En Bamiyán, la capital de Hazarajat, la gran provincia del centro de Afganistán, famosa por los dos budas gigantes destruidos por los talibanes en 2001, el puñado de arqueólogos afganos que hacían lo posible por salvar lo que queda del patrimonio de la región acabó huyendo. Los talibanes asaltaron sus oficinas cuando, poco después de la toma de Kabul el 15 de agosto de 2021, entraron en la pequeña ciudad, que no había ofrecido resistencia.
“Hasta hace poco, los arqueólogos solían esconderse en las montañas todo el día y sólo volvían a casa por la noche para dormir. Pero ahora la mayoría ha preferido abandonar la ciudad”, afirma un exasesor español del Ministerio de Cultura afgano que ha estado en contacto con ellos.
Cuando se cumplen seis meses del asalto al poder del régimen talibán, el miedo, alimentado por las persecuciones y masacres sufridas por los hazara durante el primer régimen talibán (1996-2001), vuelve a pesar en esta provincia. Los hazara, que representan entre el 15% y el 20% de la población, son chiitas y los talibanes los consideran herejes que se han unido a Teherán.
Según un informe de la ONG Human Rights Watch, miles de miembros de esta comunidad ya han sido expulsados de sus tierras en las provincias de Helmand, Balkh, Dalkundi, Kandahar y Uruzgán, ya que los talibanes han decidido expropiar sus tierras y repartirlas entre sus partidarios.
Pero a este miedo se suma el aún más terrible del hambre que amenaza a Hazarajat, una de las provincias más pobres de Afganistán, tras una terrible ola de sequía, la segunda en cuatro años. Por lo general, la nieve del invierno es una bendición, ya que permite los cultivos de primavera y nutre los ríos. Este año, está ahí, pero en el estado de desorganización del país, se percibe como otra catástrofe.
Más que la represión, la amenaza de una terrible hambruna atormenta no sólo a Hazarajat, sino a todo Afganistán. A ello se suma el completo colapso económico del país desde que los talibanes tomaron el poder, lo que llevó a Washington a congelar 9.500 millones de dólares en activos del Banco Central Afgano.
“El número de personas que pasan hambre en Afganistán no tiene precedentes; 23 millones de afganos no saben de dónde saldrá su próxima comida”, se alarma Isabelle Moussard Carlsen, jefa de la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA) del Secretariado de la ONU en Afganistán, en el sitio web Défis humanitaires [Desafíos Humanitarios]. “Representa más de la mitad de la población. Uno de cada dos niños está gravemente desnutrido [...] Nunca he visto una crisis semejante en mi vida como humanitario”, añade.
“Con las temperaturas invernales por debajo de cero, los afganos también tienen que gastar más, de sus ya menguados ingresos, en combustible y otros suministros propios del invierno, en un momento en el que las reservas de alimentos están en su punto más bajo debido al ciclo de las cosechas”, añade.
La petición de ayuda de la ONU
El 22 de diciembre, el Consejo de Seguridad de la ONU adoptó por unanimidad un proyecto de resolución, propuesto por Estados Unidos, para facilitar la entrega de ayuda humanitaria a Afganistán. En principio, esta excepción debería permitir al fondo humanitario de Afganistán beneficiarse de un presupuesto de 5.000 millones de dólares (4.400 millones de euros) para 2022, una cantidad excepcional para un solo país, incluso superior a la asignada a Siria y Yemen. Pero, ¿se movilizará esta suma a tiempo para ayudar a una población ya en grave peligro, dado que el sector bancario ya no existe en Afganistán?
Hasta la fecha, ni el llamamiento para esta recaudación de fondos ni la petición de ayuda lanzada por el secretario general adjunto de Asuntos Exteriores de la ONU, Martin Griffiths, que la ha calificado de “una de las catástrofes humanitarias más graves” de la historia de Afganistán y que pidió que estos fondos se desembolsaran lo antes posible, han tenido efecto, ya que las grandes potencias se muestran visiblemente reticentes a llevar ayuda a una población bajo el control de los talibanes.
