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¿Se puede evitar una nueva guerra en Gaza?
A nadie le interesa una nueva guerra en Gaza, pero eso no significa que no vaya a producirse. Esa es la paradoja que actualmente rige las relaciones entre el Gobierno israelí y Hamás, que controla la Franja de Gaza. Después de tres guerras en diez años (2008, 2012, 2014), la situación es tal que una cuarta contienda parece inevitable, a decir de la mayoría de los observadores (analistas, diplomáticos, personal humanitario). A punto estuvo de desencadenarse la semana pasada cuando la aviación israelí bombardeó las instalaciones de Hamás, el 20 de julio de 2018, tras el asesinato de un soldado israelí. Sin embargo, la escalada se detuvo de inmediato, lo que pone de manifiesto la renuencia de ambas partes a dar comienzo a un enfrentamiento.
Sin embargo, nada está decidido y el barril de pólvora permanece peligrosamente próximo a las cerillas. Porque la raíz del problema sigue siendo la misma. Los habitantes de la Franja de Gaza ya no soportan más el asedio al que se ven sometidos; los israelíes, respaldados por el Gobierno Trump, siguen mostrándose intransigentes y abordan todos los problemas por la fuerza; los responsables palestinos de Cisjordania y Gaza siguen negándose a trabajar juntos.
A las grandes “marchas del retorno” de abril y mayo, que causaron la muerte de al menos 140 palestinos desarmados y abatidos a tiros por francotiradores israelíes, le siguió la “campaña de las cometas” durante la cual los habitantes de Gaza han estado quemando dispositivos artesanales que, transportados por el viento, prenden fuego a los campos y a veces a las viviendas israelíes.
En términos de conflicto militar, es difícil ser menos letal: unas 3.000 hectáreas de tierras de cultivo han ardido, ha disminuido el número de turistas y no se han producido víctimas israelíes. Sin embargo, estas acciones irritan al máximo a la opinión pública israelí, que reclama constantemente su cese, si es necesario recurriendo a las armas, y coloca al Gobierno de los halcones de Benjamin Netanyahu, en particular al ministro de Defensa Avigdor Liberman, en una posición de debilidad.
“El ejército israelí no quiere ir a la guerra por unas pocas hectáreas de campos quemados”, dice un diplomático europeo destinado en Tel Aviv, que recuerda que el conflicto de 2014 causó la muerte de más de 2.000 palestinos y 72 israelíes. “Pero el poder político se ve presionado por sus ciudadanos. Después de haber reaccionado exageradamente durante las llamadas marchas del regreso, ahora se le acusa de no hacer nada. La ausencia de estrategia para gestionar la crisis de Gaza parece más evidente”.
Hamás lo ha entendido bien; se debate desde hace 11 años por la gestión de este territorio de dos millones de habitantes que sufre los estragos del desempleo (alrededor del 50%), de la malnutrición (el 80% de la población depende de la ayuda humanitaria), de la contaminación y de un número considerable de privaciones, incluida la privación de la libre circulación fuera del enclave. Aunque la situación ya es catastrófica, el Gobierno israelí ha tomado nuevas medidas punitivas, cerrando de nuevo los puntos de paso (permitiendo sólo la entrada de ayuda humanitaria limitada) y limitando la zona de pesca a tres kilómetros de la costa.
“El Gobierno israelí ha propuesto que si Hamás acababa con las cometas incendiarias y las marchas contra el muro, la situación podría volver a ser similar a la de hace seis meses”, señala Nathan Thrall, del International Crisis Group y autor de un estudio reciente: “Cómo evitar la guerra en Gaza”. “El problema es que Hamás no quiere volver a la situación de hace seis meses, ni siquiera a la de hace dos o cinco años”.
Desde la guerra de 2014, Hamás ha comprendido que, aunque las conflagraciones han aumentado su prestigio, no contribuyeron en absoluto a resolver los problemas de la población. Todo lo contrario. Por eso, el pasado otoño, el movimiento islámico empezó a acercarse a Fatah, que gestiona los territorios de Cisjordania, a través de la Autoridad Palestina (AP), desde los Acuerdos de Oslo.
