Las poderosas razones económicas que se esconden detrás de la invasión rusa de Ucrania
El regreso de una guerra de alta intensidad en Europa, dirigida por una gran potencia militar, no es por supuesto el resultado directo de la tensión económica. Las causas inmediatas se encuentran, sin duda, en el renacimiento del imperialismo ruso y en el ascenso de la autocracia en Moscú. Pero estas causa, por sí mismas, no son independientes de las condiciones económicas. Una guerra a gran escala contra un país de 44 millones de habitantes no se inicia sin tener en cuenta el contexto económico.
Por lo tanto, debemos tratar de entender el conflicto en el contexto de la evolución del sistema capitalista antes de su inicio. El primer elemento de la respuesta reside en la propia situación rusa.
Los orígenes del modelo económico ruso
Rusia es un país traumatizado por la “terapia de choque” de los años 90, que se suponía iba a traer prosperidad y asegurar su permanencia entre las grandes potencias económicas del mundo. Esta estrategia fue un rotundo desastre. El PIB ruso se hundió y con él desapareció la mayor parte de la capacidad industrial del país. Según el Banco Mundial, en términos de PIB per cápita y paridad de poder adquisitivo, Rusia no recuperó su nivel de 1990 hasta 2006.
Sin embargo, estos 16 años de estancamiento no han ido seguidos de una fuerte aceleración del crecimiento. Es cierto que entre 2006 y 2013, el crecimiento medio anual del PIB per cápita se vio impulsado por el aumento de los precios de las materias primas y el PIB creció un 2,5% anual, un nivel no muy alto para una economía en proceso de recuperación. Una vez que desapareció este efecto precio y se pusieron en marcha las primeras sanciones tras la ocupación de Crimea, la economía rusa entró en una fase de estancamiento: entre 2013 y 2019, el PIB per cápita creció un 0,6% de media cada año.
Este marco general no incluye el cambio en la economía política de Rusia. Del caos de la terapia de choque hasta la crisis financiera de 1998, surgió un sistema económico dominado por los “oligarcas”, los mismos que se habían beneficiado de las privatizaciones masivas en un ambiente de corrupción en los años 90, pero “arbitrado" por un fuerte poder político encarnado por Vladimir Putin. En la década de 2000, el Estado se hace “respetar” por los oligarcas, mientras que hasta entonces había sido el patio de recreo de estos últimos.
La detención de Mijaíl Jodorkovski a finales de 2003 representa el punto de inflexión en esta evolución. Desde entonces, el Estado autoritario recuperará parte del valor y lo utilizará para mantener su poder. Y los que no entran en el juego de la colaboración con las autoridades son reprimidos implacablemente.
La cleptocracia que surgió de la terapia de choque no se erradicó, sino que el Estado la reorganizó en interés de la clase dominante. Por lo tanto, este régimen no es un régimen redistributivo. La confiscación de las fortunas de los oligarcas recalcitrantes se hace en beneficio de los cercanos al poder, con la función de fortalecer a estos últimos.
En esta estructura, la Rusia de Putin tolera en gran parte la evasión de valor de los oligarcas a los paraísos fiscales y a sus lugares de residencia en Londres o en los países mediterráneos. Pero parte de este valor lo recupera el Estado para asegurar el enriquecimiento personal de los dirigentes, algunas de las inversiones no realizadas por el sector privado y el fortalecimiento del aparato de seguridad. Los oligarcas siguen enriqueciéndose, los gobernantes se aseguran de mantenerse en el poder.
Los perdedores son la masa de rusos que sólo reciben las migajas de esas políticas. La desigualdad en el país es enorme. Según los datos de la Base de Datos de Desigualdades Mundiales (WID), la desigualdad de ingresos, aunque ha disminuido algo en los últimos 20 años, sigue siendo muy alta, tanto históricamente como en comparación.
En Rusia, en 2020, el 1% más rico recibió nada menos que el 21,4% de los ingresos totales, frente al 17% del 50% menos rico. Es cierto que en el año 2000 el 1% captó el 26,6% de los ingresos, frente al 13,1% del 50%, pero está muy lejos de las cifras del final de la era soviética, cuando el 1% captaba el 5% de los ingresos totales, mientras que el 50% obtenía el 28%. A modo de comparación, en Francia, el 1% más rico captaba el 9,9% del total en 2019 y el 50% se quedó con el 22,7%.
Pero la clave reside en la desigualdad de la riqueza, verdadero indicador de la acumulación de capital y, por tanto, del régimen económico. En 2020, el 47,7% del patrimonio total estaba en manos del 1% de la población, frente al 3,1% de la mitad menos rica. Desde este punto de vista, las desigualdades han aumentado incluso en los últimos 20 años, ya que en 2000 el 1% poseía el 39,2% de la riqueza total. La situación, por tanto, está todavía muy lejos de la de Francia, donde el 1% posee el 26,1% de la riqueza total, e incluso de la de Estados Unidos, donde este porcentaje es del 34,5%.
