Los ucranianos se preparan para hacer frente a otra guerra, la del frío y la oscuridad
Inna llora. Llora mucho, y habla aún más. Habla tan rápido que nuestro traductor (ver caja negra) tiene problemas para seguirla. Su discurso es inconexo y va de una fecha a otra, de un año a otro, de una desgracia a otra. Inna tiene 64 años y vive con su hijo de 41 cerca de Kalynivka, a unos 50 kilómetros del centro de Kiev, la capital ucraniana. Y quiere que el mundo lo sepa: "¡Esto es la 'paz rusa', esto es lo que nos han hecho!"
En 2014, justo antes de que los separatistas de habla rusa del Este iniciaran las hostilidades, acababa de jubilarse tras cuarenta años de trabajo en el ferrocarril. Vivía cerca de Lugansk, una de las capitales de las zonas separatistas, y perdió su casa en los enfrentamientos.
Su hijo y ella huyeron al Oeste, luego intentaron comprar una casa en la región de Jytomyr, "pero era demasiado cara", así que se instalaron en este terreno cerca de la autopista, no muy lejos de Kiev pero ya en el campo. Hay un gran bosque en la parte trasera de la casa, aunque no es aconsejable ir allí debido a las minas.
Cuando comenzó la invasión rusa en febrero de 2022, Inna vio inmediatamente que se acercaba "la catástrofe". "Había misiles", dice, "se veían pasar múltiples vehículos lanzacohetes, ya los había visto en acción en el Este y me asusté mucho en ese momento". Su hija la llamó para decirle que se fuera, así que su hijo y ella se fueron con sus tres vecinos pero sin sus dos gatos. Fueron a Jytomyr, al Oeste de Kiev.
El 29 de abril, Inna se enteró de que su casa había sido destruida en los combates. "No sabíamos qué hacer, dónde ir, pero no teníamos otra opción, no teníamos nada más", dice. Así que, el 12 de mayo, volvieron y se encontraron con un panorama desolador: "El techo de la casa había volado, el garaje estaba totalmente quemado, había trozos de metralla por todas partes, tanto que nos prestaron un electroimán para ayudarnos a recogerlo todo.”
Al salir del coche, uno de los gatos vino corriendo a su encuentro, pero al otro no lo volvieron a ver. "Pero mi hijo es un hombre muy trabajador y enseguida se puso a reconstruir todo. Al principio nos quedamos con los vecinos, pero ahora vivimos los dos aquí.”
Vivir en la "nueva normalidad”
Esa construcción, a la que es difícil llamar casa, tiene electricidad –cuando la hay en la zona– pero no agua corriente. El hijo de Inna ha construido una especie de carretilla con unas ruedas de carro para ir a llenar bidones al pozo, a unos 300 metros de distancia. "Tenemos unas cuantas estufas en la casa y una reserva de leña para el invierno; va a ser duro pero lo conseguiremos. Y ganaremos esta guerra, la victoria será nuestra.”
Mantener la moral alta entre los escombros, prepararse para el invierno sin estar seguros de tener mañana electricidad, agua o gas. Creer en la victoria pero correr a los refugios cuando suenan las alertas de ataque aéreo. Decir "me cago en Putin" y ver en las noticias al día siguiente que los misiles han alcanzado de nuevo la infraestructura energética del país. Esa es la ecuación del momento en Ucrania. Lo que muchos llaman la "nueva normalidad", con tanto miedo como rabia en su voz.
Esta "nueva normalidad" son las calles sin luz por la noche, es la sustitución de los tranvías eléctricos por autobuses de gasolina, son los cortes de electricidad casi diarios, no necesariamente de más de unas horas, pero lo suficientemente aleatorios como para ser imprevisibles.
La "nueva normalidad" en Ucrania es la declaración del alcalde de la capital, Vitali Klitschko, que en su día explicó que tiene previsto, "en caso de situación de emergencia este invierno", el despliegue de mil puntos de calefacción para los habitantes de la ciudad. Y el peor de los escenarios: "Que ya no haya electricidad, agua ni calefacción.” "Hemos comprado generadores eléctricos, tanques de agua y todo lo necesario para que estos puntos de calefacción puedan acoger a la gente. Podrán calentarse, tomar té, cargar sus teléfonos y recibir la ayuda que necesiten.”
