Cultura

¿Son los jueces de letras?

Acto de apertura del año judicial.

Tras lo vivido en el Supremo al hilo de la sentencia de las hipotecas, el presidente de ese alto tribunal, que lo es también del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Lesmes, instó al Legislativo a cambiar el texto legal: "Hay una falta de claridad en la ley”.

Es una queja recurrente: el lenguaje jurídico no se entiende, lo cual va en detrimento de la actividad judicial y de los intereses ciudadanos.

“El buen derecho se construye a partir de una relación causal y coherente entre las palabras de un idioma. Somos verbo”, asegura Saúl Cepeda, abogado y escritor, Premio de Novela Negra Ciudad de Getafe 2018 con Agua. El código perfecto sería aquel que “contemplase todas las posibilidades y cuyo contenido no se prestase a interpretaciones múltiples o confusas”, hay que evitar a toda costa el ruido en los textos legislativos.

Hay consenso: “La calidad de la expresión, como calidad del razonamiento, es una cuestión esencial en los textos jurídicos y es sobre esta cuestión sobre la que llama la atención este vínculo entre el Derecho y lo literario denominado derecho como literatura”. Lo dice Teresa Arsuaga, doctora en derecho, autora de El abogado humanista y experta en Law and Literature Studies (LLS), disciplina que, más allá de una simple yuxtaposición de dos materias, analiza la relación entre ambas.

“Es un movimiento muy heterogéneo que surgió a mediados de los años setenta del pasado siglo en el seno de las universidades norteamericanas y que, a grandes rasgos, pretendió reconducir un derecho demasiado escorado del lado de las ciencias sociales y del análisis económico hacia lo literario.” De entre los autores que integran el movimiento, se ha centrado en dos, James Boyd White y Richard Weisberg, quienes trataron de aproximar el derecho hacia lo literario, sobre todo, con la elaboración “de un nuevo método de formación para los juristas a través de la literatura”.

Pero, ¿es necesaria la literatura?

 

Arsuaga explica que, para ellos, la literatura es la mejor fuente de comprensión y sensibilidad hacia las experiencias humanas, de conocerse a uno mismo, de vaciarse de prejuicios y llenarse de lo mejor que se ha dicho y hecho. No solo porque en ella cristalicen los valores vigentes en una sociedad, ni porque los haga visibles e “intuibles” para los lectores: es que influye y modela esos valores y así condiciona “el desarrollo o evolución del derecho, teniendo un papel fundamental en la formación de la conciencia social, la cual, a través de la literatura, llega a sentir por primera vez que determinadas reivindicaciones individuales son justas, o que situaciones creadas son injustas y deben corregirse”.

Cabe preguntarse si tan fuera del mundo está la enseñanza del derecho que se necesitan ficciones para devolverla a la realidad

“La jurisprudencia (el estudio de las sentencias) es un magnífico muestrario de la realidad. Al menos introduce hechos y conflictos en el estanque de los programas de Derecho. Hay muchas sentencias que darían para una novela”, responde Miguel Pasquau Liaño, magistrado del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía, profesor de Derecho civil en la Universidad de Granada y escritor. Cree, eso sí, que “la literatura es fundamental para que un jurista se haga poroso y no se enquiste en las cuadrículas del Derecho”, pero no “que eso se consiga introduciéndola en los estudios de Derecho. Se consigue leyendo”.

Una convicción con la que viene a coincidir Jesús Manuel Villegas Fernández, magistrado-juez del juzgado de instrucción nº 3 y juez decano de Guadalajara: “El juez no debe apartarse ni seguir el modelo positivista per se, como tampoco cualquier otra corriente filosófica, sino solamente aplicar el Derecho con Justicia. Ahora bien, mientras mayor sea su cultura, más amplia será su visión y, por tanto, ganará en ecuanimidad”.

Hay aquí un gap cultural notable. “Puedo coincidir en algunas premisas de Cardozo, White o Wigmore sobre la mutabilidad de los significados de un precepto en el tiempo ―admite Cepeda― o que la ley no debe ser tomada como una partícula aislada, sino como un elemento conectado con su sistema sociocultural. Pero también considero que este movimiento está influido de manera notable por una forma de derecho, el common law, que nos es ajeno en España, da más libertad interpretativa al juzgador de un procedimiento y está sustentado por un masivo andamiaje de precedentes”.

