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Los 'escuadrones de la muerte' despliegan el terror en Brasil con el silencio de Bolsonaro
Un grupo de hombres de negro entra en la casa y ejecuta fríamente a los cuatro hombres que se encuentran dentro. Los matones recogen los casquillos y dejan los cadáveres tendidos sobre los colchones sin sábanas donde dormían sus víctimas.
El lunes por la noche, esos hombres encapuchados comienzan una masacre que va a durar hasta el miércoles por la mañana. En menos de 48 horas se recogen catorce cadáveres en Ceará-Mirim, una pequeña ciudad de las afueras de Natal, capital del estado de Río Grande del Norte, en el extremo nororiental de Brasil, con 70.000 habitantes.
A principios de 2017, esta milicia armada lanzó una campaña de venganza sangrienta. Horas antes de los primeros asesinatos, un sargento de la policía murió en un bar de varios tiros por la espalda. El policía era miembro de un escuadrón de la muerte. Ese año, con una tasa de 129 homicidios por 100.000 habitantes, Ceará-Mirim fue la segunda ciudad más violenta del país.
Estos grupos tienen nombres variados como Thundercats, Homicides and Co o Los hombres de honor, pero siempre están compuestos por agentes del Estado. Aparecidos durante la dictadura como respuesta a la pequeña delincuencia que se generalizó en los años 70, continúan causando estragos en las zonas pobres de las grandes ciudades brasileñas. Comienzan por matar al pequeño ladrón, después al fumador de porros y acaban funcionando como “un elemento de orden pervertido”, explica José Luiz Ratton, profesor de la Universidad Federal de Pernanbuco.
Los escuadrones de la muerte se envuelven en discursos de combate contra el crimen frente a un sistema legal ya superado. Pero para el profesor es ante todo un “mercado de la muerte con su propia lógica económica”. No es forzosamente a cambio de dinero. A veces, con un asesinato, el policía puede conseguir un informador, un protector o simplemente sus compras del mes.
Los pocos que aceptan tratar este tema lo hacen de manera anónima y rodeándose de precauciones. Las citas se hacen en locales públicos y ruidosos, no sin antes asegurarse de que el reportero sea un desconocido en la ciudad... El testigo de una ejecución en una favela de Natal, de la que escapó por poco de la muerte, anuló la entrevista en el último minuto.
“No tienen límites. A todos los que les molestan les puede pasar. Un poli, un juez, un fiscal, imagina entonces un tipo de la favela...”, suspira Edilson*, un policía de la región de Natal.
En diciembre de 2018, después del asesinato de un policía comprometido políticamente, estos grupos estaban entre los primeros sospechosos. Cinco tiros en la cabeza firmaban un modo operativo típico de estos asesinos profesionales. La investigación, todavía en curso, no descarta su implicación pero, según Diogo*, que trabaja en uno de los organismos de justicia locales, “es probablemente un robo dirigido a hacerse con su arma de servicio, que vale mucho en el mercado negro (1.000 euros). Los tipos, que estaban en bermudas y chanclas, huyeron corriendo... No es el estilo de estos grupos de exterminio".
Ellos son más metódicos y discretos. La mayoría de las veces no actúan en uniforme sino todo de negro, por la noche, en coches con matrículas falsas y utilizan todos el mismo apodo... Cuando el grupo aumenta pueden llegar a treinta personas. Los policías reclutan a agentes de prisiones, vigilantes privados e incluso a simples ciudadanos. Las buenas relaciones con la policía facilitan ampliamente el trabajo: “Les avisan cuando van a empezar una operación y las patrullas desaparecen”, explica Edilson.
La realidad es muy diferente según el Estado, pero todos se enfrentan a este fenómeno. En Río de Janeiro estos grupos han evolucionado hacia milicias bien estructuradas con características mafiosas. En el noreste los grupos son como mucho protomilicias pero pueden desarrollarse, estima José Luiz Ratton. En Mossoró, a 300 km de Natal, han empezado ya a ocupar territorios que se inspiran en el modelo de la milicia de Río. Algunos están en el contrabando de tabaco, el robo de coches o el tráfico de drogas.
Desde que la guerra de pandillas se desplegó a pleno día cuando la masacre de la prisión de Alcacuz, que causó 26 víctimas en 2017, estos escuadrones ofrecen también sus servicios como asesinos a sueldo a los criminales y sirven igualmente de protección a los traficantes. “Uno conocido, novato en la policía, ha querido extorsionar a un traficante protegido. No han dudado en liquidarle”, lamenta Edilson. A veces, los grupos de exterminación se enfrentan entre ellos.