El mismo día, Oleksiy Kuleba, jefe de la administración militar de la región de Kiev, anunció en un periódico local que se estaba preparando para algo aún peor: 425 refugios antinucleares en la capital, y más en otros lugares, en caso de un ataque nuclear ruso.
Reparación las 24 horas del día
Esta información no parece preocupar demasiado en las calles de la capital. Las tiendas están abiertas y los cafés llenos. Por la noche, los bares de moda del centro de la ciudad se llenan de jóvenes ucranianos con ropas de moda. El toque de queda de las 11 de la noche se respeta bastante, pero durante el día los niños van al parque y los trabajadores toman el metro, aunque los trenes circulan con menos frecuencia para reducir gastos de electricidad.
Desde los primeros ataques rusos a gran escala en la red eléctrica, el 10 de octubre, han sido frecuentes los cortes de electricidad, pero la red parece ser capaz de absorber esos choques de manera excepcional. El lunes 31 de octubre, tras una nueva serie de ataques, la región de Kiev estuvo sin agua ni electricidad, pero menos de 24 horas.
"Actualmente estamos empleando 70 equipos con unos mil especialistas altamente cualificados para restaurar la infraestructura de la red", declaró a Mediapart Volodímir Kudrytsky, presidente del consejo de administración de Ukrenergo, el operador de la red de electricidad de Ucrania. Estos especialistas trabajan las 24 horas los 7 días de la semana, "a menudo arriesgando sus vidas, para eliminar lo antes posible todos los daños causados por los ataques de misiles y drones rusos".
En el momento de nuestra entrevista, el 29 de octubre, Volodímir Kudrytsky estimó el nivel de infraestructuras dañadas en el 30%. "Estos daños reducen la capacidad de las centrales eléctricas ucranianas para suministrar electricidad a la red en la cantidad necesaria, así como la capacidad de la propia red para transportar la electricidad necesaria a las diferentes regiones de Ucrania, ya que la sobrecarga de la red puede provocar más accidentes y daños", explica.
¿Mi plan para este invierno? ¡Sobrevivir!
La librería Smoloskyp del histórico barrio de Podil, está a punto de cerrar, una hora antes de lo habitual. Se ha ido la electricidad en el distrito y Olha, la encargada, se esfuerza por conectar su terminal de pago a una batería, pero olvidó recargarla antes.
En el fondo de la librería, un empleado enciende una tira de LED y hace algunas fotos. La idea de Olha es encontrar otras para iluminar todas las estanterías, "pero las tiendas han sido asaltadas y ya no quedan más en las estanterías". Un hombre se presenta en la entrada y Olha le explica amablemente que ya está cerrado.
La librería pertenece a una de las muchas editoriales del país, pero vende todo tipo de libros. Desde septiembre, el negocio ha ido bastante bien, mejor que en septiembre de 2021. "La gente no pospone sus compras, las hace en cuanto puede", dice esta mujer de 40 años. Su actual best-seller es una biografía de Alla Horska, una pintora y disidente que fue asesinada por los soviéticos en una operación del KGB en 1970. De hecho, las biografías de los disidentes del régimen ruso se venden mucho.
En Obukhiv, una ciudad de 30.000 habitantes en las afueras de Kiev, los niños juegan en la oscuridad al pie del edificio mientras sus padres charlan. No tienen agua ni electricidad cuando llegamos. Las ventanas están pegadas con cinta adhesiva para evitar que se rompan con la onda expansiva de una explosión.
"¿Mi plan para este invierno? ¡Sobrevivir", dice Olha riendo mientras enciende velas. "Cuando en la televisión empezaron a decir que el invierno probablemente será difícil, recuerdo que vi publicaciones en Facebook de amigos que decían: 'He comprado esto, he comprado aquello', y yo aún no había comprado nada".
Después, la librera se ha puesto al día: pilas, una manta térmica - "cuando la compré en agosto, hacía 30 grados fuera, pensé que estaba loca"-, velas, un hornillo por si se acababa el gas. También un viejo radiador de la época soviética –"todavía funciona"– para calentar al menos una habitación.