En general, el desarrollo postsoviético de Rusia es un fracaso. Rusia no se ha convertido en la gran potencia económica que fue la URSS. Su PIB nominal ha seguido siendo inferior al de Italia y su PIB per cápita se ha visto superado por el de Polonia y ahora está por detrás del de China, ambos muy alejados de los niveles de riqueza de la antigua URSS.
Contradicciones peligrosas
Está claramente en el lado perdedor de la evolución económica mundial de los últimos 30 años. Es un país centrado en la extracción de recursos y, en palabras de los pensadores del imperialismo, está condenado a ser una periferia suministradora de materias primas del centro.
Este sistema está intrínsecamente cargado de peligrosas contradicciones. El mantenimiento del poder se basa tanto en la idea de una mejora de la situación de las masas en comparación con los años 90, como en el mantenimiento de una acumulación ultraconcentrada.
La resolución de esta contradicción es compleja. Evidentemente, implica la represión, pero también la política nacionalista. Es un resorte habitual de este tipo de régimen para mantener el orden. En el caso ruso, se basa en un sentimiento de revancha y resurgimiento tras el retroceso de la zona de influencia rusa desde finales de los años noventa.
Pero este resorte abre otra contradicción: el heredero del poderío militar soviético dispone, en efecto, de un gran arsenal militar, siendo al mismo tiempo una potencia económica secundaria. Ante estas contradicciones, la tentación de la huida hacia delante de un régimen autoritario parece lógica. Incapaz de desarrollar el país económicamente, el Gobierno ruso sólo podía invertir masivamente en la única fuerza que tenía, la militar.
El imperialismo regional ruso se convierte así en la consecuencia lógica de estas contradicciones. El discurso “chauvinista de la Gran Rusia”, en palabras de Lenin, permite disimular la persistencia del poder militar y la reivindicación de una zona de influencia intrínseca de la economía nacional y la incapacidad del régimen para mejorar el bienestar general de la población. También proporciona acceso a nuevos recursos, lo que explica el desarrollo de la influencia rusa en el Sahel, por ejemplo.
El imperialismo ruso y su lógica
Este desarrollo del imperialismo ruso ha provocado, naturalmente, fricciones con otras áreas de influencia, en particular la de los países occidentales, y el centro de estas fricciones pasó a ser Ucrania a partir de 2014. Por tanto, es importante recordar que el capitalismo es ante todo una extensión, incluso espacial.
Cuando la extracción de valor es cada vez más difícil de conseguir, como ocurre desde los años 70 y aún más desde 2008, la expansión geográfica para abrir mercados, encontrar recursos y mano de obra barata es inevitable. La retirada soviética de Europa Central y Oriental se combinó con la expansión económica alemana y su corolario militar estadounidense. En este contexto, entre dos capitalismos que buscan la expansión, el choque era inevitable.
La crisis de 2014 sumió al régimen ruso en una peligrosa huida adelante. Las sanciones posteriores a la invasión de Crimea y el apoyo a los separatistas de Lugansk y Donetsk llevaron a Moscú a construir la “fortaleza Rusia”, una economía considerada menos dependiente del exterior y más autónoma. Sin embargo, esta política ha agravado aún más las contradicciones internas del régimen.
Ciertamente, el Banco Central ruso ha reducido la dependencia del dólar y se ha apoyado en el superávit comercial del país para acumular impresionantes reservas de divisas y oro. Por su parte, para evitar depender de la financiación exterior, el Gobierno ruso ha reducido su déficit presupuestario hasta obtener superávit a partir de 2018.
Esta política “autárquica” es también clásica para un país que se considera económicamente “aislado” mientras tiene ambiciones imperiales. Es la política seguida por la Italia fascista, por ejemplo. En el caso ruso, sin embargo, esta política dio lugar a dos puntos de contradicción.
En primer lugar, esta “fortaleza” se construyó sobre la represión de la demanda interna. Cualquier superávit comercial es un signo de subconsumo. El superávit presupuestario y la política de altos tipos de interés del banco central son herramientas para asegurar este subconsumo. El Banco Central de Rusia subió los tipos del 9,5% al 20% tras la invasión de Ucrania, lo que supone un riesgo para la actividad del país. Pero es importante señalar que ya, con un 9,5%, el tipo de interés bancario ruso era elevado en comparación con los principales países avanzados, incluso en términos reales (0,75% en enero de 2022, frente al -5% de la zona euro, por ejemplo).
En 2018, la propuesta de reforma de las pensiones había provocado un raro brote de descontento social en el país que, aún más raro, había obligado a Vladimir Putin a dar marcha atrás en parte. Renunció a elevar la edad de jubilación de las mujeres de 55 a 63 años y la fijó en 60 años, elevando la edad de los hombres de 60 a 65 años.