Pero las víctimas son casi exclusivamente negros, pobres y jóvenes. “Un joven de 16 años que yo conocía fue asesinado por la espalda. El policía le había dicho que corriera y tras algunos pasos le disparó”, testifica Tiago*, procedente de una comunidad del norte de la ciudad, que denuncia a grupos que protegen a las clases medias y matan a los pobres.
“Si no encuentran a su objetivo, les vale cualquiera que pase. Es parte de su estrategia: imponer el miedo a través de crímenes brutales. La sangre alimenta su poder”, analiza Tiago, cansado de ver estos asesinatos impunes. “Si la víctima no es un bandido, le colocan un paquete de droga y así nadie investiga este tipo de crímenes. La guerra de pandillas les sirve de coartada”.
Tiago, como la mayor parte de los testigos, prefiere estar en el anonimato y dice que en Natal nadie denuncia nada. “Es imposible esconderse, las comunidades son demasiado pequeñas y hay informadores en todos los sitios. Además, si los policías son criminales, ¿cómo confiar en el Estado?
En uno de los once suburbios que componen el gran Natal, una acumulación de pequeñas favelas desde la salida del minúsculo centro de la ciudad, las casitas parecidas se suceden. En una de ellas, Rodrigo*, un superviviente, se metió con grupos de exterminación y se libró por poco de morir. Dos de sus amigos tuvieron menos suerte. Desde entonces vive discretamente pero continua documentándose rodeado de precauciones: desde hace veinte años no sale de casa de noche. “En la región, uno de los grupos está formado por dos policías que coordinan a unas veinte personas, miembros de sus familias. La mayor parte de alrededor de veinte años. Uno de ellos vive en esta calle”.
Él denuncia la muerte por encargo. “Comerciantes y empresarios se reunen y hacen un fondo común. Operan también en zonas rurales para amenazar o matar a pequeños campesinos que molestan a los grandes propietarios”. En el campo o en estas pequeñas ciudades, las denuncias son todavía más difíciles. “Es imposible ir al fiscal, aquí todo el mundo sabe todo”, explica Rodrigo. El mismo fiscal puede verse presionado. En las pequeñas localidades es un objetivo fácil.
La llegada al poder de Bolsonaro podría agravar la situación actual. Para el policía Edilson, el nuevo presidente podría facilitar que los grupos sean más temerarios. “No es un movimiento organizado en su favor, pero el mensaje es ese”. Una ley propuesta por el nuevo Gobierno prevé entre otras cosas que un policía no pueda tener responsabilidad por un homicidio si se comete bajo “la influencia del miedo o de una fuerte emoción”.
“Dejan que crezcan monstruos”
En Natal, el inicio del año es anormalmente tranquilo. “Hemos conocido una semana sin ningún asesinato, lo que ha estado en portada de la prensa local”, dice Rodrigo, un poco sorprendido. Porque en diez años, Río Grande del Norte, un pequeño Estado pobre pero antiguamente tranquilo, se ha convertido en el tercer Estado más violento de Brasil, con una tasa de 53,4 homicidios por 100.000 habitantes. “Yo creo que están esperando a ver cuál va a ser la política de seguridad de la nueva gobernadora (PT, izquierdas). Ver si va a seguir el ejemplo federal y apoya a la policía sin restricciones para mostrar cierta firmeza frente a las bandas”, analiza Rodrigo. “Pero las matanzas de todas formas van a volver”. La presencia de estos grupos no disminuye verdaderamente nunca “porque la situación que lo ha generado no cambia”, asegura José Luiz Ratton.
En Pernanbuco, un Estado cercano, el denominado pacto por la vida iniciado por el gobernador Eduardo Campos en 2007, trató de modificar esta lógica concentrándose primero en los escuadrones. José Luiz Ratton, que ideó y puso en marcha el pacto con el objetivo de reducir el número de homicidios, se acuerda de la enorme presión que ejerció el gobernador sobre los jefes de la policía.
“El plan era a largo plazo, por lo que nos concentramos en los que matan de manera sistemática para presentar resultados rápidos”. Pero el pacto comenzó a perder eficacia cuando el gobernador se presentó como candidato a las presidenciales de 2014 y se mató en un accidente de avión durante su campaña.
Algún tiempo después, Pernanbuco ha visto de nuevo dispararse el número de asesinatos. “Los líderes políticos tienen una importancia fundamental sobre las prácticas policiales y sobre el gobierno formal e informal de la violencia”, asegura José Luiz Ratton. Sin embargo, la mayor parte de los políticos prefieren no dedicarse a ello en serio. “Cuesta una energía enorme y no es rentable a corto plazo”.