El verdadero problema de Olha es que si hay un corte de luz prolongado, por ejemplo de una o dos semanas, la librería tendrá que cerrar. "Si el apagón es realmente largo, me iré al Oeste, donde mis padres tienen una casa grande, allí hemos almacenado madera este verano", dice. "Y, por supuesto, si Rusia invadiera toda Ucrania, tendría que huir, ya no estaría a salvo, pero ese es un 'si' en el que no quieres ni pensar. Tenemos que sobrevivir, no tenemos otra opción, de lo contrario volveremos a los años 30", y la gigantesca hambruna organizada en Ucrania por Moscú, que aquí se conoce como Holodomor.
La guerra hace que los constructos complejos salgan de la mente
En otro barrio de Kiev, Horenka, más campo que ciudad, el camino que lleva a la casa de Yuri, de 36 años, no está pavimentado y al taxi le cuesta encontrarla. Yuri es diseñador gráfico, su mujer, escritora, está de viaje en Europa por tres semanas y él cuida solo de sus dos hijos, Yakiv, de 7 años, y Vassyl, de 12.
No ha salido de casa desde el 24 de febrero. Su esposa se fue a Leópolis, en el Oeste, por un tiempo con su hijo menor, pero todos regresaron en agosto.
Frente a su casa, una pila de madera espera a ser colocada con el resto. Su rutina diaria, aparte de los pocos encargos que puede hacer teletrabajando, es prepararse para el invierno: traer leña, poner una puerta entre la cocina y el pasillo para mantener el calor y subir el generador al tercer piso por si los rusos bombardean la presa aguas arriba del pueblo.
Toda esa preparación es cara: el precio de la madera se ha duplicado en un mes, y el de la gasolina lo mismo desde el comienzo de la invasión. Es casi imposible encontrar un generador en las tiendas.
Desde el 24 de febrero, no se le ha vuelto a quitar el miedo. Pero eso no es todo: "Hay ira, rabia, emociones muy primarias en definitiva", dice. “La guerra expulsa los constructos complejos de la mente”.
Para sus hijos es igual: Vassyl alterna las clases online con las presenciales, pero éstas se ven interrumpidas regularmente por las alertas que obligan a todos los alumnos a acudir a los refugios que hay bajo la escuela. La escuela de su hijo menor no tiene refugio, así que todos los días le da clase en casa. Los niños están totalmente perdidos en esta situación", dice Yuri. “Estamos todo el tiempo en una situación imprevisible.”
Julia, de 39 años, su marido y sus dos hijos llevan algo más de un año viviendo en un piso de Hostomel, al norte de la capital. Una ciudad que se hizo famosa al principio de la invasión rusa por los intensos combates en la zona del aeropuerto. Julia trabaja en el Museo Maidán de Kiev - su nombre correcto es "Monumento Nacional a los Cien Héroes Celestiales y Museo de la Revolución de la Dignidad". Se creó en 2014, tras la revolución de Maidán.
Ella ya estaba preparada el día de la invasión. Incluso se había preparado para ello antes. Cuando el 16 de febrero de 2022 circuló el rumor de una invasión, Julia "compartió sus temores con sus amigos, pero ellos se reían". Su marido está en el ejército y actualmente se encuentra en Jersón con un grupo de exploración. Se llaman casi todos los días, dependiendo de sus misiones.
Mochila de emergencia
Después del 24 de febrero, Julia huyó al Oeste, a Transcarpacia, de donde es su marido. Luego volvieron. Ahora vive en una casa con las ventanas reventadas. Sus hijos no pueden ir a la escuela del pueblo porque está parcialmente destruida, así que los lleva a otro pueblo, a unos pocos kilómetros de distancia.
"No tengo miedo del invierno, yo no. Cuando era joven, en los años 90, ya sufrí cortes de luz y de agua, y sé cómo afrontarlos", dice en un pequeño café cercano a la escuela de sus hijos. Un café "que ha estado abierto durante toda la ocupación". Ahora está lleno de militares que han venido a calentarse. Durante nuestra entrevista, el sonido del generador nos recuerda que en esta zona no hay electricidad durante varias horas al día.
La mochila de emergencia de Julia y sus hijos está lista en el pasillo. Mientras estaba en el Oeste, aprovechó para sacarse el carné de conducir. Compró toda la madera que pudo, y también un generador. En su baño tiene permanentemente cinco bidones de 19 litros de agua y otros cinco en la cocina. "Pero si no hay gas, eso es otra historia", dice.