Solicito también opinión a la magistrada Luisa María Gómez Garrido. Los LLS, me dice, son “una de las variantes del realismo jurídico norteamericano, que representa una concepción del derecho antiformalista e irracionalista que aboca a un judicialismo desbocado. Ellos afirman que el derecho es indeterminado, y por tanto solo se concreta en la práctica judicial de día a día, en la que se decide cada caso con independencia del contenido de la norma. Y dan una importancia enorme a la filosofía del lenguaje porque para ellos el uso del lenguaje condiciona la realidad. De ahí a proponer el estudio encauzado de la literatura para modelar un cierto temperamento judicial, hay solo un paso”. Sin embargo, prosigue, es dudoso que la literatura pueda contribuir de manera más específica a generar las habilidades requeridas en la judicatura, “fuera del hecho de que los jueces convivimos con los problemas humanos y sociales en mayor medida que la mayor parte de la gente, hasta el punto de enfrentarnos a auténticos dramas con cierta habitualidad; y para ello es muy recomendable contar con un temperamento humanístico”.

Hablamos, por tanto, de una tradición académica que no se ha impuesto a este lado del charco… “En España no es desconocido el vínculo entre el derecho y la literatura ―admite Teresa Arsuaga―, son muy numerosos los estudios en los que se analiza la presencia de figuras jurídicas en los textos clásicos, es decir, que investigan desde esa perspectiva el ‘derecho en la literatura’, un vínculo que se expande en los planteamientos que yo presento a algo que va mucho más allá. Lo que resulta, sin duda, desconocido y novedoso en nuestro país es ese segundo aspecto del movimiento norteamericano que se refiere, más bien, al derecho como literatura”.

La literatura como tratamiento

 

Dice Pasquau que “la literatura es una especie de quimioterapia frente a la hiperplasia normativa. El derecho moderno tiende a expandirse, a multiplicarse, a colonizar, y va comprimiendo a la realidad misma hasta dejarla sin espacio. Se esmera en presentarse a sí mismo como una representación total de la realidad”. En esa situación, la literatura es una vía de escape, “abre vías de fuga para salir de ese laberinto claustrofóbico. Consigue lo que no puede la rutina: pone diques a la tiranía de la lógica jurídica, que sirve para ‘codificar’ y resolver conflictos, pero no para conocer la verdadera naturaleza del conflicto”. Con su gusto por el detalle y la anécdota, la literatura “sugiere vistas panorámicas sobre la naturaleza humana. Y, ¿no va a ser eso útil para un jurista? Si los libros de derecho alimentan nuestro ojo derecho, la literatura alimenta el izquierdo. Los jueces-sólo-jueces acaban con el síndrome del “ojo vago”, y para ese trastorno la mejor receta es una buena novela”.

El del valor de las letras como instrumento cognoscitivo es un tema muy manido sobre el que sigue abierta la polémica, añade Villegas Fernández. “Las ficciones literarias ayudan a construir modelos teóricos de análisis: tipos psicológicos, estructuras lógicas, tiempos narrativos, problemas lingüísticos, etc. Por ejemplo, la lectura de las tragedias de Shakespeare sirve para reflexionar sobre cómo reaccionan los hombres ante situaciones límite y a empatizar con el dolor ajeno. Siempre, claro está, que no perdamos de vista que no es la realidad empírica, sino su forma poética, un estímulo para formular hipótesis imaginativas, pero no la verdad científica, ni mucho menos la jurídica”.

La hora de la verdad

Como aquí se trata de literatura y leyes, pedí a mis interlocutores algunos títulos recomendados para juristas.

La magistrada Gómez Garrido, coherente con el escepticismo y espíritu crítico exhibido frente a los LLS, declinó la invitación: “No me atrevo a realizar ningún tipo de recomendación literaria a ningún jurista con la intención de conformar su visión del mundo y mucho menos para condicionar respuestas judiciales, todo lo cual me parecería casi pretencioso”. A lo más que llega es a prescindir de su parte jurídica y echar mano de la literaria y artística, “pero solo para hacer un reconocimiento a la manera en que el arte y la ciencia nos ayudan a sobrellevar el estupor que nos causa la vida”.

Los otros cuatro entrevistados sí aceptaron el reto.

