La sala de Protocolo del Museo Reina Sofía, en el edificio Sabatini, recuerda que esto antes fue el antiguo Hospital de San Carlos. En estas dos estancias se encontraba la antigua lencería: en sus grandes armarios se apilaban las sábanas blanqueadas y listas para el uso. Allí está ahora parte de la exposición de Sara Ramo (Madrid, 1975), inaugurada el martes dentro del programa Fisuras, que ofrece el espacio del museo para que los artistas produzcan obra nueva entre sus muros. Pero cuando el visitante se dispone a entrar en la sala, al pasar por un pequeño vestíbulo casi vacío, algo llama su atención. Alguien parece haber olvidado en una esquina el cubo de fregar, lleno de un agua blanquecina más que sucia. Junto a él, una fregona con el mango quizás un poco corto, la mopa quizás demasiado vieja. Entonces el visitante observa con horror que de la maraña de peluche emerge algo. Algo humano o animal, algo como una lengua hecha de carne y de cera. O de jabón.
La exposición se titula lindalocaviejabruja, y en esta ocasión Ramo, una de las artistas más influyentes de su generación, se acerca a "la dificultad de ser mujer". Para hacerlo, la artista ha permanecido mes y medio en el museo, que se ha convertido en su taller. "Cuando Lacan decía que no existe la mujer...", comienza diciendo la creadora en la presentación de la exposición a prensa, el mismo martes. "No existe un lugar para ella. La mujer ha sido siempre esclava". Ahí está, en el suelo, quizás todavía mojada, uno de los símbolos de esa esclavitud. Porque Ramo no renuncia, tampoco en sus piezas eminentemente políticas, al peso que el inconsciente, la magia y el mito tiene en su obra. "Esta mujer que no existe es también la mujer que algún día existirá, pero que será siempre fragmentada, porque su existencia es dolorosa", sigue.
Fragmentada es también, y como suele, su instalación. En la sala de Protocolo la creadora hispanobrasileña ha utilizado los enormes armarios, con un fondo inmenso. Muchos están cerrados. Otros permiten que el visitante se asome a su interior apenas por una rendija. En una alacena solo se ve la negrura: los ojos deben acostumbrarse a la ausencia de luz y rebuscar entre las sombras. En esa espera aguardan sensaciones atávicas, casi infantiles: el miedo a la oscuridad, la remota posibilidad de que de allí emerja algo espantoso. Casi: cuando la retina se ajusta, aparecen girones de tela, bultos que se asemejan a algo orgánico. El tono rojizo que sale de otro armario atrae como la luz a las polillas: las paredes han sido forradas con decenas, cientos de lápiz de labios. De nuevo, podría tratarse del interior de algún tejido, un organismo observado a través del microscopio. O de una celda de castigo.
Una pieza de lindalocaviejabruja, la instalación de Sara Ramo en el Museo Reina Sofía, realizada con caramelos. / MNCARS
Ramo explica el título otorgado a la instalación: lindalocaviejabruja: "Cuando imaginé esto, imaginé el proceso normal de una mujer. Toda mujer va a pasar por un momento en el que van a llamarla linda, loca, vieja o bruja. Son palabras que nos acompañan". Linda, eso "tan importante para una mujer", dice, como la exigencia de belleza. Loca, ese adjetivo enlazado con la feminidad: solo las mujeres podían ser histéricas, porque el término proviene de hystéra, útero en griego, y la enfermedad se curaba con la histerectomía, la extirpación de los órganos reproductivos, como explicaba Manuel Borja Villel, director del centro. Vieja, señala él, que significa la pérdida de los "elementos reproductivos" femeninos, el momento en que la mujer deja de tener valor. Bruja, ese insulto que solo se usa peyorativamente en femenino y que recuerda, dice la artista, el "genocidio" de las hechiceras quemadas en la hoguera.
