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Tras la devastación, el miedo a ser deportados: el drama de los migrantes sin papeles de Mayotte

Un gendarme francés frente a los escombros en Mayotte.

Rémi Carayol (Mediapart)

¿Ha hecho Francia todo lo que podía o debía para garantizar la seguridad de la población de Mayotte cuando se acercaba el ciclón Chido, que devastó el departamento el 14 de diciembre? Esta pregunta se plantea desde que las primeras imágenes de la isla mostraron la magnitud de los daños. Muchas casas de construcción, incluidas algunas de las más exclusivas, tenían los tejados arrancados y los cristales rotos.

También edificios públicos, entre ellos varias escuelas. Pero los barrios de chabolas fueron, con diferencia, los más afectados. Los testimonios recogidos sobre el terreno lo confirman. “No queda ni una casa de chapa en pie”, declaraba Anssiffoudine Port Saïd, un sindicalista, veinticuatro horas después del paso del ciclón.

Según el Instituto Nacional de Estadística (INSEE), en esos barrios vivían cerca de 100.000 personas, de una población total estimada en 320.000 habitantes. Una gran parte de ellos son comorenses procedentes de las demás islas del archipiélago, residentes legales o no, pero también hay “franceses nativos de Mayotte”, según la terminología oficial.

Según las autoridades, sólo 10.000 personas acudieron a los lugares de refugio (escuelas y gimnasios) que se abrieron en las horas previas a la llegada del ciclón, algunos de los cuales no pudieron resistir los vientos. ¿Qué pasó con los demás? ¿Y por qué no fueron a esos refugios?

Chido se detectó en la noche del 5 al 6 de diciembre. La noche del 8 al 9 se convirtió en tormenta tropical, y cuarenta y ocho horas después en ciclón. El 11 de diciembre, la prefectura emitió una pre-alerta: Chido avanza rápidamente y parece dirigirse hacia Mayotte. Coincidencias de calendario, ese mismo día, la prefectura había anunciado el final de una importante operación de demolición comenzada diez días antes, durante la cual “se demolieron 468 chozas” en un ambiente tenso, bajo la atenta mirada de 150 gendarmes de refuerzo. De las 236 familias desalojadas, sólo 52 aceptaron ser realojadas.

“La mayoría de las familias se negaron porque el nuevo alojamiento, disponible para un máximo de tres meses la mayoría de las veces, estaba demasiado lejos de la escuela. Tenían que sacar a sus hijos de la escuela o pagar grandes sumas por el transporte", explica Daniel Gros, representante de la Liga de Derechos Humanos (LDH) en Mayotte. Desde el paso de Chido, no han tenido noticias de ellos y no saben dónde se han refugiado.

Dos días después, el 13 de diciembre, se decretó la alerta naranja a las 7 de la mañana. Esto significaba que las escuelas tenían que cerrar y que las barcazas que unen la Petite-Terre y la Grande-Terre tenían que dejar de funcionar a partir de las 17:30 horas. La prefectura aconseja a los ciudadanos que lleven el equipo necesario (agua, comida, linternas, etc.), limiten sus movimientos y consulten la lista de 71 “refugios seguros” disponibles en los diecisiete municipios de la isla.

Se envían mensajes a los teléfonos y se emiten por radio y televisión, sobre todo en lenguas locales. A las 22:00 horas se lanza la alerta roja: se pide a la población que se encierre “en una vivienda sólida”, con agua y alimentos, y se aconseja evitar el uso del teléfono “para permitir a los servicios de emergencia disponer de las redes”. Finalmente, se anunció una alerta violeta a las 07:00 del día siguiente. Tres horas más tarde, el temporal, de una violencia sin precedentes, azotaba toda la isla, principalmente el norte.