Teresa Arsuaga, para quien “la recomendación no sería sólo del texto sino de una forma de leerlo, de interpretarlo, de hacerle determinadas preguntas”, sugiere:

 

  • La caída, de Camus: una disposición contraria al cinismo y la pasividad. Podría invitar a la reflexión acerca de si es la pasividad resentida de este personaje, junto a la de muchos como él, la que pudo tener fatales consecuencias en la historia del siglo XX.
  • Billy Budd, marinero, de Melville: una actitud crítica ante la palabra. Nos lleva a intuir y descubrir la posible ocultación de fines subjetivos tras la supuesta objetividad de los procedimientos legales y las retóricas brillantes. A estar alerta y ser escépticos con la palabra y, especialmente, con la palabra más efectivamente empleada por personas inteligentes y articuladas en posiciones de poder institucional.
  • Ojos azules, de Toni Morrison: una mirada integradora. El lector toma conciencia del riesgo que existe de que tanto él, como aquellos que tienen autoridad, eviten o no vean a los “otros”, los diferentes.
  • La divina comedia, de Dante: un lenguaje vivo en el que el escritor está presente diciendo lo que quiere decir frente a una escritura mecánica, acrítica, previsible y de clichés.
  • Discurso de segunda investidura” (1865), de Abraham Lincoln: una gestión civilizada y responsable de la voz propia frente a la autoridad del mundo, la herencia recibida o la tradición.

Miguel Pasquau también elige La caída, y añade:

 

  • Crimen y castigo, de Dostoievski, el gran tratado universal sobre la culpa.
  • La ley del menor, de Ian McEwen, porque además de estar muy bien escrita, refleja el dramatismo de una juez que no sabe qué decidir precisamente por haberse abierto de par en par a la realidad que tenía que juzgar.
  • Plenilunio, de Muñoz Molina: el contrapunto de Crimen y castigo, porque el monstruo que comete el crimen no sabe sentir la culpa, y esos monstruos existen y son los más difíciles de entender.
  • El proceso, de Kafka, como advertencia sobre las lógicas centrípetas del proceso mismo.
  • Y cualquier cosa de Borges, “porque después de leer a Borges es imposible seguir confiando en las apariencias a las que con tanta ligereza llamamos ‘realidad’, y ya sólo creemos en las hipótesis”.

Saúl Cepeda sugiere:

 

  • La carta robada, de Poe, porque analiza la lógica de lo evidente, muy útil en el derecho.
  • 1984, de Orwell, y su tesis de que el lenguaje (y su manipulación) condiciona quiénes somos y puede construir la realidad cognitiva de un estado.
  • Yo, robot, de Asimov, y sus leyes de la robótica: una breve y compleja forma de derecho positivo integrada en la evolución tecnológica.
  • Lo justo y lo injusto, de Gould Cozzens: refleja el trabajo de horas de pesquisas de un autor de ficción en un juzgado, máxime cuando casi todo el thriller judicial suele estar muy mal documentado.
  • Sumario 3/94, de Arlandis y Martínez, un ejercicio literario muy curioso, que disecciona ―a través de lo que denominan “novela no creativa”― un procedimiento penal auténtico para establecer cómo una serie de elementos narrativos, sociológicos y psicológicos de los actores jurídicos afectaron a su desenlace.

Las propuestas de Jesús Manuel Villegas Fernández son:

 

  • Antígona, de Eurípides. Ilustra la inveterada oposición entre Derecho Natural y Positivo.
  • El asno de oro (Metamorfosis) de Apuleyo, cuyo autor, un abogado acusado de hechicería durante la época imperial romana, nos deja una visión sombría de las relaciones entre justicia y superstición.
  • El crimen de la calle Morgue, de Edgar Allan Poe. Es el modelo clásico de investigación criminal de la mano de la lógica práctica y de lo que hoy llamarían “pensamiento lateral”. En general, la novela negra y detectivesca es ideal para aguzar el ingenio de un juez instructor.
  • Desgracia, de Coetzee. Una reflexión sobre la antropología jurídica y el retorno al estado de naturaleza cuando el Derecho deja paso a la barbarie.
  • El blog del inquisidor, de Lorenzo Silva. Una atinada prospección en las interioridades de la mente humana, remontándonos a la época más temida de la historia judicial española.

Ya en confianza, les pido una propina literaria para los (pronto) nuevos miembros del CGPJ.

 

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Saúl Cepeda cree que, “aunque todo se debe actualizar, no estaría mal que visitaran de nuevo el Contrato Social: o los principios del derecho político, de Jean-Jacques Rousseau, y El espíritu de las leyes, del barón de Montesquieu, y que luego, para desengrasar, leyesen la distopía Brigadas del espacio de Robert A. Heinlen, y viesen en lo que nos podemos convertir si ninguneamos los valores de las otras dos lecturas”.

Miguel Pasquau “les recomendaría más El Príncipe de Maquiavelo que El principito de Saint-Exupéry, para que se cuiden de su entorno”.

Villegas Fernández opta por un consejo alejado de los libros: “Que tengan la valentía suficiente para demostrar que no son lacayos del poder”.

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