La idea era poner fin a la guerra fratricida entre los dos principales actores de la resistencia palestina, pero sobre todo volver a dejar la gestión de la Franja de Gaza en manos de la Autoridad. De paso, esto permitía a Hamás –cuyo papel en la oposición tienen mucho que ver con la labor de la AP en Ramala (resumiendo, el papel es de secundario de las políticas de control israelíes) – evitar cualquier compromiso. Esta transferencia de responsabilidad también correspondió a la voluntad de todos los actores externos (Israel, Egipto, Unión Europea, Estados Unidos...) que están dispuestos a discutir con la AP pero no con Hamás.
Lamentablemente, nueve meses después, este enésimo intento de reconciliación sigue en punto muerto. Aunque no se han resuelto varios detalles (incluido el desarme de Hamas), el problema radica en que la Autoridad Palestina no desea recuperar la carga de Gaza. Al mismo tiempo, por razones políticas (Fatah no tiene voluntad de tender la mano a Hamás), económicas (no hay suficiente dinero en las arcas para pagar a la plétora de funcionarios de Gaza), pero también estratégicas. Considerando las condiciones maximalistas impuestas por Tel Aviv a cualquier levantamiento parcial del bloqueo, la gobernanza de Gaza semeja una misión suicida.
A esta situación ya bastante trágica y tensa, se le ha sumado recientemente el famoso “plan de paz” prometido por el yerno de Donald Trump, Jared Kushner. Según The New York Times, Kushner y su colega Jason Greenblatt, frustrados por la negativa de la Autoridad Palestina a negociar con ellos tras el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel, han comenzado a abordar la cuestión de Gaza.
En las diversas filtraciones difundidas por los medios de comunicación sobre este proyecto que, en teoría, debería darse a conocer a finales de agosto de 2018, Gaza se presenta como una entidad separada del resto de Cisjordania. Podría beneficiarse de considerables inversiones (pagadas por los países del Golfo) para crear una zona franca industrial en el Sinaí y un puerto comercial en una isla artificial o en Chipre.
Esta reciente agitación norteamericana en torno a Gaza tiene dos objetivos: reducir la tensión en el enclave para escapar de la catástrofe anunciada ofreciendo una perspectiva económica a los habitantes de Gaza, pero también separar Gaza del resto de Palestina, lo que satisfaría a Israel por muchas razones (en especial la demográfica: sin la franja costera, sólo hay 5 millones de palestinos frente a 7 millones de israelíes).
Aun suponiendo que este truco de trilero norteamericano reciba la aprobación de los demás países árabes, algo que todavía no es seguro, ninguna de las propuestas verá la luz durante años; no resuelve las tensiones inmediatas. “La situación en Gaza es insostenible, debe explotar de una forma u otra”, apuntaba recientemente el historiador palestino Ghassan Khatib.
De hecho, cada una de las partes está al borde del conflicto. Los habitantes de Gaza, que ya no pueden vivir en un campo de concentración, parecen dispuestos a sacrificarse para romper el mortífero statu quostatu quo, como han demostrado las marchas hacia el muro. Estén o no instrumentalizados por Hamás, tienen pocas razones para interrumpir el conflicto asimétrico que ganan, en términos de imágenes e impacto (cometas incendiarias y manifestaciones pacíficas contra balas y misiles).
Del lado israelí, gran parte de la población apoya al Gobierno de Netanyahu, su uso desproporcionado de la fuerza y sus políticas del apartheid (cf. la nueva Ley Fundamental que privilegia el judaísmo sobre la democracia). Una guerra de más o de menos sólo prolongaría la espiral infernal en la que Israel lleva inmerso desde hace 20 años para establecer su dominación.
A menos que se produzca un cambio de rumbo improbable de las distintas partes, principalmente de los israelíes, que son los principales maestros del juego, la verdadera cuestión no es si habrá una cuarta guerra en Gaza, sino cuándo.
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Traducción: Mariola Moreno
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