No muy lejos de Hostomel está Irpin, otra ciudad en la que han hecho estragos los combates y donde la ocupación rusa ha dejado muchos civiles muertos. Tres obreros trabajan en los postes eléctricos. Pero no son electricistas, están instalando fibra. Uno de ellos, Andrei, huyó primero de Lugansk, en el Este del país, hacia Severodonetsk. Está en Irpin desde el 1º de junio y es posible que se quede allí: "Severodonetsk ha sido completamente destruida, no puedo ni pensar en volver allí aunque la ciudad haya sido liberada. Veremos después de la victoria.”
Un poco más adelante, Tonya y Violetta, ambas de 16 años, caminan junto a edificios destruidos. Cuando su edificio se incendió, Violetta y su familia se escondieron en un aparcamiento. Luego huyeron y no volvieron hasta el final del verano.
Tonya se fue primero de Irpin a Makarski, antes de que esa ciudad fuera ocupada también. "Luego nos fuimos a la zona de Jytomyr; la aldea en la que estábamos no estaba ocupada, sólo saqueada.” La chica volvió en mayo. Su padre se quedó en Irpin todo el tiempo, "en las trincheras".
No volveremos a irnos. Si los rusos vuelven, tomaremos las armas y lucharemos
Ahora viven en un edificio que ha quedado relativamente indemne, aunque con las ventanas reventadas. Las clases en el colegio se habían reanudado al inicio del curso escolar en septiembre, pero desde el 10 de octubre se vuelve a las clases online. "Y es probable que sea así todo el invierno", dice Tonya.
Roman, de 40 años, otro vecino del barrio. Su casa "no quedó muy destruida". Su mujer, sus dos hijos y él fueron evacuados a finales de febrero. Todos regresaron el 11 de abril. Desde entonces, no ha parado de hacer arreglos, preparando baterías y transformadores para tener electricidad a 220 voltios. “Y no volveremos a irnos", dice con valentía. “Si los rusos vuelven, tomaremos las armas y lucharemos.”
Justo al lado, tres abuelitas han montado un pequeño quiosco. La gente deja allí la ropa que ya no necesita y otros vienen a recogerla. El reparto de pan está previsto para las 17:00 horas, por lo que ya hay unas diez personas esperando. Algunos aprovechan para llenar bidones de agua del caño público.
Rima tiene 67 años y es quien organiza más o menos el lugar. Su hijo es militar desde hace 7 años. Tetyana, de 85 años, está orgullosa de decir que sus dos nietos están en el frente. Ambas viven en un edificio sin agua ni gas y cuyas ventanas siguen esperando a ser reparadas. "Pero tenemos paredes y techo, ¿de qué nos vamos a quejar?”, dice Rima sonriendo.
Junto a Irpin está la otra ciudad martirizada, Boutcha. Olha, de 49 años, no tiene ni techo ni paredes. Se aloja con su suegra y su perro en prefabricados suministrados por Polonia. Veinte habitaciones y veinte familias: "los solteros tienen que agruparse". Recientemente se ha añadido otro grupo de 21 habitaciones y uno más de 17.
Olha es la encargada de administrar el alojamiento temporal. Viene de Sloviansk, en la región de Donetsk, y llegó aquí en junio. "Fui la primera en el barrio y ahora ayudo a la gente a instalarse. Hay gente que viene de lejos, pero también hay gente de Butcha. Algunas calles han quedado un poco dañadas y la reconstrucción ha comenzado hace muy poco, pero en otras calles todo ha quedado destruído.”
Como todos los evacuados, Olha recibe 2.000 hrivnas (unos 55 euros) y por su trabajo a tiempo parcial en los prefabricados, recibe 3.500 hrivnas (96 euros). En Sloviansk, Olha tenía "una buena situación, un trabajo en la empresa de calefacción de la ciudad". Pero, explica, "con un marido y un hijo en el frente, era demasiado peligroso quedarse.” Su principal temor para el invierno es el frío: "Aquí no hay espacio de arrastre, así que cuando haga mucho frío, esto se va a humedecer y no podremos abrir las ventanas.”
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Este reportaje se realizó entre el 25 de octubre y el 2 de noviembre. Salvo que se indique lo contrario, todas las personas han sido contactadas personalmente. Me acompañó el fotógrafo Antoni Lallican y Anastasia Levkova hizo la traducción.
Traducción de Miguel López