Falta de “cultura del riesgo”

¿Llegaron esos mensajes a los habitantes de las chabolas, algunas de las cuales se encuentran en lo más profundo del bosque? Y si es así, ¿los han entendido? Houssam (no quiere que se conozca su apellido), un mecánico de 34 años que vive con su mujer y sus tres hijos en las laderas de Cavani, un barrio de Mamoudzou, se encuentra en situación irregular y afirma que en su zona “todo el mundo lo sabía”. Daniel Gros, que está en contacto con los habitantes de esas zonas desde hace años, coincide con él: “La gente corrió la voz. Se enteraron por la radio y el boca a boca hizo el resto”.

Pero Fahad Idaroussi Tsimanda duda de que la noticia llegara a todas partes. Doctor en geografía, este especialista en riesgos naturales ha visitado varios barrios de chabolas de Mayotte en los últimos años. “En esas zonas, la gente no tiene ni televisión ni electricidad. Muchos no han recibido la información directamente”, afirma. En un estudio dedicado a la “vulnerabilidad socioeconómica de los emigrantes comoranos en Mayotte”, señala que el 94,3% de las viviendas de los barrios que visitó no tenían electricidad. Tampoco tenían agua el 95,9%.

Para el investigador, la falta de información puede explicar el hecho de que sólo una pequeña minoría de los habitantes de esos barrios haya acudido a los lugares propuestos por el Estado. Pero incluso si hubieran sido informados, no habría habido mucha diferencia, opina: “La información viene de arriba, y esa gente no confía en el Estado. Hay que replantearse la forma de hacer llegar estos mensajes, adoptar un enfoque más horizontal, trabajar a través de asociaciones o de la Cruz Roja”.

Allí se aducen también otras razones. Algunos pueden haber tenido miedo de que, al abandonar su hogar, les robaran lo poco que tenían. Otros pueden haber subestimado la fuerza del ciclón. “Francamente, no pensaba que fuera a ser tan violento”, admite Houssam. “De haberlo sabido, me habría refugiado en una escuela con mis hijos, porque estábamos muy, muy asustados. Pero cada año, más o menos, se anuncia un ciclón, y no siempre es tan violento.”

Desde 1976 han pasado cerca de Mayotte doce ciclones. El más conocido es Kamisy, en abril de 1984. Aunque dejó una huella imborrable en la mente de la gente, sólo los más viejos lo recuerdan. Y es que en Mayotte la mitad de la población tiene menos de 18 años. Entre 2014 y 2019, tres ciclones amenazaron Mayotte (Helene, Kenneth y Belna), pero ninguno de ellos tuvo consecuencias dramáticas.

Houssam se acuerda de Belna: “Nos dijeron que sería un infierno, pero en realidad no fue tan malo, solo algunos trozos de chapa volando”. En aquel momento, ya se había negado a ir a un lugar de refugio para “evitar el riesgo de ser controlado” y deportado a la isla de Anjouan, de donde es originario.

La diputada Dominique Voynet, directora de la agencia regional de salud en Mayotte de 2019 a 2021, también se acuerda de Belna. En aquel momento pudo comprobar la falta de preparación tanto de las autoridades como de la población. En los últimos días, ha repetido una y otra vez que en Francia “no tenemos una cultura del riesgo”.

Miedo generalizado a una “trampa”

Pero hay otra explicación para el rechazo de algunos chabolistas a incorporarse a los centros de acogida que ofrece el Estado, la mencionada por Houssam: el miedo a ser controlado, detenido y deportado. Como en 2019, fue una idea que se le pasó por la cabeza al mecánico. “Es imposible no pensar en ello. La policía está en todas partes, a todas horas, y a la mínima oportunidad te pilla y te mete inmediatamente en el barco”, dice. “El Estado es percibido como una amenaza por esas personas, no es un aliado, no puede protegerles, es un acosador”, añade Daniel Gros.

En una entrevista concedida a la revista Marianne, el senador Saïd Omar Oili, que vive no lejos de una conocida barriada de chabolas, La Vigie, en Petite-Terre, hace la misma observación: “La gente pensaba que las alertas de ciclón eran una trampa, porque están traumatizados con lo que ha pasado antes”.

Y cita un ejemplo: “Hay un autobús que circula por Mayotte para tratar a los enfermos de sida, cuyo número aumenta de forma preocupante, pero la gente no acude porque la policía suele aprovechar esos momentos para pillarlos”.