En el frente interno, el nuevo régimen de Kabul parece vacilar constantemente entre el endurecimiento de la represión y un ligero pragmatismo. “Hay una especie de normalización llena de incertidumbres. ¿Quién tiene el verdadero poder dentro de los talibanes? Se tiene la impresión de un poder opaco que oscila entre el pragmatismo y el dogmatismo. Todo parece decidirse detrás del telón”, afirma Etienne Gille, presidente de la ONG Amitié franco-afghane (Afrane), que trabaja en Afganistán desde hace más de 40 años.
Si en un primer momento la represión se dirigía a las fuerzas de seguridad del gobierno anterior, con un número desconocido de ejecuciones sumarias –más de un centenar a finales de noviembre en las cuatro provincias (de 34) en las que Human Rights Watch investigó– y encarcelamientos, ahora se dirige a la educación y la cultura. Unos 150 medios de comunicación ya han dejado de publicar. Los periodistas han sido detenidos y golpeados.
“Todos mis colegas afganos del museo de Kabul, del departamento de monumentos históricos, pero sobre todo los arqueólogos, se encuentra en una situación muy complicada. Muchos profesores de las universidades de Kabul y Herat también han recibido repetidas amenazas de muerte, por carta o vía WhatsApp”, afirma el exasesor español. “Los empleados del Ministerio de Cultura en Herat [la gran ciudad del oeste, conocida como la “Florencia de Afganistán” por sus joyas arquitectónicas] también han huido.
Los sijs y los hindúes han huido
De ahí la impresión de querer hacer borrón y cuenta nueva, significada en particular el 4 de octubre de 2021 por la decisión del ministro de Educación Interior, Abdul Baqi Haqqani, de invalidar los títulos de enseñanza secundaria obtenidos en los últimos 20 años y de contratar únicamente a profesores que inculquen los valores islámicos a los futuros alumnos. Otras confesiones distintas del Islam suní también han sido objeto de ataques: el 5 de octubre, el templo sij de Kabul fue objeto de vandalismo por parte de talibanes fuertemente armados, lo que provocó que los últimos fieles hindúes y sijs abandonaran el país.
Ante la opresión talibán, hay pocas voces disidentes que se atrevan a dejarse oír. Se siguen produciendo manifestaciones de mujeres, pero aunque se reprimen menos que antes, ahora son poco concurridas.
No obstante, hay indicios de que el nuevo régimen busca la aceptación, como demuestran varias fetuas (decretos religiosos). Una de ellas prohíbe a los milicianos cortar el cabello masculino que se considere no islámico, una práctica que estuvo en vigor de 1996 a 2001. Otro decreto les prohíbe entrar en las casas a su antojo.
Otro decreto permite a las mujeres viajar hasta 72 km de su casa sin ir acompañadas de un miembro masculino de su familia más cercano, una medida considerada como un endurecimiento de la ley por la comunidad internacional, mientras que los talibanes la ven como una suavización de la ley –hasta entonces, ni siquiera podían ir solas al mercado–. Finalmente, las niñas pudieron volver a la escuela en marzo. “La cuestión es cuál será el contenido de la educación y qué oportunidades tendrán las niñas”, precisa Etienne Gille.
“Cada día, los talibanes dan señales de moderación para mostrar su buena voluntad a la población”, reconoce el investigador Karim Pakzad, especialista en Afganistán del Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas (Iris). “Pero no funciona porque, en algún momento, toman una decisión que desagrada al pueblo, como la reciente detención del académico Faizullah Jalal, que recreó la unidad de los kabulíes contra ellos”.
El profesor de derecho, que se ha forjado una reputación de crítico feroz de los dirigentes afganos desde los años ochenta y que fue encarcelado tanto durante la ocupación soviética como durante el primer reinado de los talibanes, se atrevió a llamar “terrorista” y “becerro” (un grave insulto en Afganistán, utilizado para designar a un imbécil) a un portavoz talibán, Mohammad Naim, durante un debate televisado en el canal Tolo, uno de los últimos medios de comunicación que siguen funcionando.