Este marcha atrás parcial permitió tomar conciencia del precio de la “fortaleza Rusia” para la población y revelar, detrás de la cortina del régimen, el verdadero estado de tensión social. En general, desde 2014, las rentas del trabajo han estado bajo presión, con una desaceleración continua del crecimiento de los salarios reales en tendencia. En febrero de 2021, el propio FMI subrayó que “la renta per cápita crece débilmente y no converge hacia los niveles de las economías avanzadas”. Esto no impidió que el Fondo acogiera con satisfacción que se apuntara el “objetivo” de las políticas sociales anunciada por el Gobierno de Putin.
En definitiva, la economía rusa, por muy resistente que sea, presenta una base débil. En diciembre de 2021, el Banco Mundial confirmó la debilidad general del crecimiento potencial de Rusia en relación con su situación de país emergente, debido a la falta de dinamismo de la productividad, la industria y el fuerte crecimiento de la demanda. El mantenimiento de la paz social se hizo aún más complejo a medida que la crisis sanitaria lastraba el presupuesto ruso. Para la población, una mejora general de su suerte era cada vez más remota. Además, tanto en Rusia como en el resto del mundo, la recuperación posterior al covid empezaba a perder fuelle y la inflación se aceleraba a pesar al recorte de los tipos de interés. En el tercer trimestre de 2021, el PIB ruso cayó un 1,2% en términos intertrimestrales.
Una situación así sólo podría animar al régimen a revivir la lógica imperialista. Sobre todo porque el aparente éxito de la “fortaleza Rusia” dio una forma de seguridad en su capacidad para resistir nuevas sanciones. Las condiciones para que el régimen pasara a la agresión a Ucrania estaban, pues, ampliamente establecidas: un control del vecino permitiría volver a unir a la población (posiblemente para aceptar nuevos sacrificios) en torno al prestigio militar, pero también disponer de nuevos recursos, sobre todo agrícolas. Para un país construido en torno a la extracción de recursos, la presa podría ser tentadora. Y podría tratarse de resolver las contradicciones propias del capitalismo ruso.
En este contexto, la agresión rusa tiene también una lógica económica que hunde sus raíces en el desastre que supuso la transición de los años 90. Irónicamente, la terapia de choque tuvo lugar en un contexto en el que el establecimiento general de un régimen neoliberal marcó el “fin de la historia”. Pero la historia se recupera ahora sobre las ruinas de este mito económico.
¿Un conflicto entre dos capitalismos?
Queda una pregunta. ¿Es este conflicto ruso-ucraniano, que ya se ha extendido indirectamente, y sobre todo en términos económicos, al resto del mundo, un conflicto entre dos “modelos”? En 2019, el economista serbio-estadounidense Branko Milanović planteó en su libro Le Capitalisme, sans rival la hipótesis de que el capitalismo contemporáneo, ahora el único modo de producción mundial, se dividiría en dos variantes: el capitalismo “liberal meritocrático” de Occidente y el capitalismo “político” resultante, en particular, de una acumulación primitiva lograda gracias a la experiencia del “socialismo real”.
Las características de estos últimos se basan en la existencia de un Estado fuerte que controla directa o indirectamente el sector privado a través de la ausencia de Estado de Derecho y la corrupción. En el prefacio de la edición francesa, Pascal Combemale resume la diferencia entre ambos sistemas: en el sistema liberal, “el poder económico da acceso al poder político” y en el capitalismo político, “es al revés”. Y añade: “En ambos casos, la concentración de poder beneficia a una élite que tiende a reproducirse cada vez más”.
Branko Milanović insiste mucho en el caso chino como tipo ideal de capitalismo político y sólo menciona de pasada el caso ruso. Pero esto último podría encajar bastante bien en esta definición. Los acontecimientos actuales podrían sugerir que es esta división entre estos dos tipos de capitalismo lo que está en juego en el conflicto ucraniano. La guerra en Ucrania podría ser el primer acto del conflicto central entre Rusia y Estados Unidos que todos preveían a más o menos largo plazo.
Algunos elementos podrían incluso apuntar en esta dirección. El deseo de Occidente de golpear a la “oligarquía” rusa confirmaría la naturaleza política del poder económico. Además, las votaciones en las Naciones Unidas parecen dibujar dos bandos que se superponen en parte a esta división entre los dos tipos de capitalismo. Por un lado, la Unión Europea, Estados Unidos, Japón y el sudeste asiático “liberal”, y por otro, China, Rusia, India, Vietnam, América Latina “socialista” y algunos países africanos ahora fuertemente vinculados a China y Rusia.