En el noreste, los gobernadores progresistas han dejado la política de seguridad en manos de los conservadores que prefieren la confrontación directa, más mediática y popular. El apoyo de la sociedad explica la persistencia del fenómenos. Frente a una violencia endémica, una parte de la población tiene sed de venganza. Muchos políticos, entre ellos los miembros del clan Bolsonaro, glorifican a los asesinos y aquellos que quieren disciplinar a la policía son acusados de defender a los bandidos.
En 2003, en la Asamblea Nacional, Jair Bolsonaro había defendido y felicitado a grupos de asesinos del Estado de Bahía declarando que serían bienvenidos en Río de Janeiro. A causa de esta lógica, “dejan que crezcan monstruos”, asegura Diego. “Matan a uno o dos tipos y no les dicen nada. Al contrario, la sociedad aplaude. Por eso encadenan uno tras otro”.
Los miembros de estos grupos son conocidos. Una estimación no oficial menciona entre catorce y diecisiete grupos activos en el Estado de Rio Grande del Norte. “Es una pequeña minoría, pero muy poderosa y con influencia en una buena parte de la cultura de la institución”, explica Otávio*, otro policía.
Muchos consideran, siguiendo a Bolsonaro, que un buen policía debe matar. Una minoría no necesita la adhesión de la mayoría para operar en paz, es suficiente con no ser molestado. “Sabemos quién es quién pero nunca se denuncia. Es demasiado peligroso y va a quedar nada”. Los policías entrevistados denuncian un corporativismo exacerbado que echa por tierra cualquier denuncia. “Hay mandos que apoyan a estos grupos o son parte de ellos, otros simplemente tienen miedo de sus propios hombres”.
Otávio se acuerda de un colega que investigaba varios asesinatos en el interior del Estado en 2015. “Acabo por caer en manos de un escuadron de la muerteescuadron de la muerte. Uno de los policías vino a amenazarle armado a la comisaría. Tiene suerte de estar con vida”. La mayor parte prefiere autocensurarse cuando está ante un caso potencialmente sensible. El reglamento de la policía militar, encargada de las patrullas, tampoco disuade a los potenciales asesinos.
Otávio asegura que es “más fácil ser castigado por estar de servicio con el uniforme sucio que por haber disparado en la cabeza a alguien”. Los asesinos pueden también contar con un apoyo político local “indispensable”, asegura José Luiz Ratton.
Las probables relaciones con la milicia del senador Flávio Bolsonaro, hijo del presidente, serían una excepción. “La situación en Río de Janeiro es más crítica y el éxito del clan Bolsonaro era inesperado”. Antes de su inmensa victoria electoral, Flávio fue un simple diputado de Estado durante 16 años.
A pesar de la impunidad general, algunos miembros van a veces a la cárcel. Dos años después de la masacre de Ceará-Mirim, fueron arrestados quince miembros del grupo responsable. “Los demás están fugados y uno está probablemente en Francia”, precisa Diogo.
Han sido encarcelados seis policías, pero ninguno de ellos ha sido condenado por el momento. Los agentes del Estado raramente lo son o permanecen poco tiempo en prisión, por defectos procesales o porque la justicia es demasiado lenta, lamenta Edilson. “A menudo son encarcelados los pequeños peces, alguna vez los medianos y nunca los grandes”.
Lo que ha permitido llegar a este resultado no es la investigación sobre Ceará-Mirim, explica Diogo. “No son muy cuidadosos para borrar sus huellas pero conocen el funcionamiento de la policía y saben que los investigadores no tienen medios”. En Brasil sólo se esclarece un 10% de los homicidios. Pero, a fuerza de sentirse intocables, comenten errores. “Estaban molestos con un joven estudiante y quisieron pillarle en el bus escolar. Pero el transporte se averió y uno de los chicos llamó a su padre que tenía una furgoneta grande”. Cuando los asesinos se acercaron, el padre, policía en la reserva, sacó su arma, mató a uno de los asaltantes e hirió al otro. El herido hizo algunas llamadas imprudentes para solicitar ayuda. Presas del pánico, los jefes comenzaron entonces a matar a los miembros del grupo por miedo a que hablaran, forzando a los supervivientes a ofrecer su colaboración con las autoridades.
“Con las pruebas que uno de ellos presentó, este grupo ha estado vinculado con más de cien asesinatos. Pero la cifra puede ser mucho más importante porque no se sabe cuándo comenzaron”.
*Por razones de seguridad, los nombres de pila han sido cambiados.
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Traducción de Miguel López.
Puedes leer aquí el texto original en francés.