Ese miedo a caer en la trampa está muy extendido, y tiene su historia. Desde hace unos veinte años, el Estado ha empezado a aumentar el número de expulsiones. Cuando Nicolas Sarkozy era ministro del Interior, se lanzó una auténtica caza de “sin papeles”.

Comenzó en 2006, cuando se deportó a más de 13.000 personas (frente a 6.000 en 2005). Desde entonces, no ha dejado de intensificarse:  en 2023 han sido deportadas más de 25.000 personas (el mismo número en 2022), una media de 70 deportaciones al día.

Cuando los niños salen del colegio, sus padres no vienen a recogerlos porque temen ser controlados y devueltos a su país de origen

Saïd Omar Oili, senador

Estos resultados han sido posibles por las leyes de excepción sobre los derechos de los extranjeros: la policía de fronteras puede por ejemplo realizar controles de identidad en cualquier lugar y en cualquier momento. Igualmente por la velocidad excepcional en las deportaciones: según La  Cimade, una persona es deportada de media 17,5 horas después de ser controlada, un tiempo excepcionalmente corto. Pero también por prácticas cuestionables, contestadas por las organizaciones de defensa de los extranjeros.

“La policía no respeta nada y aprovecha cualquier oportunidad”, afirma un ex activista de La Cimade en Mayotte, que pidió el anonimato. “Se centran por ejemplo en los lugares donde los inmigrantes sin papeles están especialmente expuestos”. No es raro ver a agentes de la policía de fronteras realizando controles cerca de centros de salud, así como de colegios e institutos, pero no delante de la entrada, sino en las calles adyacentes.

“Cuando los niños salen del colegio, sus padres no vienen a recogerlos porque temen ser controlados y devueltos a su país de origen”, cuenta Saïd Omar Oili. Lo mismo ocurre con la prefectura, etapa esencial para regularizar la situación de los extranjeros. “Por ejemplo, la policía no va a la oficina de extranjeros, sino al principio de la calle que lleva a ella”, señala Daniel Gros.

El Estado visto como amenaza

Estas prácticas son vistas como artimañas por los inmigrantes ilegales. Para Zainaba (tampoco quiere dar su apellido), que vive en el barrio de chabolas de Kawéni, la experiencia habla por sí sola. El 14 de diciembre se negó a ir a un refugio oficial. Con sus hijos, se agarró a lo que pudo cuando el viento se llevó el tejado de chapa de su casa.

Por nada del mundo se habría arriesgado a meterse en la boca del lobo. “Hace cuatro años me pararon en la puerta de la escuela donde iba a recoger a mi hija”, recuerda. “Me deportaron a Anjouan. Afortunadamente, pude volver y cuidar de mis hijos. Pero desde entonces tengo mucho cuidado.”

"Esta gente ya no confía en el Estado. Desde su punto de vista, no sólo no hace nada por ellos, sino que incluso es una amenaza: no es un aliado, es un agresor”, afirma Daniel Gros. Cita el caso de una familia conocida que se negó a acudir a un centro de acogida el 14 de diciembre: a la madre, explica, acababan de denegarle la renovación del permiso de residencia, a pesar de que lo tenía desde hacía quince años, alegando que no había dado su dirección correcta.

En un análisis publicado en The Conversation el 18 de diciembre, Clémentine Lehuger, doctora en Ciencias Políticas que hizo su tesis sobre las prácticas del Estado en Mayotte, afirma que “hoy podemos formular la hipótesis de que la política de lucha contra los sin papeles ha contribuido a debilitar a una parte de la población al excluirla de los dispositivos de acogida previstos antes del paso del Chido”.

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Ya durante las crisis del covid (en 2020) y del agua (en 2023), la investigadora había constatado que “varias asociaciones y miembros de los servicios sanitarios habían expresado sus dificultades para poner en marcha la gestión de crisis en una zona en la que una gran parte de la población temía a los poderes públicos”.

 

Traducción de Miguel López

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