se ha circunscrito a la órbita de lo público, antes bien ha penetrado en el orden privadísimo brutal y soezmente”, para terminar con un “¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo!” que, dice Julià, “causó una conmoción, una verdadera conmoción”.
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El siglo XX, concede el autor, fue claramente el tiempo del intelectual, entendido primeramente como “alguien que va a defender valores como la libertad, la democracia, el cumplimiento de derechos”. Con los cambios históricos, mudó –o más bien, se amplió- esa concepción. “En el momento en el que el poder es de izquierdas sale el intelectual católico y de derechas, que está más por los valores de orden, de la tradición, que se siente parte de una tradición nacional”, explica. “Y luego va a haber intelectuales fascistas, intelectuales comunistas…”.
En España, además de la división política, y a diferencia del gran referente, Francia, se ha dado también una ruptura geográfica que ha separado la influencia del intelectual en dos grandes esferas: Madrid y Barcelona, que han ido acercándose con el paso del tiempo. “Son dos capitales autónomas de la cultura que más que tener una relación entre ellas tienen una relación con París. El referente en Barcelona y en Madrid es París, a donde se viaja es a París. No pasa como con los intelectuales vascos, que realmente donde hacen carrera es en Madrid o en alguna capital o universidad, como Unamuno en Salamanca, pero hay una vinculación más estrecha entre los intelectuales vascos y Madrid -Baroja es un ejemplo claro-, que entre Barcelona y Madrid”.
“A partir de la dictadura (de Primo de Rivera) y precisamente porque hay intelectuales que salen a la palestra en defensa de la lengua catalana”, agrega el historiador, “va a empezar una redacción que no se acaba nunca y que va a dar a un desarrollo bastante rico de la relación Cataluña-Madrid en coloquios, encuentros, congresos… que reúnen a intelectuales de las dos procedencias y las dos lenguas, y eso es muy rico durante la dictadura, lo cual no quita que las dos sean capitales autónomas, lo que quita es que la única referencia sea París. Durante la segunda dictadura esto fue a más porque aparecen en Cataluña intelectuales en lengua castellana: los Barral, Marsé, Vázquez Montalbán, Gil de Biedma… Es muy rico ese asunto”.