Cuenta Natalia Menéndez, directora del Teatro Español, que cuando las compañías la vieron aparecer el pasado 10 de marzo era "como si estuvieran viendo al mismísimo demonio". Llevaba una noticia que ya imaginaban: los centros del Ayuntamiento de Madrid, incluido ese, se cerraban por la crisis sanitaria del coronavirus. En ese momento, se representaba Españolas, Franco ha muerto y Diálogo del amargo, que debía permanecer en cartel hasta el 29 de marzo. "Haber visto la escenografía montada y ver cómo se desmontaba fue un momento muy duro", dice la también directora de escena.
A la angustia por la salud, las artes escénicas han sumado la preocupación por el futuro inmediato de la profesión. No se trata solo de los teatros cerrados, sino de todo lo que viene: ¿cómo van a ensayarse los espectáculos que debían comenzar en abril?, ¿y cuándo podrá trabajarse en los agendados para mayo y junio?, ¿las obras que debían estrenarse en estos meses se recuperarán, o el esfuerzo creativo de años se perderá para siempre?, ¿y el público, seguirá ahí, o les habrán abandonado por las pantallas? Mientras el cine o el mundo del libro buscan formas virtuales de llegar al público, el teatro, un arte que exige la presencia y el encuentro físico, solo puede esperar. Y la historia reciente no es halagüeña: una década después del estallido de la crisis de 2008, el teatro no había recuperado aún a un tercio de sus espectadores.
El director de escena Miguel del Arco, uno de los responsables de El Pavón Teatro Kamikaze, sala privada madrileña, vive el encierro con algo más de calma y recuerda los primeros días de la crisis, hace solo dos semanas. El 12 de marzo, después de largos debates, los socios decidieron cerrar, aunque el Gobierno todavía no lo exigía, y suspender así el estreno de Traición, dirigido por Israel Elejalde. Al mismo tiempo, el elenco de Jauría iba de camino a Galicia, donde tenían varios bolos en esos días. "Con las mismas, cogí el teléfono y le dije: daos la vuelta", cuenta Miguel del Arco. Ese día se quedó en el teatro hasta tarde y, al salir, vio los bares abarrotados: "Era una sensación extrañísima, nosotros con el teatro cerrado y la gente tan tranquila. Me sentí gilipollas, la verdad". El tiempo tardaría muy poco en darles la razón.
Recuento de pérdidas
Laila Ripoll vive estos días un desdoblamiento. Como directora del Teatro Fernán Gómez, dependiente también del Ayuntamiento de Madrid, hace malabarismos con la programación de la temporada que viene para incluir las obras que se caerán en estas semanas, algo que considera "más o menos sencillo" porque el centro, que también acoge música en directo, no tenía una gran agenda teatral en esta época. Como creadora, ha visto cómo se han paralizado las giras de Vidas enterradas y Una humilde propuesta, aunque espera que esos bolos no se hayan perdido, sino que se aplacen. "Supongo que se intentará tirar del verano, de junio y julio", dice, sobre unos meses que ya suelen considerarse temporada baja en las artes escénicas.
Algo similar vive Natalia Menéndez, que compaginaba su labor en el Teatro Español con la dirección de El vergonzoso en palacio, de Tirso de Molina, para la Compañía Nacional de Teatro Clásico, una obra que se tenía que estrenar el 19 de mayo y cuyos ensayos empezaban este lunes. "Lo teníamos todo, todo", se lamenta. ¿Se recuperará? Nadie lo sabe. "Sé que si se puede se hará, pero no quiero agarrarme demasiado a esa rama porque puede estar ardiendo...", dice. Esto afectaría incluso al Festival de Almagro, previsto para julio, porque la obra formaba parte de su programación. Menéndez se esfuerza en mantener el tipo: "Qué le vamos a hacer. Solo nos queda seguir imaginando, para este espectáculo y para los que vendrán".
Desde casa, Carlota Ferrer, directora de escena y exdirectora del Festival de Otoño, sigue trabajando. La leyenda del tiempo, su versión de Así que pasen cinco años junto a Darío Facal (también en El Pavón) se ha librado por los pelos del cierre, pero sigue en vilo: el 4 de junio debe estrenarse La casa de los espíritus, versión de la novela de Isabel Allende en manos de Carme Potaceli, obra en la que ella se encarga del diseño de vestuario. Los ensayos tendrían que empezar poco después del supuesto final del estado de alarma, que el Gobierno ha alargado hasta el 11 de abril. "No tenemos confirmación, claro", cuenta por teléfono, "y nosotros seguimos para adelante, pero trabajamos al día. Aunque pudiera estrenarse en junio, si no has podido ensayar antes, ¿cómo vas a estrenar?".
¿Y ahora?