“Reina una atmósfera de miedo y terror”, dijo entonces Faizullah Jalal. “Algunos aseguran que tenemos seguridad”, refiriéndose al fin de la guerra civil, “pero ¿qué significa esta seguridad? Donde no se aplica la ley, ¿es la seguridad? Donde no hay libertad de expresión, ¿hay seguridad?”
'Esteshaadi', el escuadrón kamikaze
De ahí su detención unos días después, el 8 de enero, con el pretexto de haber utilizado las redes sociales para incitar a la población a la revuelta. Sus familiares temían aún más por su vida porque el principal portavoz talibán, Zabihullah Mujahid, había fabricado acusaciones muy graves contra él, atribuyéndole una cuenta de Twitter falsa creada por sus propios servicios. Para sorpresa de todos, y sin que se sepa si fue por las protestas que desencadenó su detención, el académico fue liberado el miércoles 12 de enero.
Pero si el nuevo régimen muestra ocasionalmente algunos signos de moderación, éstos se ven compensados por otros más alarmantes, como la importancia que se da dentro de su ejército al escuadrón Esteshaadi (“en busca del martirio”), una unidad formada íntegramente por combatientes suicidas, a los que se ha visto desfilar en la televisión afgana, equipados con chalecos explosivos y conduciendo coches preparados para ataques suicidas. Tres mil de ellos, según cifras oficiales, están desplegados desde octubre en la frontera con Tayikistán, país que ha adoptado una línea muy hostil hacia los “estudiantes de religión”.
Este culto a los terroristas suicidas forma parte ahora de la ideología oficial –algo que no ocurría entre 1996 y 2001– y parece reflejar el peso que han ganado dentro de la cúpula talibán las redes Haqqani, estrechamente vinculadas a Al Qaeda –fue la organización terrorista del difunto Osama bin Laden la que introdujo la práctica de los atentados suicidas en Afganistán–.
El 19 de octubre, Sirajuddin Haqqani, líder de estas redes, se dirigió a cientos de familiares de terroristas suicidas, todos hombres, a los que había reunido en el gran hotel Intercontinental de Kabul, para darles ropa, dinero y parcelas, y glorificar este tipo de atentados.
En este contexto, un acontecimiento político totalmente inesperado pasó prácticamente desapercibido. El 10 de enero, el ministro de Asuntos Exteriores de los talibanes, Amir Khan Muttaqi, se reunió en Teherán con Ahmad Massoud, el hijo del legendario “comandante”, que dirige el Frente Nacional de Resistencia (FNR), y otros dos líderes de la oposición, una visita orquestada por los Guardias Revolucionarios iraníes, los pasdarán.
En total, se celebraron no menos de tres reuniones entre las dos partes hostiles. “Los iraníes intentaron romper el bloqueo de la situación. Ahmad Massoud, refugiado en Tayikistán, no podía permitirse rechazar tal invitación de Teherán. Pero cuando Muttaqi se ofreció a regresar a Kabul con la promesa de que sería bien recibido allí, puso tres condiciones: que los talibanes aceptaran un gobierno de transición y el principio de que el futuro gobierno fuera elegido, así como garantías sobre los derechos humanos y la situación de las mujeres. Muttaqi abandonó Teherán furioso y, una vez en Kabul, trató de restar importancia al encuentro. Este fue un fracaso total, incluso para la diplomacia iraní”, afirma Karim Pakzad.
Y añade este investigador: “Desde que tomaron el poder, nada prueba que los talibanes hayan hecho ningún progreso, ni dentro ni fuera de Afganistán. No han conseguido nada, siguen sin tener aliados y no han obtenido ningún reconocimiento, a diferencia de la vez anterior, cuando los Emiratos Árabes Unidos, Pakistán y Arabia Saudí reconocieron su régimen. Incluso China, que los apoyaba mucho, parece haberse distanciado. De ahí el temor, tras el fracaso de su política de moderación, de que se endurezcan y lleven a cabo una represión abierta. Mientras tanto, es un caos a todos los niveles. Una cosa sí es cierta: la hambruna realmente existe”.
Traducción: Mariola Moreno
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