Pero esta aparente división no debe inducir a error. En realidad, esta división parece muy cuestionable en el contexto actual. En primer lugar, la pandemia ha hecho que el capitalismo evolucione hacia un modelo más unificado en el que el Estado actúa como una especie de garante de última instancia para el sector privado, que tiende en todas partes a concentrar el poder económico y político y a politizar cada vez más las opciones económicas. En este contexto, las definiciones de los dos conjuntos parecen desvanecerse o, al menos, reducirse.
Así, las sanciones contra Rusia hacen caso omiso de ciertos fundamentos del Estado de Derecho tal y como lo concibe el derecho occidental, como el respeto a la propiedad privada. Esto no es sorprendente y ocurre regularmente en tiempos de conflicto, pero también es un signo de la politización de la economía en el llamado capitalismo “liberal” de Milanović. Este, en su libro, ya había planteado una hipótesis de fusión entre ambos modelos. Y esta visión fue confirmada en un texto escrito después de la invasión donde confirma el carácter político del capitalismo contemporáneo.
Además, aunque el caso ruso sea extremo, sabemos que los vínculos entre el poder económico y el poder político existen en las economías occidentales. Durante medio siglo, estas economías han tomado incluso, con la pseudoteoría del goteo o del derrame y sus variantes (“recortes de impuestos para fomentar la inversión”), un camino en el que el Estado cuida el poder económico y favorece la profundización de las desigualdades.
En realidad, Rusia fue el laboratorio de las ideas neoliberales a favor de los ricos en la década de 1990. Y el modelo económico ruso es el resultado de esta experiencia. Así que es una especie de forma de empuje de las modas neoliberales. Pero entonces la diferencia entre los dos modelos de capitalismo se convierte principalmente en una diferencia de intensidad, no de naturaleza.
El otro elemento es que, aunque la división entre los dos capitalismos existiría y persistiría, las líneas son bastante tenues. Países de la UE como Polonia y Hungría habrían encontrado su lugar en el capitalismo político, pero están alineados con las posiciones occidentales.
Estados Unidos intenta acercarse a Venezuela, que votó en contra de condenar la agresión rusa en la ONU, para asegurar su suministro de petróleo. Más fundamentalmente, la propia Ucrania no puede considerarse un miembro del capitalismo liberal occidental, aunque, bajo la presión del FMI, esté intentando acercarse a él. El elemento del modelo económico no parece desempeñar un papel importante en este caso. Más bien, lo decisivo es la naturaleza de la influencia dominante.
En cuanto a China, si no es solidaria con Rusia, se encuentra, como India y otros, en una posición oportunista en la que intenta salvaguardar las importaciones rusas, al tiempo que evita su acceso a los mercados occidentales, que siguen siendo vitales para ella.
Actualmente no hay indicios de un “bloque ideológico” ruso-chino basado en un modelo económico común. Esto no es sorprendente: el modelo económico chino es bastante diferente al de Rusia, aunque sólo sea porque en China no se ha aplicado la terapia de choque.
Por supuesto, la República Popular también atraviesa una forma de crisis y no duda en recurrir al imperialismo. Pero precisamente por eso, también es un competidor de Rusia: es el caso de África, pero también, como hemos visto más recientemente, de Kazajistán y Asia Central.
En su ambición por construir un crecimiento más equilibrado, Pekín actúa con cautela y no puede prescindir de su acceso a los mercados occidentales. Cualquier alineación con Rusia pondría en peligro estos puntos de venta, pero al no cortar los lazos con Moscú, China también pretende poder aprovechar las necesidades de este país ahora debilitado. En este contexto hay que entender la posibilidad de que Pekín compre acciones de las grandes empresas estatales rusas anunciada el 8 de marzo. En realidad, China sigue teniendo en cuenta las interdependencias que Estados Unidos y Rusia intentan borrar.
Los acontecimientos actuales confirman lo que se sabe desde 1914: el dominio mundial del capitalismo no es una garantía de paz, ni siquiera cuando se basa en las interdependencias comerciales. En un capitalismo estructuralmente en crisis donde cada vez es más difícil generar crecimiento, las lógicas geopolíticas pueden tomar el relevo para apropiarse de nuevos recursos, nuevos mercados o aliviar las tensiones sociales internas.
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Cuando, como en el caso ruso, aumenta la contradicción entre la debilidad económica y el poder militar, el conflicto aparece como una seria posibilidad. Y las interdependencias comerciales se ven socavadas, bien porque se piensa que son más fuertes de lo que son, bien porque se considera que los beneficios potenciales de romperlas son mayores. Las turbulencias económicas de los años 90 y las sucesivas crisis desde 2008 han hecho del mundo un lugar más peligroso. La guerra en Ucrania es, por tanto, menos un choque entre dos tipos de capitalismo que un nuevo síntoma de un capitalismo en crisis.
Traducción: Mariola Moreno
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