Miguel del Arco acaba de llegar a casa después de hacer la compra para sus padres. Ha atravesado la ciudad desierta, que no describe exactamente como "desoladora", porque "está preciosa, con esta tormenta de primavera". Lleva por dentro, dice, el "estado de alarma interior" y trata de no pensar demasiado en lo que más le aterra de todo esto: más que la muerte, "la soledad de la muerte", esos finales que llegan con la familia obligatoriamente lejos. Consigue trabajar por las mañanas en el guion de una serie que cerró justo antes del confinamiento, se asoma al balcón a mirar el cielo y pospone, hasta nuevo aviso, pensar en lo que pueda venir: la temporada perdida, el futuro de El Pavón... "Intento no alimentar el confinamiento con una intranquilidad terrible".
"Nos estamos adaptando, porque los primeros días han sido de absoluto desconcierto", admite Laila Ripoll. Por un lado, la programación del centro, por otro las clases en la Real Escuela Superior de Arte Dramático, que ahora imparte por Skype, por otro los niños, para quienes se ha convertido en profesora particular. "¡Qué romántico lo del confinamiento!", ironiza. "A mí me falta tiempo al día. Cada vez que leo eso de que Shakespeare escribió El rey Lear en cuarentena, me da la risa. Ya solo nos falta ser Shakespeare". Cuando sale al balcón a mirar la calle, piensa en la relación de la crisis con la desigualdad: "No todos ocupamos el mismo espacio, y hay que ser conscientes de eso. Quienes estén pasando esto en pisos pequeños, interiores... No podemos perder de vista lo que pasa a nuestro alrededor".
A vueltas con el teatro grabado
Carlota Ferrer ve con cierta preocupación el estallido de iniciativas culturales a través de Internet durante la cuarentena: teatro en vídeo, monólogos en directo, animaciones en redes... Y se explica: "Tiene una parte positiva. La vocación artística pasa por ayudar, y ¿cómo puedes ayudar? Pues haciendo lo tuyo, entreteniendo. Pero claro, ya aprovecho y me promociono, y cuando eso lo fomentan instituciones públicas me provoca una sensación de que todo vale, que al final es ponerle un parche a una situación delicada". Es un momento, defiende, para difundir el trabajo de los creadores, pero más bien desde los procesos y no desde el resultado, para "hacer un ejercicio de recogimiento y de reflexión".
"Yo odio el teatro grabado, me horroriza", coincide Miguel del Arco. "El teatro tiene que ser fugaz, sensorial, que deje el recuerdo de lo vivido". Y defiende, con Ferrer, que las grabaciones teatrales tienen una finalidad de conservación y estudio, no de consumo para el público. Pero no lo tiene tan claro Laila Ripoll: "La época del Estudio 1 coincidió con un época en la que se veía mucho teatro también en los escenarios, y a mí me parece bien que cada uno comparta lo que pueda". Uno de los momentos del encierro que recordará, asegura, es el concierto a través de Instagram que organizó la música Silvia Pérez Cruz, y que congregó a más de 5.000 personas en directo.
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Volver a la escena
Con un encierro en el que reina el audiovisual y las pantallas. ¿temen los creadores que el público se olvide de las artes escénicas? "Al contrario", dice Ripoll, "estaremos todos locos por salir. Lo primero que nos va a apetecer es irnos a un bar a charlar y abrazarnos, porque es nuestra cultura, pero estoy segura de que vamos a llenar las salas". Lo mismo piensa Miguel del Arco, que aunque se pregunta cómo se hará para volver gradualmente a la actividad, confía en que la mala memoria ayude esta vez, y se olvide pronto el miedo a las aglomeraciones. Y Natalia Menéndez, que asegura que "la gente tiene ganas de encontrase, de volver al directo".
"El teatro no puede morir porque es sagrado, porque es una ceremonia, algo que es mucho más importante que la obra que vas a ver", defiende Carlota Ferrer, reuniendo todo el optimismo del que es capaz. El público necesita citarse con amigos, compartir un espectáculo que, por ser en vivo, es único, comentarlo a la salida. "Creo de verdad que el teatro es un lugar de encuentro y que no se puede sustituir por pantallas móviles. De no ser así, hace tiempo que nos habrían comido la televisión y el cine". Algo de sol en medio de la tormenta.
Cuenta Natalia Menéndez, directora del Teatro Español, que cuando las compañías la vieron aparecer el pasado 10 de marzo era "como si estuvieran viendo al mismísimo demonio". Llevaba una noticia que ya imaginaban: los centros del Ayuntamiento de Madrid, incluido ese, se cerraban por la crisis sanitaria del coronavirus. En ese momento, se representaba Españolas, Franco ha muerto y Diálogo del amargo, que debía permanecer en cartel hasta el 29 de marzo. "Haber visto la escenografía montada y ver cómo se desmontaba fue un momento muy duro", dice la también directora de escena.