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Los pactos con la extrema derecha dividen como nunca al Partido Popular Europeo

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Idafe Martín Pérez

Bruselas —

Los vaivenes llevaron a la bronca. El Partido Popular Europeo no consigue fijar una postura común sobre qué hacer con el crecimiento de la extrema derecha. Sabe que le come una parte de su electorado y discute cómo evitarlo y a la vez si los pactos con los ultras son la mejor opción a largo plazo o son un riesgo, tanto para la democracia como para su propia supervivencia política.

Los populares europeos tienen ejemplos de todo tipo, pero hasta hace unos meses mantuvieron una postura oficial: unirse a la extrema derecha o aceptar su apoyo era “una capitulación” a evitar. Cuando Feijoó se aupó al liderazgo del Partido Popular y consintió que en Castilla y León se pactara con Vox, el entonces líder de los conservadores europeos, ex primer ministro polaco y ex presidente del Consejo Europeo Donald Tusk, no tuvo piedad: “Para mí fue una triste sorpresa. Pablo Casado era una garantía personal de mantener al Partido Popular en el centro de derecha evitando este tipo de coqueteos con los radicales, con movimientos de extrema derecha como Vox”.

Tusk, cuyo partido pertenece a la familia popular y en Polonia está en la oposición al PiS de Kaczynski, siempre mantuvo un discurso claro contra los pactos con la extrema derecha. Pero Tusk se fue y en su lugar los populares colocaron como líder a quien ya era su portavoz en el Parlamento Europeo, el bávaro Manfred Weber, un junco.

Weber había sido el candidato popular a las elecciones europeas de 2019 y debía ser el presidente de la Comisión Europea, pero los gobiernos ni se lo plantearon. No le veían ni talla política ni experiencia. No había sido ni ministro cuando los últimos presidentes de la Comisión Europea habían sido antes al menos jefes de Gobierno. El nombre de Weber no duró nada en la lista y el francés Emmanuel Macron, para convencer a la alemana Angela Merkel, se sacó de la chistera el nombre de la entonces ministra de Defensa germana Úrsula Von der Leyen. Weber quedó donde estaba, de portavoz parlamentario conservador.

Su ascenso a líder de los conservadores europeos empezó a cambiar la negativa de Tusk a cualquier acercamiento a la extrema derecha. Weber es ideológicamente más flexible y prefiere esos pactos antes que permitir que la izquierda gobierne.

Una política que acepta para Italia, Suecia o España pero no para su Alemania natal, donde su partido mantiene un férreo cordón sanitario contra la extrema derecha de AfD hasta el punto de permitir que en Turingia gobierne con su abstención Die Linke (lo más parecido que Alemania tiene a Unidas Podemos) cuando podrían gobernar ellos con el apoyo parlamentario de los ultras. La semana pasada le preguntaron en la televisión alemana por qué lo que era inaceptable para Alemania era en cambio aceptable para Italia. “Porque Italia es Italia”, contestó.

Además del cambio de liderazgo los resultados electorales tuvieron su peso en el cambio de postura. La derecha puede volver al poder en Italia, sin tecnócratas ni uniones nacionales, de la mano de una extrema derecha que le come su electorado (Meloni obtuvo un 26% mientras Berlusconi se quedó en un 8%). Weber bendijo la coalición, bendijo el resultado y el debate parecía cerrado. Pero no.

La posibilidad de que la familia popular europea respalde una coalición nacional con la extrema derecha provoca sarpullidos en buena parte de sus miembros. Si la derecha italiana, griega, francesa o española no le hace ascos, en el centro y el norte de Europa la situación es diferente. Los conservadores alemanes, belgas, holandeses, luxemburgueses o daneses rechazan esos pactos. Y a Weber le empezaron a crecer tanto los enanos que eurodiputados de su propio partido, la CSU bávara hermana de la CDU, exigen que expulse del Partido Popular Europeo a la Forza Italia de Berlusconi si este pacta con Meloni. Weber se resiste. Su último argumento –que parece copiado del de Esteban González Pons para Castilla y León- es que los pactos conservadores con la extrema derecha garantizan que los ultras no se echen al monte.

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Las tensiones en la familia popular tienen tres perspectivas interesantes. La primera es que muestra que la actitud del Partido Popular español de aceptar pactos con la extrema derecha o de recibir su apoyo externo para gobernar no es unánime en su familia política europea. La segunda, derivada, porque permite entrever que el Partido Popular podría tener problemas con parte de su familia europea en caso de pactar con Vox a nivel nacional.

La tercera es puramente europea pero afecta a todo el bloque. La presidencia de la Comisión Europea la proponen los gobiernos pero debe ratificarla el Parlamento Europeo por mayoría reforzada de dos tercios. Ante el voto ultra nunca hubo dudas de que las tres familias más grandes de la Eurocámara (populares, socialistas y liberales) pactaban los nombres que ocuparían los altos cargos europeos y los votaban en bloque.

Socialistas y liberales llevan días diciendo a los conservadores que sus pactos con la extrema derecha rompen ese equilibrio. Si el Parlamento Europeo vota partido en dos, del centro a la izquierda y del centro a la derecha, será prácticamente imposible alcanzar esa mayoría de dos tercios y refrendar al sustituto o sustituta de Von der Leyen en 2024 o renovarle el cargo.

Los vaivenes llevaron a la bronca. El Partido Popular Europeo no consigue fijar una postura común sobre qué hacer con el crecimiento de la extrema derecha. Sabe que le come una parte de su electorado y discute cómo evitarlo y a la vez si los pactos con los ultras son la mejor opción a largo plazo o son un riesgo, tanto para la democracia como para su propia supervivencia política.

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