Pero Ramo insiste en que, pese a la base teórica de su trabajo —es Borja Villel el que cita a la pensadora feminista Silvia Federici, autora de un clásico contemporáneo del feminismo como Calibán y la bruja—, su obra no es "para intelectuales". Si es "exigente", dice, es porque "requiere tiempo". Tiempo para mirar, para detenerse, para explorar, para dejar que las piezas hablen. La instalación funciona como un patchwork, una pieza hecha de retales, como las cortinas que la propia artista teje, compuestas de telas viejas y manchadas. Los "residuos", como los llama, se percibe también en otro de los armarios, en el que se recrea una especie de suelo terroso craquelado. En él, se han incrustado piezas de bisutería, alianzas doradas, retales de ropa, que parecen aquí las huellas de una fosa común excavada en el desierto.
La reutilización afecta también a sus técnicas, que recupera aquí después de haberlas puesto en práctica con anterioridad. En una esquina de la sala, unos caramelos crecen en la pared como si fueran hongos, algo parecido a su instalación de la Bienal de Venecia en 2009, donde esos pedazos de azúcar se derretían lentamente por el calor de los focos. Ya había trabajado con la oscuridad en su pieza Desvelo y traza (2014), instalada en Matadero Madrid, o en la Fundación Eva Klabin de Río de Janeiro. Algunas de las esculturas usadas en el Reina Sofía ya estaban realizadas y provienen de Brasil, donde reside. Tras los armarios cerrados, dice Manuel Borja Villel, hay algunos objetos relacionados con su infancia que el visitante nunca llegará a ver. "Es una especie de caldero de bruja", bromea ella, "donde meto todo y lo voy cocinando".
En la segunda sala de su instalación, situada al otro lado de un largo corredor, Sara Ramo ha construido una pequeña sala sin ventanas decorada con un aparentemente inocente papel pintado. Si se mira de cerca el motivo del mismo, se ven flores, sí, pero también un cuchillo, un brazo, un pie, las orejas de un lobo. De una de las paredes, emerge una forma negrísima, como el tentáculo de un monstruo que atravesara todo el edificio. Al fondo de la sala, unas cortinas ondeantes invitan a adentrarse, de nuevo, en la negritud. Se trata, dice la artista, de "sacar todo lo que está por detrás, todo lo que está escondido". En ese caso, lo oculto es una sala donde se proyecta un vídeo. En él, Ramo ha reproducido una especie de teatro de títeres. Por él van apareciendo una bruja consumida en la hoguera, una Caperucita Roja que en vez de capucha lleva zapatos de tacón, una escena de títeres de cachiporra —en la versión inglesa, Punch siempre acaba pegando a su esposa Judy— en la que el agresor atiza con una porra enorme una y otra vez.
Si la instalación tiene alguna lectura optimista es solo por la subversión que propone. La oscuridad que se evapora, la exposición "muy poco autoritaria", según su creadora, porque permite descubrirla al ritmo del paseante. Y esa mujer prometida, esa mujer que, desafiando a Lacan, "algún día existirá".
La sala de Protocolo del Museo Reina Sofía, en el edificio Sabatini, recuerda que esto antes fue el antiguo Hospital de San Carlos. En estas dos estancias se encontraba la antigua lencería: en sus grandes armarios se apilaban las sábanas blanqueadas y listas para el uso. Allí está ahora parte de la exposición de Sara Ramo (Madrid, 1975), inaugurada el martes dentro del programa Fisuras, que ofrece el espacio del museo para que los artistas produzcan obra nueva entre sus muros. Pero cuando el visitante se dispone a entrar en la sala, al pasar por un pequeño vestíbulo casi vacío, algo llama su atención. Alguien parece haber olvidado en una esquina el cubo de fregar, lleno de un agua blanquecina más que sucia. Junto a él, una fregona con el mango quizás un poco corto, la mopa quizás demasiado vieja. Entonces el visitante observa con horror que de la maraña de peluche emerge algo. Algo humano o animal, algo como una lengua hecha de carne y de cera. O de jabón.